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Soledad se levantó.

Arregui no supo qué contestar, y bajó la cabeza desesperadamente.

El público abrió calle, y la forastera condujo a Soledad adonde le aguardaba su atrevido amante.

Este acababa de sacar de la faja lo que había parecido un par de pistolas, y que resultó ser un par de paquetes de onzas de oro. Contó trescientas trece sobre la bandeja que le presentaba un cofrade, y dijo naturalísimamente:

– Sobra media onza. Désela usted a un pobre.

En seguida se volvió hacia Soledad; saludóla, quitándose caballerosamente el sombrero, y, como en esto principiase la música, comenzó también el fatídico baile de aquellos dos seres que no habían cruzado nunca ni una palabra, y que, sin embargo, podía decirse que habían pasado la vida juntos, alentados por una sola alma, subordinados a un mismo destino.

Soledad no bailaba: iba y venía de un lado a otro con los ojos fijos en tierra, como dominada por un vértigo. Manuel no bailaba tampoco: seguía los pasos de Soledad, mirándola codiciosamente, como el sediento mira el agua que va a llegar a sus labios.

Antonio temblaba, con la faz oculta entre las manos, para no ver el ludibrio que se hacía de su amor, tal vez de su honra.

El público guardaba un silencio medroso, que parecía la anticipación del remordimiento.

Detúvose al fin Soledad, como dando por concluida tan espantosa danza, y levantó hacia Manuel unos ojos hechiceros, voluptuosos y malignos, en que se leía toda la carta que le había escrito al amanecer…

Manuel se llegó entonces a su querida con los brazos abiertos, en los cuales se arrojó ella, sin poder dominar el amoroso arrebato de su alma y de su sangre. Recogióla el mísero; la estrechó frenéticamente a su corazón, como el trofeo de toda su vida…, y el mundo y el cielo desaparecieron a la vista de los dos insensatos…

– ¡Socorro! ¡Que la ahoga! -prorrumpió súbitamente la madre, corriendo hacia ellos.

– ¡Asesino! -gritó Arregui, al alzar los ojos y ver lo que pasaba.

– ¡La ha matado! -exclamaron otras muchas personas entre alaridos de indescriptible horror.

Y era que todos habían visto a Soledad ponerse azul, echar sangre por la boca y por los oídos y doblar la cabeza sobre el seno de Manuel Venegas… ¡Era que los más cercanos habían oído crujir endebles huesos entre aquellas dos férreas tenazas con que el atleta, loco, seguía estrechando contra su pecho a la Dolorosa !

¡Y el desdichado, ignorante, sin duda, de que le había dado muerte, miraba entre tanto en derredor suyo, como desafiando al universo a que se la quitara!…

A todo esto, la madre había llegado y pugnaba inútilmente por desasir a su hija de los brazos de aquel león…

Antonio se abalanzaba por su parte al puñal que tenía a los pies el Niño Jesús, y corría hacia Manuel, lanzando aullidos de venganza…

Manuel lo vio llegar; conoció que iba a ser herido; sintió el golpe; pero no hizo nada para defenderse, por no soltar a su adorada…

Sólo cuando el puñal húbole atravesado el corazón, fue cuando abrió los brazos, de donde se desplomó en el suelo el cadáver de la Dolorosa .

Cayeron, pues, juntos los dos amantes, y la sangre de ambos, revuelta y confundida, fue devorada por la sedienta tierra.

La madre, sin sentido, formaba grupo con los muertos.

Antonio volvió a poner el puñal a los pies del Niño Jesús y se entregó voluntariamente a la Justicia.

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