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Ahora bien: todas aquellas palabras de cariño, todos aquellos piadosos consejos, todas aquellas solemnes apariciones, todas aquellas tiernas súplicas, todas aquellas dulces lágrimas, todos aquellos paternales enojos, no podían menos que haber ablandado el corazón de la fiera… Por eso, sin duda, gemía en medio de su rabia, como el león herido; por eso batallaba tanto consigo propio, y por eso, y no por otra cosa, lo dejaba solo don Trinidad Muley, viendo clarísimamente que ninguno de sus esfuerzos por vencerlo había sido inútil; que todos estaban obrando en el rebelde espíritu del joven, y que este espíritu vacilaba, temía, emprendía la fuga, tornaba a la pelea, retrocedía de nuevo, y podía acabar por rendirse de un momento a otro… Pero ¡ay del bien! ¡Ay de la paz! ¡Ay de la caritativa empresa del digno párroco si el joven no se rendía en tan extrema lucha! ¡Entonces no habría ya esperanza de salvación!

Largo tiempo (¡son tan largas las horas de la agonía!) duró este combate entre la soberbia y la humildad, entre la ira y la paciencia, entre la pasión y la virtud, entre el amor propio y la abnegación, entre el egoísmo y la caridad, entre la bestia y el hombre.

A eso de las dos, Manuel no se paseaba ya, ni rugía, ni se quejaba… Solamente lanzaba de tarde en tarde hondos suspiros, que también cesaron al poco tiempo…

Don Trinidad no podía ya distinguir en qué parte de la habitación estaba el joven, ni si se había sentado, ni si por acaso se había dormido… El silencio que reinaba en aquellas tinieblas era absoluto, sepulcral, verdaderamente pavoroso. Parecía como que el enfermo se había muerto.

Pero ¿no podía ser que sólo hubiese muerto su enfermedad? ¿No podía ser que Manuel Venegas acabase de revivir a la razón, a la justicia, a la dignidad humana, a la vida de la conciencia?

En esta duda, el sacerdote desistió de la idea que tuvo un momento de coger una luz y entrar en la sala.

Pronto se alegró de haber sabido esperar, pues no tardó en advertir una cosa que le pareció simbólica y de mucho alcance, en medio de su vulgarísima sencillez, por cuanto le recordó la ceremonia con que se enciende fuego nuevo en la iglesia la mañana del Sábado de Gloria…

Fue el caso que Manuel dio repentinamente señales de estar vivo y despierto poniéndose a encender luz por medio de eslabón, pedernal, yesca y alcrebite, al uso de aquella época.

– Lumen Christi … -murmuró don Trinidad, santiguándose.

Obtenido que hubo nueva luz, el joven la aplicó a las velas que antes apagó, con lo que el Niño de Dios tornó a verse profusamente alumbrado, y quedó tan clara como de día toda la espaciosa habitación.

Sentóse entonces nuestro héroe enfrente de la imagen y púsose a contemplarla con honda y pacífica tristeza. La tempestad había pasado, dejando en la ya sosegada fisonomía de aquel hombre de hierro profundas e indelebles señales. Dijérase que había vivido diez años en dos horas; sin ser viejo, ya no era joven; sus facciones habían tomado aquella expresión permanente de ascética melancolía que marca la faz de los desengañados.

Digo más: la triste mirada con que parecía acariciar la efigie del Niño Jesús no tenía tampoco la dulzura del consuelo…: era una mirada de tranquilo, incurable dolor, como la que, pasados muchos años de la cruel pérdida y del agudo padecer, posamos en el retrato de un hijo muerto, de los padres que nos dejaron en la orfandad o de un antiguo amor que se llevó consigo las más bellas flores de nuestra alma…

– ¡No reza! ¡No llora! -pensó amargamente don Trinidad, formulando a su modo las mismas ideas que acabamos de emitir.

Y se alejó de su acechadero con mucha más inquietud que alegría le causó la primera mirada del joven a su antiguo Patrono.

– ¡No hacen las paces! -añadió luego el párroco, expresando en otra forma su disgusto-. ¡Y la verdad es que el pobre Manuel está dando muestras clarísimas de querer hacerlas! ¡Misterios de Dios! ¿Qué trabajo le costaba ahora a ese chiquito tender los brazos a mi ahijado, como se los tendió antiguamente a San Antonio de Padua? ¡Nada más que con esto saldríamos todos de apuros!

Y tornó a acercarse a la rendija de la puerta, y comenzó a rezar fervorosamente a la primorosa efigie, como arengándola a realizar un milagro indudable.

– ¡Nada! ¡No me hace caso! -se dijo, por último, viendo que el Niño Jesús no pestañeaba-. ¡Sin duda no conviene! ¡Respetemos la voluntad de Dios! Ni ¿quién soy yo, pecador miserable, para meterme a dar consejos a las imágenes de mi parroquia? ¡Si los siguiesen, yo sería el santo, que no ellas! ¡Haces bien, Niño mío! ¡Haces muy bien en desobedecerme!

Manuel se había puesto de pie entre tanto.

La tristeza de su semblante era mayor que nunca. Un profundo suspiro salió de su pecho, y pasóse ambas manos por la frente, como para echar de su imaginación renovadas angustias…

Parecía un reo en capilla la noche que precede al suplicio. La conformidad de la desesperación iba envolviéndole en su fúnebre velo…

En el fondo de la sala veíanse algunos de los grandes cofres que había traído de América. Manuel abrió el mayor de ellos y sacó una caja de concha, que puso sobre el velador.

