Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¡En cuanto al marido de Soledad -exclamó con enfático tono-, hay que reconocer que es un valiente! ¡Ya vieron ustedes lo que hizo ayer! ¡Ir, sin quitarse las espuelas, a la ermita de Santa Luparia en busca del célebre matón, a quien don Trinidad Muley había escondido en una especie de escaparate! Yo no dudo de que cuando sepa, como ya lo sabrá a estas horas, que su madre política y su hijo han pasado la noche en casa del amante de su mujer, vendrá a pedir satisfacción a éste, y echará por tierra todas las artimañas del f anat ismo y la cobardía.

Muchas personas se apartaron muy disgustadas de aquel energúmeno, y fueron en busca de otros corrillos donde se comentasen más piadosamente las maravillosas y ya públicas escenas ocurridas aquella noche en la antigua Casa del Chantre . Pero Vitriolo no se desconcertó, sino que, riéndose de los que le dejaban, continuó hablando de esta manera.

– ¡Por supuesto que Antonio Arregui irá de todos modos esta tarde a la rifa a recoger el guante de su rival! Así lo juró ayer, cuando se enteró de que el hijo de don Rodrigo tuvo anteanoche el atrevimiento de ir a llamar a la puerta de su casa, estando él en la Sierra… ¡Lo sé de muy buena tinta! Por consiguiente, si el Niño de la Bola , el de las amenazas de hace ocho años, se marcha del pueblo sin acudir a la palestra, tanto peor para su honra y su fama. Verdad es que puede que todavía ignore nuestro pobre paisano -y se le haría un gran favor en contárselo- que Antonio Arregui fue ayer tarde a buscarle, en son de desafío, a la capilla de Santa Luparia… En fin…, ¡honor es de este pueblo que el asunto no se haga tablas de la manera indecorosa que se propone Muley! ¿Qué dirían los riojanos si el héroe de la ciudad huyese de uno de ellos? ¡Dirían que los andaluces no tenemos sangre en las venas!… Y todo, ¿por qué? Porque los curas han sorbido los sesos a una especie de salvaje medio loco y cargado de millones, con la intención de sacarle el dinero. ¡Digo a ustedes que me abochorno de tan groseras supercherías!

– ¡Y yo me abochorno de que usted vista el uniforme de persona humana! -exclamó el capitán, que había llegado momentos antes-. ¡Usted es un bicho!

Vitriolo se echó a reír.

– ¡No se ría usted! -añadió el veterano, temblando de cólera-. ¡Mire usted que hoy vengo resuelto a aplastarlo si no deja de corromper el aire con sus viles calumnias!

– ¡Amenazas y todo! -replicó el boticario despreciativamente-. ¿Lo han comprado también a usted? ¿Le ha tocado alguna joya de las regaladas al Niño de madera? Pues ¡me alegraré de que la disfrute!

Y le volvió la espalda, asustado de lo que acababa de decir.

– ¡Lo que me ha tocado va usted a verlo ahora mismo! -rugió el capitán- ¡Tome usted en nombre del Ejército!

Y arrimó al insolente materialista un soberano puntapié en la parte más vil de su materia animal…

El pobre ateo se llevó las manos a la parte contusa y huyó diciendo:

– ¡Ah! ¡Lo de siempre! ¡El militarismo, el cesarismo, la fuerza bruta, el brazo secular de la tiranía!

– No ha habido tal brazo , mi buen Papaveris … -dijo Paco Antúnez, negándole el auxilio que fue a pedirle-. ¡La caricia ha sido con el pie , de las buenas!

Y se alejó de él desdeñosamente.

Este lance, que hizo reír mucho a cuantos lo presenciaron, fue como la señal y comienzo de la gran derrota que había de sufrir Vitriolo aquella inolvidable mañana a la vista de todos sus discípulos.

Decímoslo, porque en tal momento comenzaron a salir de casa de Manuel las famosas cargas de equipaje, precedidas del arriero de Málaga, el cual estaba contentísimo, creyéndose ya camino de las Indias.

La emoción del público al ver aquella prueba material de que Manuel se iba, de que don Trinidad había triunfado, de que la fiera perdonaba…, fue grandísima, al par que noble y jubilosa, con muy escasas excepciones.

– ¡Manuel se va! -decían unos-. ¡Don Trinidad no tiene precio! ¡Eso es lo que se llama un buen cristiano!

– ¡Manuel se va! -exclamaban otros- ¡La verdad es que este desenlace tiene algo de prodigio!

– ¡Los Venegas fueron siempre así! -expuso el viejo buñolero de la plaza- ¡Parece que poseen el don particular de entusiasmar al pueblo! La mañana de hoy me recuerda aquella otra en que don Rodrigo salvó los papeles de don Elías del incendio que nadie quería apagar… ¡Todos aplaudimos entonces sin saber por qué…, y ya está pasando ahora lo mismo!… ¡Miren ustedes! La gente llora…, los chicos bailan de contento…, las mujeres se asoman a los balcones… Voy a avisar a la mía.

– ¡Lástima de dinero que sale de la ciudad! -decían al mismo tiempo los de otro corrillo, aludiendo a las tres voluminosas cargas-. ¡Cuidado que ahí caben onzas!

En el ínterin, Vitriolo , olvidado de su percance, como se olvida el general de sus heridas hasta que concluye la batalla, acercábase desesperado y medio convulso al triunfante arriero, y le preguntaba con indecible angustia:

– ¿A qué hora se marcha su amo de usted? ¿Tardará todavía algo? ¿Habrá tiempo de hablarle cuatro palabras?

– ¡Qué ha de haber, hombre! -respondió el malagueño con descompasados gritos-. ¡Lo que hay en este pueblo es un cura que vale más que Dios!

