Pero estaba escrito que aquel día ocurriesen singularísimas coincidencias. Decímoslo, porque Manuel y el cura oyeron en tal instante, dentro de aquella misma habitación, los tiernos sollozos de un niño. Manuel miró aterrado a don Trinidad, creyendo que quien lloraba era el Niño Jesús…
Don Trinidad sonrió tristemente, y señaló con el dedo a la puerta de la sala, que acababa de abrirse, y en la cual estaba parada la señá María Josefa, con un hermoso niño en los brazos, y sin atreverse a pasar adelante…
– No sueñes con milagros , ni verdaderos ni fingidos… -dijo al mismo tiempo el cura a Manuel-. Aquí no hay más milagro que el que tu buen corazón haga… ¡Tienes en tu presencia al hijo de Soledad, que viene a pedirte perdón para sus padres!
– ¡Su hijo! -rugió Manuel, huyendo al fondo de la vasta sala-. ¡Esto más! ¡Ah, verdugos! ¿Os habéis propuesto matarme? ¿Os habéis propuesto volverme loco?
Y, hablando así, golpeaba la pared con los puños cerrados, como si quisiera hundirla y escapar de aquella gran emboscada en que había caído su corazón.
– ¡Manuel, repórtate! -dijo don Trinidad, acercándosele dulcemente-. No soy yo tu verdugo. ¡Eres tú mismo, y también el mío y el de esa pobre familia que te pide misericordia!…
– ¡Llevaos, y esconded donde nadie lo vea, a ese vil engendro de la traición y la mentira! -gritó el insensato, sin volverse ni apartarse de la pared.
El niño tornó a llorar.
– ¡Grande hazaña! -exclamó don Trinidad Muley-. ¡Injuriar a un pobre niño!… ¡Asustarlo!… ¡Despedirlo!
– ¡No quiero verlo! -bramó el joven-. ¡Si lo viera, lo mataría!
– ¡Poco te falta para matarlo!… ¡Ya le has hecho ponerse enfermo! -dijo tristemente la abuela-. Su madre le ha dado a mamar veneno desde que supo que venías, y esta noche me lo llevo a mi casa, dolorido y hambriento, como si él tuviera la culpa de que tú no te consideraras dichoso…
– Pero, ¿por qué no viene su padre en lugar de él? -replicó Venegas con desesperación-. ¿Por qué no viene el cobarde que me hurtó la dicha? ¿Por qué huye? ¿Por qué se esconde?
Don Trinidad hizo una seña a la señá María para que callara, y apresuróse a responder por sí mismo en estos términos:
– Supongamos que ese hombre de bien te teme… ¿No le sobra razón para ello? ¿Ha de ser todo el mundo tan sanguinario como tú? ¿No hay más que matarse con el primer desesperado que nos provoca? Porque, Manuel, ¡vamos claros! ¿Qué derecho tienes tú sobre Soledad? ¿Qué palabra te empeñó nunca? Y, de todos modos, ¿qué puedes esperar hoy de ella? ¿La crees tan indigna que por ti se deshonre y deshonre a su marido?
– ¡Soledad no tiene marido! ¡Soledad es mía! ¡Soledad me ama! -exclamó Venegas fanáticamente, volviéndose hacia sus interlocutores en ademán de desafío.
– Contéstele usted, señora… -dijo don Trinidad a la señá María Josefa.
– Manuel… -pronunció la madre, ocultando a su nieto mientras hablaba-. Mi hija te quiso en otro tiempo… No lo negaré yo…, ni creas que me sabía mal el que te quisiera… Pero es mujer de bien y, habiéndose casado con otro hombre, nada puedes ni debes esperar de ella…
– ¡Mentira! ¡Soledad no está casada! -gritó Manuel con desesperación-. ¡Su casamiento es nulo! ¡Soledad no ha dejado nunca de quererme! ¡Yo la conozco desde que era niña! ¡Yo sé lo que me decían esta tarde sus divinas lágrimas!
– Te equivocas, Manuel… -prosiguió la madre-. Soledad no faltará a sus deberes de esposa… Tu presencia en este pueblo sólo puede dar lugar a desventuras para todos, y de manera alguna felicidades para ti ni para ella… El único bien que puedes hacer a mi hija, y que le harás, supuesto que tanto la quieres, es ausentarte, dejarla en paz, no ser la perdición de su casa… ¡Y eso venimos a decirte este angelico y yo! ¡Eso te suplicamos rendidamente!
– ¡Que venga a hablarme ella! -replicó Manuel con indescriptible arrogancia-. ¡Verán ustedes cómo no me pide que me marche! ¡Yo la conozco! ¡Su corazón es mío!… ¡Nada más que mío! ¡Mío desde la edad de ocho años!