Don Trinidad temió que el joven fuese a suicidarse, y se apercibió a entrar en el aposento…

Pero tranquilizóse en seguida, al observar que lo que en la caja buscaba Manuel no eran pistolas, sino vistosísimas alhajas: collares, pendientes, brazaletes, sortijas, alfileres…: un tesoro, en fin, de perlas, brillantes, esmeraldas y otras piedras preciosas…

– ¡Son las donas que pensaba ofrecer a Soledad el día que se casase con ella! ¡Son los regalos de boda que le traía el desgraciado!… -pensó el sacerdote, lleno de conmiseración…

Manuel fue contemplando una por una aquellas galas póstumas, aquellas joyas sin destino, aquellos emblemas de su infortunio…; y, ejecutando luego la idea que, sin duda, le había movido a tan penosa operación, comenzó a ponerle las alhajas a la sagrada efigie de que era mayordomo y a quien, por ende, estaba obligado a agasajar…

Don Trinidad Muley no pudo contener su entusiasmo y su regocijo, y corrió de puntillas a llamar a las ancianas para que contemplasen aquella piadosísima escena.

¡Imagínese, pues, el que leyere, la emoción, los comentarios en voz baja y los dulces lloros que habría al otro lado de la puerta, en tanto que Manuel prendía en las ropas del Niño Jesús, o le colgaba del cuello y de los brazos, los restos del naufragio de tantas amorosas esperanza s!… Estas cosas se sienten o no se sienten, pero no se explican.

Baste saber que todos decían con religioso júbilo y abrazándose cariñosamente:

– ¡Se ha salvado! ¡Ha resuelto perdonar! ¡Dentro de pocas horas se habrá marchado para siempre! ¡Dios le haga más venturoso que hasta ahora!

Mientras don Trinidad y las tres virtuosas ancianas hablaban así, la pérfida Volanta , que todo lo había visto y oído, se deslizó por la escalera abajo como una sabandija, sin que nadie reparara en ello, y marchóse a la calle, cuidando de no despertar al improvisado conserje…

Ni ¿cómo habían de advertir aquel suceso los que arriba seguían con el alma las operaciones de Manuel, cuando éste acababa de ejecutar otro acto que ya no dejaba ni asomos de duda acerca de sus nobles y pacíficas intenciones?

Tal fue el sublime arranque de humildad con que, sacando del bolsillo el primoroso puñal indio que aquella tarde había llevado a la procesión, lo desnudó, alzólo a la altura de su cara, contempló su luciente hoja y rica empuñadura, lo besó luego y lo colocó a los pies del Niño Jesús…

Sin la fe ciega que don Trinidad Muley tenía ya en la redención del joven, hubiera temblado por su vida, como temblaron las mujeres, al verlo levantar el puñal, y no habría estorbado, como estorbó, que se precipitasen en la sala… Y también fue necesaria en seguida toda la autoridad del sacerdote para impedir que estallasen en gritos de santo alborozo al contemplar aquella solemne abdicación de la mayor soberbia que jamás cupo en corazón humano.

– ¡Callad! ¡Callad!… -les decía al oído el autor de tan prodigiosa obra-. ¡Callad!… ¡Dejadle!… ¡Dios está con él! ¡No despertemos al demonio del orgullo, que ya duerme y pronto habrá muerto en el corazón de mi buen hijo!

Manuel consideró lo que había hecho, y su grave rostro expresó una reflexiva y triste complacencia; pero no en modo alguno aquella devoción activa, directa, personal, que suponían las buenas mujeres, y cuyos resplandores de triunfo y esperanza habría querido hallar don Trinidad Muley en los ojos del león vencido…

– ¡Eso no es fe ! ¡Eso no es más que caridad ! -dijo el indocto Padre de almas, dando crédito, como siempre, a su leal corazón-. ¡Mi obra puede quedar incompleta! ¡Malhaya los hombres que han sacado las fuentes de la alegría en un espíritu tan bueno! ¡Mientras Manuel no crea , no tendrá dicha propia, y sólo gozará en ver que los demás son venturosos!

El hijo de don Rodrigo sacó en esto el reloj y miró la hora. Pero debió de hallarlo parado, pues en seguida abrió un balcón que daba a Oriente y dominaba toda la vega, y consultó la posición de los astros…

Corrió entonces a la puerta del salón, y, sin abrirla, dio dos palmadas, como llamando…

– Dejadme a mí… -murmuró don Trinidad, haciendo señas a las mujeres para que se alejasen.

Y penetró en el vasto aposento.

– ¿Quieres algo? -preguntó dulcemente a Manuel.

Fuese modestia, fuese cansancio, fuese aquel pueril resentimiento que los amputados guardan algunas horas al operador que en realidad les ha salvado la vida, nuestro joven esquivó la mirada del sacerdote, y dijo rápidamente:

– Que venga Basilia.

Don Trinidad se retiró sin enojo alguno.

Basilia entró a los pocos momentos.

– ¿Está ahí el arriero de Málaga? -le preguntó Manuel con la sequedad de quien desea pronta y breve contestación.

– Abajo está… -respondió temblando el ama.

– Pues dígale que cargue todo mi equipaje y ensille mi caballo. Son las tres y media… Partiré a las cinco. Que entren por estos cofres… Pero ¡que no me hable nadie! Ruegue usted a don Trinidad, de parte mía, que tome algo y se acueste. Necesito estar solo.

Y, dicho esto, se salió al balcón que acababa de abrir, donde permaneció, vuelto de espaldas al aposento, mientras que Basilia y Polonia, llorando silenciosamente, sacaban los baúles, y mientras que don Trinidad y la señá María Josefa lloraban también en el próximo corredor y tiraban desde allí besos de agradecimiento a la imagen del Niño Jesús.

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