Y quitándose el calañés, y tremolándolo por alto, exclamó en medio de la plaza, con un fervor y un gracejo indescriptibles:

– ¡Caballeros!… ¡Viva don Trinidad Muley!

– ¡Viva! -respondieron calurosamente más de mil voces.

Y tampoco faltó quien convidara en el acto a aguardiente y buñuelos al señor Frasquito Cataduras, en pago de la «justicia que acababa de hacer a uno de los hijos ilustres de tan calumniada ciudad».

Desde aquel instante, la batalla estaba completamente perdida para Vitriolo . Todo el público era de nuestro amigo el cura, aplaudía su obra, respiraba la grata atmósfera del bien, daba su sanción a la pacífica retirada de Manuel Venegas.

Y tal fue el momento en que el infortunado amante de Soledad apareció a caballo en la puerta de la que tan pocas horas había sido su casa.

Un murmullo de honda conmiseración lanzó la apiñada muchedumbre.

Manuel avanzaba rígido, cárdeno, silencioso mirando al cielo, por no mirar al mundo, y acompañado de don Trinidad Muley, quien marchaba a pie a su derecha, y le dirigía de vez en cuando alguna palabra consoladora.

Era, exactísimamente, el luctuoso cuadro de un reo marchando al patíbulo.

El gentío empezó a saludarlo con cierta cortedad, según que iba pasando por delante de cada grupo; pero al cabo de unos momentos se descubrieron todos de golpe, como cuando se está en presencia de un rey.

Ocurrió entonces un incidente en que repararon muy pocos. La célebre Volanta trató de acercarse a Manuel Venegas por el lado opuesto al que iba don Trinidad, y aun se vio en sus manos un papel, que pudo suponerse una petición de limosna. Pero el sacerdote, que lo observó, pasóse con rapidez a aquel lado, y miró y habló a la indigna vieja con tal furia, que la hizo huir y esconderse entre la apiñada muchedumbre.

Manuel no advirtió nada, sino que prosiguió su marcha triunfal, mudo, inmóvil, indiferente, clavado en el caballo, como el cadáver del Cid, y ganando, como él, aquella batalla póstuma a que no asistía su espíritu.

De este modo pasaba ya por delante de la puerta de la botica, no sin profundo dolor de Vitriolo , que iba a encerrarse en ella con su derrota, cuando se notó gran agitación al otro lado de la Plaza, y viose que Antonio Arregui, lívido de furor, corría primero hacia la casa en que Venegas había vivido, y luego en seguimiento de él, indicado que le hubo alguna persona de mal corazón que aquel jinete era el enemigo a quien buscaba.

Pero don Trinidad estaba en todo; y abandonando a Manuel, voló al encuentro del indignado Arregui, al cual -justo es decirlo- detenían aquella vez otras muchas personas bien intencionadas, de cuyas manos iba desasiéndose a duras penas.

Pocas palabras bastaron a don Trinidad para explicar a Antotonio cómo y por qué su suegra y su hijo habían pasado la noche en casa del indiano , y pocas también para convencerle de lo extemporáneo, y hasta sacrílego, del paso que quería dar, provocando a un hombre arrepentido y valeroso, que huía ya del combate, por creerlo injusto, criminal y temerario, y se marchaba para siempre de su patria.

Arregui quedó absorto al hacerse cargo de aquellas inopinadas novedades; y como tenía mucho y excelente corazón, y don Trinidad era el gran hombre que ya conocemos, y el mudable público echaba aquel día todo su peso en el platillo del bien, ocurrió una cosa que de otro modo hubiera sido incomprensible…

Pero digamos antes qué le había pasado entre tanto a Manuel Venegas.

Tan luego como don Trinidad se apartó de él, corrió a reemplazarle Vitriolo , el cual tuvo la audacia de coger la brida y parar el caballo, mientras que alargaba la otra mano al Niño de la Bola y le decía a media voz:

– ¡Buen viaje, vecino! ¿No quería usted conocer a don Antonio Arregui! Pues ¡ahí detrás lo tiene luchando con el señor cura, que no puede ya sujetarlo! ¡Parece que el riojano viene de mano armada contra usted!

El aborrecido nombre del marido de Soledad despertó a Manuel de su estupor y le hizo oír las demás palabras de Vitriolo. Volvió, pues, rápidamente el caballo, y preguntó, echando fuego por los ojos:

– ¿Cuál? ¿Cuál es?

Y se encontró con don Trinidad Muley, que tornaba ya en su busca, diciendo con majestuoso acento:

– ¡Hijo mío, completa tu obra!… Acuérdate de lo que hemos hablado… Aquí tienes a don Antonio Arregui… Te suplico que le pidas perdón…

Arregui estaba dos o tres pasos más atrás, altivo, digno, dispuesto a todo, bien que admirando aquella noble, hermosa y dolorida figura, que veía por vez primera, y compadeciendo acaso tan inmerecido infortunio.

Manuel contempló amargamente al esposo de Soledad, y vaciló algunos instantes entre los dos tremendos abismos que volvía a presentarle la desventura.

Reinó, pues, en toda la Plaza un hondo silencio, preñado de horrores. Los segundos parecían siglos.

– ¡Piensa en mí! ¡Piensa en quién eres! ¡Piensa en don Rodrigo Venegas! ¡Piensa en el Niño Jesús! -murmuró don Trinidad, levantando hacia el joven las abiertas manos en ademán de plegaria.

Manuel tembló de pies a cabeza, como si, al renunciar a su última y suprema arrogancia, renunciase también a la vida, y, quitándose respetuosamente el sombrero, saludó al hombre a quien había jurado matar.

39
{"b":"88499","o":1}