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– Pero ¡voto va deu! -insistió el militar-. ¿Qué ferocidades ha hecho ese hombre? Y, sobre todo, ¿cómo se le permite que ande suelto por el mundo?

– Le diré a usted… Todos creíamos que había muerto… Hace ocho años que se marchó a las Indias, y yo no sé de dónde sale ahora… ¡Buen jaleo se va a mover en la ciudad en cuanto llegue!… ¡Muchísimo me alegro de no encontrarme allí estos días!

– Pero, ¡señor cura!, o ¡señor!…, vamos…, ¡lo que usted se denomine! -replicó el subteniente-. ¡Acabe de reventar! ¿En qué le ha conocido hasta ahora a ese hombre que sea un fiera? ¿Ha matado? ¿Ha robado? ¿Ha pegado fuego a alguna ciudad?

– No, señor… No ha hecho nada de eso… pero es porque no ha querido… ¡Tiene las fuerzas de un Sansón! ¡Bástele a usted saber que él fue quien mató al oso que tantos estragos hacía en toda esta Sierra en tiempos del Rey absoluto!…

– Pues si mató al oso dio muestras de ser un hombre de bien… -repuso el catalán-. ¿Por qué compararlo entonces con el diablo?

– No niego yo que sea hombre de bien… ¡Lo que niego es que sea hombre!… ¿Digo bien, doña Paz? ¡Y cuenta que yo le conozco como nadie, y hasta le he tenido cierto cariño, pues repito que fui sacristán de la parroquia que le sirvió de madre en su niñez… Pero conozco que es un león, un tigre…, una bestia feroz… Y si no, que se lo pregunten a la Dolorosa , o, mejor dicho, a la familia de ésta, ¡pobre Soledad! ¡Buenos ratos le aguardan ahora! ¡La mujer más bonita del mundo!…

– Don Bernardino, ¡cállese usted, por los clavos de Cristo! -interrumpió de nuevo la viuda-. ¡Doña Antonia es tía de Soledad, y nos está oyendo más muerta que viva!… Venga usted a ayudarme a distraerla y consolarla, y después, cuando pasemos del Ventorrillo , donde ya se acaba todo miedo de ladrones, nos adelantaremos un poco y charlaremos cuanto ustedes gusten. ¡Oh, ya verá usted, señor teniente! ¡Don Bernardino tiene razón! ¡En la ciudad van a suceder cosas tremendas con motivo de la vuelta de este monstruo!… ¡Siento no estar allí para presenciarlas! Porque figúrese usted que el Niño de la Bola …, o ese Manuel Venegas, que tal es su verdadero nombre (pues su padre fue un caballero muy principal, aunque muy raro, descendiente, según dicen, de príncipes moros, cuya pícara sangre se le conoce bien a este chico en medio de sus buenos sentimientos), se empeñó en casarse… quiero decir, se enamoró perdidamente…

– Señora, ¡cállese usted, por María Santísima! -interrumpió a su vez don Bernardino-. Doña Antonia no hace más que mirarnos, y la pobre está que da lástima verla…

– Dice usted bien… Voy a acompañarla… ¡Luego se lo contaré yo a usted todo, mi subteniente! Entretanto, señor don Bernardino, véngase a mi lado, no sea que vaya usted a aprovechar la ocasión para destriparme el cuento… ¡Espérese usted, Amoñita! ¡Arre, Piñón !

* * *

No creemos que el lector tenga empeño alguno en oír de labios de doña Paz la historia de los primeros veinte años del Niño de la Bola relatada en el embrollado estilo de que la impetuosa viuda acaba de darnos elocuente muestra… Preferimos, pues, narrarla por nosotros mismos, con referencia a todos los datos que poseía el público, después de lo cual correremos en seguimiento de nuestro héroe, a fin de acompañarlo en el remate de su jornada, y llegar con él a la famosa ciudad que fue su cuna, y donde iba a desenlazarse el perpetuo drama de su vida.

Conque digamos adiós al subteniente, al sacristán, a las viudas, a los estudiantes y a los aceiteros, de ninguno de los cuales hemos de volver ya a tener noticias hasta que nos los encontremos el día del Juicio en el famoso Valle de Josaphat.

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