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EPÍLOGO

I. LLEGADA DE DESAIX A MARENGO

De buena gana hubiéramos terminado esta obra con el capítulo anterior… Nada habría perdido en ello la dignidad del género humano (en cuanto pueden representarla personajes tan imperfectos y oscuros como Manuel Venegas y la Dolorosa ), y mucho nos lo hubieran agradecido nuestros lectores predilectos…, que, si no son los más sabidos y leídos, tampoco son los de peor alma.

Pero hoy no tenemos la libertad discrecional del novelista: hoy somos esclavos de unos hechos desgraciadamente reales y positivos, y, por tanto, nos vemos en la dura obligación de referir aquí el trágico suceso que llenó de luto la ciudad aquel inolvidable día, y que sobrepujó a los deseos del mismo Vitriolo y a las aficiones románticas de la forastera.

No creáis, sin embargo, que la indicada catástrofe contradijo en el fondo, ya que sí en apariencia, el saludable concepto final que, a nuestro juicio, se desprende de lo que llevamos narrado hasta ahora. Antes bien, le sirvió de comprobación inmediata, demostrando cuán en lo cierto estuvo don Trinidad Muley al decir a Manuel Venegas, luego que se enteró de que había perdido la fe religiosa (cuya restauración por el sentimiento apenas se había iniciado después de su pobre alma): «¡Ya serás del último que llegue!…» Esto es: ya no tendrá para ti más autoridad el bien que el mal; ya no servirá de límite a tu soberbio albedrío el angosto cauce de la obediencia ; ya caerás en todos los abismos que te atraigan.

Pero dejémonos nosotros de estas filosofías o teologías, cuyo esclarecimiento no nos incumbe, y, reduciéndonos al humilde oficio de narradores de hechos consumados, volvamos a aquella Plaza de la ciudad moruna, de donde acaba de salir para su voluntario destierro nuestro inculto y apasionado protagonista.

Poquísima gente quedaba ya en ella. Antonio Arregui, cuya austeridad de carácter conocemos, no había tardado en alejarse de aquel sitio, rehuyendo conversaciones ociosas o dañinas.

Don Trinidad Muley había hecho lo propio, anunciando que iba a meterse en la cama, pues con tantas fatigas y emociones, aumentadas por el dolor de ver partir para siempre a su adorado Manuel, sentíase muy mal, y creía que estaba amenazado de un tabardillo. El septuagenario capitán le dio el brazo y se marchó con él, jurando no volver más a la puerta de la botica. Y con todo esto, se disolvió el concurso, y cada cual tornó a sus quehaceres ordinarios, despidiéndose, empero, unos de otros, «hasta la tarde, en la rifa», no obstante el escaso interés que ya les ofrecía la fiesta.

En cuanto a Vitriolo , cualquiera habría dicho que una especie de vértigo lo dominaba, pues no hacía más que dar vueltas y vueltas en la trasbotica, mirando al suelo, como si invocase al infierno, mientras que sus labios proferían imprecaciones tan espantosas y repugnantes contra Soledad, contra Antonio, contra Manuel, contra el capitán y contra el cura, que, de todos sus discípulos, solamente uno le seguía fiel y le acompañaba. Los demás se habían marchado en pos del ideólogo Paco Antúnez, proclamando que no querían servir de juguete a viles pasiones; que ellos eran incrédulos, pero no criminales, y que harto claro veían que el desalmado farmacéutico, más que adversario de la fe en Dios, era enemigo de la especie humana, y muy particul armen te de aquellos individuos que se interponían entre él y la Dolorosa , contra la cual continuaba sintiendo todos los furores del amor y la desesperación.

Al único discípulo que permanecía fiel a Vitriolo lo conocemos ya moralmente, por un conato de fechoría que el capitán estorbó la tarde antes echándole mano al pescuezo en la calle de Santa Luparia. Filemón se llamaba aquel celoso voluntario de la maldad, cuyo nombre de pila ha conservado la Historia por la odiosa resonancia que al cabo logró esta otra tarde, y si no conserva también su apellido, como el de Juan Bautista Drouet, débese a la sencillísima razón de que nuestro inmundo personaje era expósito.

– ¡Cálmate, Vitriolo ! -decía Filemón a su maestro-. ¡Yo no te abandonaré jamás, como esos traidores que se han ido con Paco Antúnez! ¡Yo tengo también en el alma mucha amargura que escupir al mundo, y te seré fiel hasta la muerte!

– ¿Qué me importa? -chilló el miserable, llorando, no lágrimas, sino verdadero vitriolo-. ¿Crees que lloro porque esos necios me han abandonado? ¿De qué me estarían sirviendo ahora? ¿De qué puede servirme ya nadie? ¿De qué me sirve la vida? ¡Mi llanto es de cólera contra la imbecilidad y cobardía de todos los hombres!

En este momento llamaron al mostrador.

Filemón se asomó, y dijo a Vitriolo :

– Sal a despachar.

– ¡No despacho! -respondió el farmacéutico.

– ¡Mira que es la Volanta !…

– ¡Ah! ¡La Volanta ! ¡Que entre! ¡Que entre! ¡Es el último recurso que me queda!

La bruja entró jadeante, sin aliento, bañada en sudor, y se dejó caer en una silla. En sus verdes ojos relucía tanta perversidad en acción, que Vitriolo columbró un rayo de esperanza. Diole, pues, a falta de aguardiente, un poco de espíritu de vino con agua y jarabe, y le dijo en son y estilo de cómitre:

– ¡Vamos pronto! ¡Desembucha! ¡Tú tienes algo que contarme!

La Volanta miró a Filemón.

– ¡Descuida! -añadió Vitriolo -. ¡Éste es de los buenos, y podrá ayudarnos si hay algo que hacer! Conque ¡habla!

