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Nada podemos asegurar todavía sobre estas cosas. El mismo arriero las ignoraba a la sazón, según que dijo después, jurándolo por un puñado de cruces. Lo único que en tal punto y hora sabía era que el martes de aquella semana lo había buscado un fondista de Málaga para que condujese aquel voluminoso equipaje a la ciudad de que va hecha referencia; que el presunto indiano, feriante, contrabandista o salteador de caminos, llevaba ya entonces seis u ocho días de llamar la atención de los malagueños por su bizarro porte y raro y lujoso traje; que el magnífico potro en que ahora viajaba era muy conocido y envidiado en aquella población, como de la propiedad del Marqués de ***, al cual podía muy bien habérselo comprado el forastero, que éste había vivido allí en la mejor fonda, dándose muy buen trato, pero que nadie había ido a visitarle; que en el libro del establecimiento estaba inscrita su entrada bajo el nombre de Manuel Venegas , y que Don Manuel le decían, efectivamente, el amo y los mozos, aunque guiñándose muy luego, como dudando de que tal persona pudiera llamarse de modo tan cristiano; y, en fin, que durante las tres jornadas y media que llevaban de camino, nadie había dado muestras de conocer al misterioso joven, el cual era, por otra parte, de tan pocas palabras y tan fresco y valiente para no contestar a ciertas preguntas, que el arriero no había podido sacar de él más luz que muchos y buenos cigarros a todas horas, mucho arroz con pollos en las posadas y muchos vasos de vino o de aguardiente en cuantas ventas o ventorrillos les iban saliendo al encuentro, cosas tanto más de agradecer, cuanto que el generoso donador no fumaba, ni bebía, ni apenas probaba bocado.

Réstanos hacer una advertencia, y es que, como el cruce de los viajeros procedentes de la capital con los que venían de la ciudad no solía verificarse (según ya hemos dicho) hasta que unos y otros llegaban a aquellas alturas de la Sierra, nuestro joven y su especie de espolique no habían tropezado todavía con nadie el referido sábado, bien que ya comenzasen a oír a lo lejos el monótono cencerreo de una recua y algún que otro rasgo oratorio de arriero, de esos que hacen a las bestias encoger el rabo y salir al trote…

III. HABLA EL CORO

No tardó en aparecer al opuesto confín del reducido paisaje la tribu de jumentos anunciada por tan claros rumores, sobre la cual iban procesionalmente todos los pasajeros que aquel día habían tenido precisión de encaminarse de la ciudad a la capital, dado que entonces era sabia costumbre no hacer este viaje sino formando grandes caravanas, en evitación de tropiezos con la partida de ladrones del Tuerto B, del Chato X, del Manco H, o de cualesquiera otros lisiados por la mano de Dios (que siempre fueron los cabecillas más célebres y temidos). Y aun así, el encuentro solía tener lugar con derrota segura de los confederados viajeros.

Marchaba esta vez al frente de la comitiva una pareja de aceiteros del reino de Jaén, escoltada por muchos burros de vacío, sobre cuyas albardas yacían exánimes y por docenas los desocupados pellejos. Venían luego otros cuatro asnos de la misma recua convertidos en cabalgaduras de dos mujeres de fisonomía, edad y clase me diana s, y de dos hombres por el mismo estilo, uno de ellos con gorra de cuartel, en que brillaba la modesta insignia de subteniente del Ejército, y el otro con medias negras de lana y todo el corte de sacristán o de meritorio del oficio. Seguían unos cuantos mozalbetes (estudiantes, sin duda, que regresaban a la Universidad después de las vacaciones de Semana Santa), los cuales andaban a pie por su gusto y para enredar más, pues allí tenían de sobra caballerías en que subirse; y cerraba la procesión el jefe de los aceiteros, cuya amplia faja debía de contener el producto contante y sonante de la venta del aceite, visto que montaba una mulilla muy vivaracha y retozona, pintiparada para volver grupas y ponerse en salvo al primer barrunto de amigos de lo ajeno. Las dos señoras (que bien merecían este dictado por su gravedad olímpica) iban en sendas jamugas, con sus correspondientes almohadas de cama y la indispensable colcha de percal (para mayor decoro); el subteniente, que era grueso, había tenido que sentarse a mujeriegas en el ancho y tosco aparejo de esparto, por miedo de abrirse hasta la cintura yendo a horcajadas, y el sacristán, en virtud de igual temor, aunque era de menos carnes, había optado por montar un borrico en pelo, del cual ya se había caído dos o tres veces.

Debemos apresurarnos a advertir que ninguno de estos vulgarísimos personajes tiene nada que ver con el presente drama, por más que figuren en él un momento como parte de la masa de gente anónima que los trágicos griegos llamaron coro , y que todavía manotea y canta en nuestras óperas y zarzuelas. Fíjese, pues, el lector, en lo que esos coristas hablen, sin parar mientes en sus insignificantes personas, y se ahorrará muchos quebraderos de cabeza.

– ¡Ya están ahí! -exclamó el sacristán, tirándose al suelo, voluntariamente esta vez, al distinguir la nube de polvo en que venía envuelto nuestro protagonista.

– ¿Quién dice usted que viene, hombre de Dios? -preguntó el militar.

– ¡Los ladrones! ¿No los está usted viendo? ¿No sabe usted que éste es el sitio clásico de los robos?

– ¡Ladrones, doña Paz! ¡Oh, ventura!… ¿No se lo dije a usted? -gritó alegremente uno de los estudiantes, acercándose a la menos fea de las dos mujeres y poniéndose a bailar delante de su burro.

