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LIBRO CUARTO: LA BATALLA

I. EL CUARTEL GENERAL DE «VITRIOLO»

Amaneció al fin aquel memorable domingo en que había de tener comienzo la ruda batalla de treinta y seis horas que riñeron el Bien y el Mal en torno de Manuel Venegas, y especialmente dentro de su atormentado corazón; batalla empeñadísima y desastrosa, en que tomaron parte, más o menos directa y justiciable, todos los habitantes de la ciudad, o sea todos los individuos del gran Jurado que solemos llamar el público .

Vitriolo había citado la noche anterior a su gente, «para el toque de diana, en la puerta de la botica», y allí estaban, en efecto, desde el amanecer, los que más atrás denominamos mozalbetes muy mal criados, bien que algo instruidos en materias asaz delicadas , de quienes era apóstol y cabeza el pasante de farmacéutico.

También se encontraban en aquel centro ordinario de noticias (y excelente acechadero en tal mañana para seguir las operaciones de Manuel Venegas, cuyo domicilio estaba en la misma plaza) otras muchas personas diversas en edad, clase y condición, todas ellas muy afanadas en averiguar o refererir lo último que se sabía relativamente a los pavorosos sucesos que se veían llegar …, que eran infalibles …, que hasta se aguardaban con impaciencia …, y contra los cuales no dejaría de tronar todo el mundo, ni de proceder activamente la justicia, luego que se hubiesen consumado . Las mismas criadas que iban a la compra se acercaban a aquella gran tertulia al aire libre, y metían su baza en la conversación, indicando lo que debía hacer cada personaje, si tenía honor y vergüenza … Las más sisadoras y alegres de cascos eran las más implacables y terribles, y repetían punto por punto los juramentos y amenazas que el Niño de la Bola pronunció hacía ocho años, terminando todas sus arengas de: ¡Ahora veremos si hay hombres! El propio alcalde, persona muy digna, peroraba allí con la mayor seriedad, sobre si Manuel mataría a Antonio aquella tarde o lo dejaría para el día siguiente en la rifa, inclinándose a que sucedería lo primero. Un familiar del obispo, todavía simple diácono, aunque ya iba para viejo, pero que comenzaba a tener fama de gran teólogo, habíase aproximado a la reunión como por casualidad, y no perdía palabra de lo que en ella se decía, sin que aún hubiese despegado los labios por su parte… En fin, hasta nuestro antiguo amigo, aquel capitán retirado que ofreció dos pagas a Manuel Venegas la tarde de la célebre rifa, hallábase entre los curiosos, sin embargo de sus setenta y ocho inviernos y gloriosísimos achaques…

El único que faltaba para completar la asamblea era su presidente nato, el dueño de la casa, el insigne Vitriolo , encerrado hacía media hora en la trasbotica con una especie de bruja, antigua deudora arruinada por don Elías Pérez y actual paniaguada de casa de Soledad; la misma, según creemos, que la noche anterior fue allí por medicinas para la señá María Josefa. Los sectarios del farmacéutico, presumiendo, sin duda, los importantísimos asuntos que podían tratarse en aquella encerrona, se guardaban muy bien de interrumpirla, y, por el contrario, explicaban a los demás concurrentes la ausencia de su maestro, diciéndoles que se hallaba confeccionando un medicamento de todos los demonios para un sacristán de un pueblecillo de las cercanías. Habíase visto, finalmente, a Vitriolo salir a la botica a tomar dinero del cajón, y por cierto que, mientras esto hacía, todos creyeron notar que estaba más feo, más pajizo y más excitado que de costumbre.

