– Descuida, maestro, descuida. Sé lo que tengo que decir… -respondió Filemón, dándole la mano-. Hasta la tarde, si es que alcanzo hoy a Manuel Venegas. Y si no le alcanzo hoy, ¡iré en su busca al fin del mundo!
– ¡Eres todo un hombre! ¡Cuando yo falte, tú heredarás mi magisterio! -exclamó Vitriolo , acompañándole hasta la puerta de la botica y abrazándole paternalmente.
Y luego que lo vio desaparecer, añadió con acento lúgubre:
– ¡Soledad! No dirás que te olvido… Tú echaste mi carta a un perro para que la comiera… ¡Yo he echado la tuya a un tigre furioso!… ¡Estamos en paz, alma de mi alma!
Aquel mismo sol cuyos matutinos rayos habían alumbrado la solemne y conmovedora partida de Manuel Venegas, continuaba a las tres y media de la tarde la majestuosa marcha, llevando en pos de sí las horas póstumas y sobrantes de un día al parecer ya inútil, cuyo interés y juicio histórico dieron por concluidos tan de mañana todos los habitantes de la ciudad.
Obedeciendo, empero, la mayoría de éstos a la ley de inmemoriales costumbres, habían acudido, después de comer, a aquel anfiteatro de amarillos cerros, cuajados de habitadas cuevas, donde, como todos los años en tal fecha, debía celebrarse el baile de rifa del Niño de la Bola, y donde ocho años antes tuvo lugar la fatal subasta en que el hijo de don Rodrigo fue derrotado por don Elías Pérez.
No sólo este acaudalado sujeto, sino otros muchos ricos y pobres de los que allí vimos, habían muerto desde 1832 a 1840. En cambio, innumerables niñas y niños de entonces eran ya mujeres y hombres hechos y derechos; muchos solteros y solteras se habían casado y tenían hijos, y no pocos padres y madres a quienes conocimos frescos y buenos mozos, figuraban ya entre los viejos y los abuelos… Por consiguiente, el cuadro venía a ser el mismo, a primera vista y en conjunto, aunque hubiese variado en individuales pormenores.
Allí, en efecto, había, como antaño, clérigos y cofrades, soldados y bailadoras, señores y plebe: allí se veían, a la puerta de las oscuras cuevas, hileras de sillas ocupadas por lujosas damas y endomingados caballeros: allí resaltaban, a la luz del sol, los animados colorines de los pañuelos y sayas de criadas y labriegas, los pintarrajados chalecos y fajas encarnadas de los hombres del pueblo, las medias blancas de trabilla de los que llevaban calzón corto, los refajillos colorados de las niñas pobres y descalzas que no tenían vestido, y las cobrizas carnes de los chicuelos que no tenían ninguna ropa…
También se veía allí, sobre una mesa con mantel de altar, la reluciente figura del Niño Jesús, adornada con todas las alhajas que le había regalado pocas horas antes Manuel Venegas, cuyo puñal indio, de pomo de oro con piedras preciosas, seguía a los pies de la bella efigie, como pintan al dragón del pecado a los pies de la Virgen María.
Las gentes contemplaban llenas de asombro y curiosidad, y muy reconocidas al cielo, aquellas valiosas ofrendas de la mayor ira, trocada de pronto en cristiana mansedumbre… Indudablemente, la idea de este maravilloso cambio llenaba, en la imaginación de tanto morisco ganoso de emociones extraordinarias, el vacío resultante de la transacción llevada a término por la caridad de don Trinidad Muley. ¡Habíase frustrado la tragedia, pero quedábales un poema religioso!
Sin embargo, y aunque difícilmente hubieran podido explicar la causa, hallábanse desanimados y tristes… Acaso les acontecía lo contrario que a Manuel Venegas, y así como él tenía caridad sin fe , ellos tenían fe sin caridad … O puede que todo consistiera en que los canónigos, a quienes se aguardaba para empezar la fiesta, no habían llegado todavía, o en que también faltaba de allí nuestro amigo el veterano capitán, que solía ser el gran jaleador del baile y de la rifa, o en que había cundido la infausta nueva de que don Trinidad Muley se hallaba enfermo en cama con una fuerte calentura, y había llamado a un escribano para hacer testamento, como cesionario de la mayor parte de las riquezas de su antiguo pupilo.
La llegada de don Trajano y de la forastera, seguidos de doña Tecla, de Pepito y otros tertulios, alegró algo a los demás concurrentes, quienes, como de costumbre, pasaron minuciosa revista al traje, al peinado y a los adornos de la elegantísima prima del marqués, tratando de aprendérselo todo de memoria.
Muy hermosa y gallarda iba, a la verdad, aquel día, con su vestido de gro celeste y su mantilla de blonda negra, que más bien servían de realce que de disfraz a las arrogantes líneas de su cuerpo; pero inútil era que las beldades del país tratasen de copiar lo que en aquella mujer de raza, educada por las sílfides de la moda, constituía ya segunda naturaleza.
Tampoco fuera oportuno que nosotros nos detuviésemos en este acelerado epílogo a relatar todo lo que hablaron allí la madrileña, don Trajano y Pepito acerca del chasco dado por Manuel a la expectación pública. Sólo diremos que la deidad proclamó repetidas veces que aquel desenlace había sido muy frío , y que, si como cristiana se felicitaba íntimamente del buen término del asunto, como artista no podía menos de declarar que todo aquello era prosaico y vulgarísimo, y nada propio de un héroe llamado Niño de la Bola .
– En fin… -concluyó diciendo-, ¡el drama no ha resultado romántico!