– ¡Deja que pueda respirar!… -resolló al fin la vieja-. Vengo reventada de correr detrás de ese demonio…, y lo peor es que no he conseguido que oiga mis gritos.

– ¿De quién se trata?

– ¿De quién se ha de tratar? ¡Del Niño de la Bola !

– ¡Cómo! ¿Tú deseabas hablarle? ¿Tenías acaso algo que decirle? ¿De parte de quién?

– ¡Conque no has observado nada! ¡Conque no me viste cuando me acerqué a él y se atravesó el cura!… ¡Me alegro! ¡Así te cojo más de nuevas, y me pagarás mejor mi secreto!

– ¿Qué secreto? ¡Dímelo pronto, ruin hechicera, o te estrujo hasta sacártelo!

– ¡Así me gusta a mí la gente! ¡Con entrañas! Dame otro poco de esa bebida, ¡que está buena!… Pues, señor: recordarás que esta madrugada me fui de acá cerca de las cuatro, después de referirte lo que ocurría en casa de Manuel, a contárselo a Soledad, quien me aguardaba para salir de dudas acerca de si se iba o no se iba hoy del pueblo su antiguo amante. También era mi objeto decir a Antonio Arregui, por consejo tuyo, que su suegra y su hijo estaban pasando la noche en casa de Manuel Venegas.

– Bien, ¿y qué? ¡No me desesperes!

– ¡Vamos despacio, que no soy costal! Llegué a casa de la Dolorosa , que lo tenía todo preparado para que me abrieran la puerta sin que lo notase su marido… (¡Una vez dentro, no había cuidado; pues, como duermo allí muchas noches, mi presencia en la casa no podía chocar a nadie!) El bueno de Antonio no se había desnudado, y estaba abajo, en su despacho, paseándose como un basilisco, a causa de haber recibido a prima noche contestaciones muy agrias de su mujer (quien, como sabes, lo domina completamente), sobre si ésta había llorado o no había llorado en la procesión… Es decir, que, por medio de aquella pelea, había conseguido la muy pícara lo que deseaba, que era desterrar al pobre marido de la cama de matrimonio, a fin de esperarme sola… y dispuesta a todo… Con este mismo objeto había hecho que la madre se llevase a su casa el niño, diciendo que aquél era el mejor modo de destetarlo…

– ¡Acaba, con cinco mil demonios!

– ¡Allá voy, hombre! ¡Allá voy! Pues, señor: encontré a doña Dulcinea metida en la cama, con muchos encajes y moños, según costumbre, pues es presumida y orgullosa hasta cuando duerme, y con dos ojos abiertos como los de una lechuza, aguardando las noticias que yo debía de darle sobre su adorado tormento. ¡Siempre te dije que la Dolorosa no había nacido para mujer de bien! ¡Es hija de Caifás , y basta! ¡La triste comida que me da, en cambio de las fincas que me robó su padre tengo que tragármela revuelta con mis burlas o insultos acerca de mi afición a beber una gota de lo blanco, y, desde que no vive con su madre, la mayor parte de los domingos se queda sin misa!…

– ¡Lo mismo haces tú, y las dos hacéis bien!

– Pues atiende, que ahora entra lo bueno. «¡Ay, Lucía! ¡Cuánto has tardado! -me dijo al verme-. ¿Se va el pobre Manuel? ¿Nos dejará vivir en paz? ¿Lo ha convencido el cura?»

– «Ahora mismo acaba de convencerlo -le respondí- y creo que marchará hoy por la mañana.» «¡Hoy por la mañana! -gritó hecha una loca-. ¡Eso no puede ser!… ¡Tú no sabes lo que te dices!…» Contéle entonces todo lo que había presenciado en casa del mozo, y, según yo le iba hablando, ella se ponía unas veces muy afligida y otras muy furiosa, hasta que al fin se tiró de la cama, hecha un sol… (¡porque lo que es a mujer y a bonita no le gana nadie!), y me dijo, dándome un abrazo tan apretado como si yo hubiera sido él: «Lucía, ¿cuento contigo? ¿Puedo fiarme de ti? ¿Puedo poner en tus manos mi vida y mi honra?» ¡Figúrate lo que le contestaría! ¡Ya la tenía agarrada para siempre!… Así es que no omití medio de tranquilizarla acerca de mi lealtad. Púsose entonces un vestido blanco: se calzó las chinelas, y comenzó a escribir a toda prisa…

– ¡Dame esa carta! -prorrumpió Vitriolo -. ¡No tienes que decirme más! Adivino el resto… La carta es para Manuel Venegas, y tú no has podido entregársela por más que has corrido… ¡Has hecho bien en traérmela! ¡Dámela ahora mismo!

– ¿Qué significa eso de dámela ! -replicó la bruja-. ¡Antes tenemos que ajustar cuentas!

– ¡Dame la carta! -bramó Vitriolo , fuera de sí.

– ¡Ca! ¡No te la doy! Si no he logrado entregársela a Manuel, ha sido porque Soledad empezó y rompió tantos papelotes antes de escribir éste, que, cuando salí a la calle, después de hablar con Antonio, eran ya las cinco y media, y el cura no me ha dejado después acercarme a su protegido… Pero ¡entregártela a ti!… ¡Qué disparate! ¿No ves que en esta carta tengo un capital?… ¡Figúrate cuánto dinero me dará Soledad por recogerla! Ahora, como no sé leer, necesito que tú me enteres de su contenido, para calcular qué punto compromete a doña Zapaquilda.

– ¿Quieres que se la arranquemos? -preguntó el expósito al boticario.

La vieja saltó como una víbora, y sacó una navajilla, diciendo:

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