Entre tanto, ya se habían dado y repetido, y comentado hasta la saciedad, muchas y muy interesantes noticias a la puerta del establecimiento. Sabíase, por ejemplo, que Manuel Venegas entró al cabo en su casa la noche anterior, cerca ya de la madrugada, con el caballo jadeando, destrozada la ropa y sin sombrero, cual si volviera de espantoso combate: que este combate debió de ser consigo mismo, pues varios regadores lo habían visto galopar sin rumbo cierto por los sembrados de la vega y por remotos olivares y viñas, como si lo persiguieran invisibles fantasmas; que había tropezado con los guardas de campo y dádoles juntamente latigazos y dinero cuando se le quejaron de los destrozos que hacía, oyendo, en cambio, de boca de aquellas gentes toda la historia de lo ocurrido en la ciudad durante su ausencia; que, tan luego como dejó el caballo, salió otra vez a la calle, a pie, embozado en una larga manta, y se dirigió al barrio de San Gil, donde el sereno lo vio pasearse delante de la cerrada vivienda de Antonio Arregui, y aun llamar a la puerta… (¡qué horror!), sin que de adentro respondiesen a sus repetidos aldabonazos… (¡qué ignominia!), hasta que, ya casi de día, tomó la vuelta de su casa y penetró en ella; con lo que inmediatamente se cerraron sus puertas y balcones, como cerrados seguían en aquel momento…

Lo del horror y lo de la ignominia fueron exclamaciones involuntarias…; del teólogo la primera, y del capitán la segunda…

En apoyo del concepto de éste, bien que desvirtuando su oportunidad, agregó entonces un padre de familias:

– ¿De qué os asombráis, caballeros? ¡Antonio Arregui es un cobardón, que no se ha atrevido a pasar la última noche en su casa, ni aun en el pueblo!… ¡Antonio Arregui huyó vergonzosamente ayer tarde, al tener noticias de que llegaba el Niño de la Bola ! Yo mismo lo vi salir a caballo, río arriba, a cosa de las cuatro y media, y por cierro que iba furioso…

– Pues ¡añada usted -expuso una criada- que ésta es la hora en que no ha regresado todavía!… ¡Yo vengo del mercado, y no está en él, como todas las mañanas, haciendo la compra para sus operarios de la Sierra!

– Señores, ¡seamos justos!… -exclamó un comerciante de origen burgalés-. ¡Antonio Arregui es incapaz de huir!… Si se marchó ayer tarde fue porque recibió aviso de que… algún malintencionado sin duda… había roto por varios sitios la acequia que mueve los batanes de su fábrica… Pero ¡a aquella hora nadie sabía en el pueblo que ese tal Niño de la Bola se hallase en estas cercanías!

– ¡Lo sabía don Trinidad Muley! ¡Lo sabía la señá María Josefa! -prorrumpieron varios vecinos

– Pues ¡no lo sabía él!… -replicó el comerciante-. Yo le vi al marchar, y sólo pensaba en sus destruidas acequias… En fin, apuesto doble contra sencillo, a que tan luego como se entere de lo que ocurre, lo tenemos de vuelta en la población, resuelto a no dejarse avasallar por nadie… ¡Yo conozco a los riojanos!

La conversación entraba en mal camino, y estimándolo así un viejo, de oficio buñolero, que tenía su tienda en la misma plaza, tocó muy oportunamente otro resorte, y contó que aquella mañana, antes de la salida del sol, había estado don Trinidad Muley llamando más de media hora en casa de su antiguo pupilo, sin conseguir que le contestasen; lo cual probaba que Manuel, al recogerse pocos momentos antes, había dado orden a Basilia (la hermana de Polonia) de no abrir ni responder a persona alguna, aunque echaran la puerta abajo.

– ¡Me alegro! -murmuró a este propósito un discípulo de Vitriolo , dirigiéndose a media voz a sus camaradas-. ¡Así no habrá podido ese fanático de misa y olla acobardar con sus letanías al hijo de don Rodrigo, como lo acobardó la famosa tarde de la rifa! ¡Temiéndome estoy que el Niño Jesús de Santa María de la Cabeza represente demasiado papel en este caso de honra! ¡Los curas no perdonan medio de acreditar a sus santos y de hacer negocio!