– ¡Tiene usted más razón de lo que se figura! -contestó el señor de Mirabel-. ¡Para drama romántico le faltan tres o cuatro crímenes! En compensación… usted misma lo ha dicho: su desenlace ha sido eminentemente cristiano.
– ¿Y qué tiene que ver el arte con el cristianismo? -replicó la sabia forastera.
– El arte romántico, ¡nada! -expuso el jovellanista-. Precisamente es hijo de la soberbia y la impiedad, y no admite más culto que el de la mujer y el de la venganza… ¡Los románticos son idólatras de sí mismos, de sus pasiones, de sus afectos, de sus amarillentas adoradas y de otras pobrezas terrenales ejusdem jurfuris !
– Don Trajano debe de tener razón… -observó el hipócrita Pepito-; pues por ahí se dice que los más irritados con la solución amistosa del tal drama son los incrédulos de la botica.
– ¡Terrible gente! -respondió el jurisconsulto, alzando mucho las cejas-. A mí no me asustan los milicianos nacionales… ¡Ya vieron ustedes ayer qué entusiasmados y devotos iban en la procesión!… ¡Estos progresistas son buenos en el fondo! Pero ¡esa gentecilla nueva, que no cree en la divinidad de Jesucristo, representa un gran peligro para el porvenir!
– Oye una palabra, Trajano…, con permiso de los señores. -dijo en esto aquel otro viejo, también moderado jovellanista, que la tarde antes vimos con él en un balcón.
Y arrimando la boca al oído del discípulo de Moratín, añadió lo siguiente.
– ¡Esa gentecilla que dices, es nuestra legítima heredera!… Nosotros, con todos nuestros pergaminos y sangre azul, fuimos, cuando jóvenes, partidarios de la Razón , del Buen Sentido , y hasta de aquel Ser Supremo que sustituyó al antiguo Jehová ;… ¿No te acuerdas?
Y al hablar de este modo, el viejo se reía.
– ¡Eso no se dice! -gruñó don Trajano de muy mal humor.
– Te lo digo a ti…
– ¡Ni a mí tampoco! ¡Ni a ti mismo!… Y verás cómo, con el tiempo, te acostumbras a creer que tienes otras ideas .
Peliagudo se había puesto el negocio cuando quiso Dios que llegaran a la rifa Antonio Arregui y la Dolorosa , cortando con su presencia aquella y todas las conversaciones pendientes, muy menos interesantes que las mismas personas que les servían de asunto.
Antonio iba sumamente descolorido y turbado, pero más obsequioso que nunca con su mujer, como haciendo público alarde de dicha o buscando una verdadera reconciliación.
Soledad no parecía la misteriosa esfinge de siempre. Por el contrario, mostrábase inquieta, miraba a todos lados, y sus ojos no eran ya mudos abismos llenos de sombra, sino volcanes de amor en actividad… Dijérase que el preconcebido adulterio acechaba desde ellos a la honradez para herirla por la espalda.
Vestía de blanco como una novia, sin que su elegancia y donaire tuviesen nada que envidiar a la forastera. Una toca negra de encaje hacía resaltar dulcemente la blancura de su muy descubierta garganta, así como los hilos de perlas que le servían de brazalete pardeaban al querer competir con sus nevados brazos. Estaba hermosísima: la tentación no se mostró nunca en más temible forma.
No al lado de su adorada hija, sino al lado de Antonio Arregui, habíase sentado la señá María Josefa, muy acabada por aquellos dos días de mortal zozobra, pero aún vigilante y en la brecha, como si la alarmasen tristes presentimientos. Honor y dechado de un sexo que tan desventajosa representación tiene en esta reducida historia aquella noble mujer, que no admitió, cuando moza, los amorosos obsequios de su millonario señor sino con el debido aditamento de su mano y de su nombre; la que después hemos visto esposa fiel, paciente y trabajadora; la madre amantísima; la amiga de los necesitados, no podía menos de hallar, y halló efectivamente aquella tarde, miradas de compasión y reverencia en otras mujeres de bien; condigno premio de un largo heroísmo; elogio fúnebre, no muy anticipado por cierto, de la que había de morir a los pocos días.
Llegaron, al fin, los canónigos, justificando su tardanza con la solemnidad de las Vísperas que acababan de rezar en conmemoración de no sé qué difunto monarca, vencedor de los mahometanos, e inmediatamente comenzó la rifa, seguida del baile; este último, al son de instrumentos moriscos, o sea de guitarras, platillos, carrañacas y castañuelas, como antes de la Conquista.
Las parejas de danzanines no se concertaron en virtud de puja, sino espontáneamente, formándolas, por tanto, mozas y mozos de la clase baja, al tenor de sus inclinaciones, de donde sólo hubo que admirar el rumbo de tal o cual refajona metida en carnes y de coloradas mejillas que se movía como una peonza, o las primorosas y continuas mudanzas con que la obligaba algún pinturero bailador de zapatos blancos.
Respecto de la rifa, era mucho menor el interés del señorío , pues no se subastaba otra cosa que los hilos de marchitas uvas, las tortas de pan de aceite y las panojas de arrugadas peras, manzanas, todo allí de manifiesto, que habían regalado los devotos al Niño Jesús.
De esta manera llegaron las cinco de la tarde, y ya se disponían a regresar a la ciudad algunas familias acomodadas, entre ellas la de Antonio Arregui, cuando de pronto se notó en las más distantes y encumbradas cuevas una vertiginosa agitación, acompañada de gritos de mujeres y niños que decían: