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– Pues ¡hay que ir a esa procesión! -exclamó en el acto la forastera.

– Balcones tengo reservados al efecto, desde mucho antes que pudieran preverse estas barahúndas… -respondió don Trajano-. Iremos a casa de uno de mis labradores.

– ¡No faltaré! -dijeron los ojos de Pepito, quien no podía concebir que Manuel Venegas fuese más interesante que un hijo de las Musas.

– ¡Y también habrá que ir pasado mañana a la rifa! -continuó la madrileña-. El Niño de la Bola no podrá menos de presentarse allí a cumplir su juramento de bailar con la Dolorosa … ¡Deseando estoy conocerlos a los dos!

– Cuente usted con palco principal, o sea con la cueva del mayordomo de la Cofradía -repuso don Trajano, saludando a la prima del marqués.

Y como en aquel momento diese las once el reloj de música que había en el recibimiento, la tertulia se levantó en masa, despidiéndose todos hasta la tarde siguiente, en la procesión; con lo que la forastera se retiró a su cuarto a soñar con no sé qué prestamistas de Madrid; Pepito se fue a su desván a componer versos eróticos a la forastera; los tertulios innominados y mudos se marcharon a descansar del trabajo de haber nacido, y el elocuente señor de Mirabel cayó bajo el brazo secular de su esposa.

Descansemos nosotros también, poniendo para ello fin al libro tercero.

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