El buñolero había seguido entre tanto refiriendo que don Trinidad Muley, cansado de llamar en balde, se retiró a su casa muy entristecido, no sin lamentarse con todos los transeúntes de que las grandes funciones que lo amarraban aquel día a su iglesia le impidiesen prevenir cualquier mal paso de su querido Manuel, y diciendo con sentidas voces: «Espero en Dios y en la Virgen que las buenas almas de la ciudad suplirán mi ausencia de algunas horas…»

– ¡Prevenir! -se aventuró a exponer en voz alta otro discípulo de Vitriolo -. ¡Eso es contrario a la libertad! ¡Reconozco el lenguaje apostólico, incompatible con la Constitución vigente, por más que la previa censura sea muy del agrado del actual Ministerio!

Todos los circunstantes soltaron la carcajada al oír aquella salida de tono, menos el capitán, que refunfuñó despreciativamente una frase ininteligible, y menos el familiar del obispo, que juzgó ya indispensable sembrar allí algunas ideas morales y pacíficas, y lamentó lo mejor que pudo (era vizcaíno, como su ilustrísima, y hablaba mal el castellano) «la gravedad del lance que se le presentaba al señor don Antonio Arregui, cuando tan bien le iba en su matrimonio ; cuando tan contento se hallaba con su fábrica, donde se le veía ir frecuentemente, acompañado de su mujer, de su hijo y de su suegra; cuando la llamada Dolorosa daba muestras de quererle y respetarle tanto, y cuando algún regidor influyente, agradecido a las grandes ventajas que el rico industrial había proporcionado al pueblo, acababa de ofrecerle la vara de alcalde para el año próximo…»

En este momento apareció Vitriolo en la puerta de su botica. La bruja se había escabullido por la puerta del patio.

Todos los mozalbetes rodearon al maestro, no en ademán de veneración o cariño, sino de una cínica confianza que rayaba en burla, diciéndole sucesivamente:

– ¡Buenos días, Palodus !

– ¡Buenos días, Espátulo !

– ¡Buenos días, Panacea !

– ¡Buenos días, Cerato-simple !

– ¡Buenos días, Papaveris-albis !

Estos y otros muchos nombres tenía el ayudante de farmacéutico… Pero el público en general había optado por darle el de Vitriolo .

– ¡Buenos días, morralla ! -contestó el enemigo de Dios, regalando una repugnante risa de su fea y desaseada boca a los insolentes mozuelos.

Y ni saludó al resto del concurso, ni fue saludado por él. No podía darse mayor franqueza ni más desprecio recíproco por parte de todos.

Vitriolo tenía veintiocho años, pero manifestaba cuarenta: ¡tan marchita se hallaba su piel, tan calva su frente, tan arruinada su dentadura, tan encorvado su talle, tan turbio su mirar y tan mermada su vista! Sin rayar en monstruo, lo cual hubiera excitado compasión, sin carecer de hechura humana, ni faltarle ningún remo ni sentido, era de lo más feo que Dios ha criado. Hacía daño a los nervios el extravío de sus ojos; ofendía su sonrisa, hasta cuando no era sarcástica y burlona, y causaban náuseas su color de membrillo y su pelo de muerto, así como su total descuido en cuanto a policía y limpieza. Tenía enormes pies y manos, las piernas un poco torcidas, hundido el tórax, desagradable la voz y apestoso el hálito. Dijérase además que lo vestían sus enemigos, pues su ropa amarillenta y su corbata verde no podían ser menos adecuadas al color de su rostro, por más que tuviesen pintas o manchas de toda clase de pringues y ungüentos. Tal era el atrevido personaje que pretendió a la Dolorosa después que se hubo ausentado Manuel Venegas y antes de la aparición de Antonio Arregui, tal era el misionero de la incredulidad en aquella población de moros bautizados, tal era el inteligente mancebo de la mejor botica de la ciudad (botica cuyo titular y dueño residía casi siempre en el campo); tal era el traidor de nuestro drama.

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