– ¡Ladrones! -¡Jesús me valga! -¡Ave María Purísima! -¡San Antonio bendito! -¡Qué va a ser de mí! -Pues ¿y de mí? -Capitán…, ¡no nos abandone usted! -chillaron alternativamente las dos hembras.

– ¡No lloréis, oh, viudas! ¡Oh, divinidades de barbecho! ¡Oh, Didos abandonadas por dos crueles difuntos en lo más florido y hasta granado de vuestra mayor edad! -añadió otro estudiante-. ¡Vosotras, que tanto jugáis en esta batalla, pedid a Dios lo que mejor os convenga! ¡En cuanto a mí, soy tan desdichado, que ningún bien ni mal pueden hacerme los ladrones!

– ¡Mano a las escopetas! -decía entretanto el subteniente con voz de mando, dirigiéndose a los dos o tres aceiteros que llevaban tales armas.

– ¡Oh…, no! ¡Más vale rendirse!… -gimió el sacristán-. La resistencia equivale a una muerte segura… ¿No es verdad, señoras?

– ¡Muchísima verdad!

– ¡Deténgase usted, comandante!… -gritaron las dos viudas-. ¡Deténgase usted, y sea de nosotras lo que Dios quiera!

– Señoras… ¡No hay cuidado!… -pronunció uno de los aceiteros con cierta sorna-. Cuando nos salgan verdaderos ladrones, yo daré la voz de rompan filas.

– Pues ¿qué gente es aquélla? -preguntó el ascendido milite.

– Allí no viene más… -replicó el trajinante- que un caballero mejor montado que nosotros, en compañía de un mozo de a pie… ¡Me parece que la partida no es para asustarse tanto!

– Pues ¿saben ustedes lo que digo? -exclamó otro escolar, mirando de soslayo al guerrero de profesión-. Que aquel caballero andante es más valiente que todos nosotros juntos, supuesto que viaja menos acompañado.

– ¡Oiga usted! -respondió el subteniente, que era catalán-. ¡Si yo no vengo solo, no es porque necesite el auxilio de botarates como usted!

– ¡Jesús, qué hombres! -exclamó doña Paz, atravesando su burro entre ambos contendientes-. ¡Siempre la tienen a una con el alma en un hilo!

– ¡No tiemble usted, doña Pacecita! -dijo el estudiante insultado, abrazándose a las robustas piernas de la jamona-. Que yo, por evitar a usted un disgusto, soy capaz de los mayores sacrificios de amor propio… ¡Y qué gorda está usted, y que rica!…

– ¡Insolente! -gritó la viuda, arreando su bestia para librarse del escolar-. ¡Si viviera mi Luis, no me vería yo en estos lances!… Espérese usted, doña Antonia… ¡Ay, qué niños! ¡Qué niños!…

A todo esto, el hombre a caballo se venía encima, y pronto se halló a distancia de ser examinado minuciosamente por la gente de la recua, con lo cual dio punto la centésima cuestión que llevaban armada aquel día los imberbes empecatados estudiantes.

– ¡Buen mozo es el viajero! -dijo doña Paz a doña Antonia.

– ¡Demasiado! -murmuró ésta, que se había puesto muy amarilla y que se restregaba los ojos, como no dando crédito a lo que veía…

– ¡Hermoso caballo! -exclamaba por su parte el militar.

– ¡Lo que trae ese hombre -observó un estudiante- es una vestimenta y un sombrero de todos los demonios! ¡Parece un húngaro de los que van a la ciudad a remendar calderas!

– ¡Silencio, imprudente! -repuso el militar-. ¿No ve usted que lo va a oír?

En efecto, el gallardo joven pasaba ya por en medio de la comitiva, a la cual saludó gravemente, llevándose la maro al sombrero y sin articular palabra.

– ¡Buenas tardes!… -¡A la paz de Dios!… -¡Vayan ustedes con Dios!… -contestaron expresivamente los de la ciudad, como muy agradecidos a que aquel encuentro no les hubiese costado caro.

– ¡Salud, caballeros! ¡Vayan ustedes con la Virgen! -respondió el arriero de Málaga, quien, por lo visto, descansaba también de algún miedo.

Entretanto, nuestro buen sacristán había parado su burro, y estaba con la boca abierta viendo alejarse al hombre misterioso… Santiguóse, por último; metió los talones a su cabalgadura y se incorporó a la caravana lleno de espanto.

– Doña Paz…, doña Paz… -dijo entonces-. ¿No ha conocido usted a ése?

– Yo, no… Pero doña Antonia debe de haberlo conocido, y de resultas se ha puesto medio mala… ¿Quién es?

– ¡Es el Niño de la Bola !

– ¡Jesús! -exclamó doña Paz-. ¿Qué está usted diciendo?

– Lo que usted oye…

– Sí…, sí…; tiene usted razón… Pero ¡qué cambiado está!

– ¿Y quién es el Niño de la Bola ? -preguntó el subteniente-. ¿Algún bandido?

– No, señor… Es algo peor que eso ¡Es el demonio en persona, aunque se haya criado en la iglesia…, y precisamente en la parroquia donde yo era sacristán!…

– Explíquese, buen amigo…

– Midan ustedes sus palabras… -interrumpió doña Paz-. Doña Antonia nos está oyendo, y don Bernardino sabe que es tía segunda de la interesada… En fin, ¡el señor me entiende! A mí no me gusta meterme en asuntos ajenos…

– El Niño de la Bola -prosiguió diciendo el sacristán- es el hombre más valiente y más atroz que Dios ha criado… ¡Una fiera, señor! ¡Una fiera en toda la extensión de la palabra!

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