– ¡Esas son locuras, Manuel! -replicó la señá María-. ¿Cómo ha de venir a verte una mujer casada? Pero ¡harto claro te decía esta tarde con ríos de lágrimas su deseo de que la olvides, de que la perdones, de que nos perdones a todos!… Soledad no lloraba por lo que tú te figuras… Soledad lloraba de miedo…, como llora este pobre niño…
– ¡De miedo! -repuso el joven en son de burla-. ¡Esa es otra mentira!… ¡Soledad no me teme…, y hace bien! ¡Soledad me conoce! El miedo lo tiene su cobarde tirano… El miedo lo tiene usted, que no estorbó su casamiento… El miedo lo tiene ése que no debe llamarse hijo de Soledad, supuesto que no es hijo mío… ¡Y los tres hacéis muy bien en temblar! ¡Ah! ¡Mi primera idea es la segura!… La muerte de Antonio Arregui lo resuelve todo. ¡Usted se quedará con ese expósito, hijo del crimen, y yo me marcharé con mi adorada!… ¡Mataré, pues, a Antonio! ¡Lo mataré aunque sea en medio de la iglesia! ¡Lo mataré aunque se oponga el mundo entero!
– ¡Cómo se entiende! -prorrumpió al fin don Trinidad, lleno de indignación y de ira-. ¡Eso es ya insultarme en mi propia cara! ¡No te abofeteo ahora mismo porque está delante el Niño Jesús! Pero me marcho… Te desprecio… ¡Te abandono! ¡Buen recibimiento me has hecho en tu casa la primera vez que he venido a ella!
– ¡Manuel…, te lo pido de rodillas! -decía al mismo tiempo la anciana, postrándose a los pies del hijo de don Rodrigo-. ¡Te lo pide una pobre madre, por la memoria de la que te llevó en sus entrañas! ¡Márchate del pueblo! ¡Ten compasión de este inocente! Y si es que has de dejarlo huérfano, ¡mátalo ahora mismo!… ¡Yo te lo entrego!… ¡Aquí lo tienes!
Y, así hablando, ponía el niño a las plantas del joven, con aquella inspirada temeridad que sólo cabe en almas femeniles y en corazones maternales.
– ¡Vámonos, señora! ¡Dejemos a este monstruo! -añadía por su parte don Trinidad-. Acudiremos a la justicia… ¡Yo mismo haré que lo aprisionen!… ¡Adiós, hijo indigno de don Rodrigo Venegas! ¡Me voy, porque tus faltas de respeto me arrojan de tu casa! ¡Me voy, porque te creo capaz de ponerme la mano encima si yo te castigara como mereces! ¡Adiós! Nuestras relaciones han terminado… ¡Me arrepiento de haberte conocido!
– Manuel…, ¡no lo oigas!… ¡Óyeme a mí! -proseguía diciendo la madre de Soledad, arrastrándose a los pies del joven, el cual estaba como petrificado, con los cabellos de punta y con los cerrados puños sobre la frente-. ¡No lo creas, Manuel! ¡Don Trinidad te quiere más que a su vida! ¡Es tu segundo padre! Y yo te quiero también…; y también te quiere este niño… ¡Mira!… ¡Mira cómo te sonríe!
– ¡Basta! -gritó al fin Manuel con desgarrador acento, abriendo los brazos y tirando la cabeza atrás- ¡Basta, crueles sayones, encargados de martirizarme! ¡Dejadme ya!… ¡Idos!… ¡Salid! ¡Os lo mando…; os lo aconsejo…; os lo suplico! ¡Dejadme solo si no queréis que con vuestra sangre y la mía se forme un lago en este aposento! ¡Quitadme de delante al hijo del cobarde ladrón que me ha robado la felicidad!… Márchese usted, señora. Márchese usted, señor cura… ¡Conozco que ya no soy dueño de mí mismo!… ¡Conozco que puedo horrorizar al mundo!…
Era tal la voz de Manuel al decir esto, que la señá María Josefa se levantó espantada, con su nieto debajo del brazo, y se deslizó en silencio hasta la puerta, andando hacia atrás y sin quitar la vista de aquel pavoroso semblante, más propio de un tigre que de un hombre.
Hasta don Trinidad tuvo miedo, no por sí, sino por el niño, por la anciana y por el mismo joven, que estaba a punto de morir o de volverse loco, a juzgar por la violenta agitación de su pecho, por la hinchazón de su frente, por el trastorno de su mirada…; y, conociendo asimismo que ya no había más palabras que decirle, ni fuerzas en el desgraciado para soportarlas, retiróse también lentamente, mirándolo con profunda piedad y sin recuerdo siquiera del pasado enojo.
En tal actitud salió de la habitación, cuya puerta dejó entornada…
Manuel quedó solo con el Niño Jesús.
Acababa el sereno de cantar las doce de la noche, cuando don Trinidad y la señá María Josefa se retiraron de la sala dejando en manos de la famosa imagen del Niño de la Bola la solución de la suprema crisis a que había llegado el espíritu de Manuel Venegas.
Reinó desde entonces en la casa un profundo silencio, interrumpido únicamente por los cautelosos pasos del vigilante cura, que se acercaba de vez en cuando a la rendija de la puerta a observar a Manuel, y por los cuchicheos de las mujeres, acuarteladas en la cocina.
Polonia se encontraba entre ellas, por no haber podido dominar su inquietud y desasosiego quedándose en la otra casa. Dormía el hijo de Soledad en brazos de su abuela, después que Basilia lo hubo amansado con algunos bizcochos. La Volanta , a fuerza de llorar hipócritamente, había conseguido que don Trinidad dejase de mirarla con prevención, y formaba también parte de aquella especie de tertulia de enfermeras, en que tan buenas cosas se estarían diciendo. Y, por último, el arriero de Málaga roncaba en el patio, incómodamente sentado en una dura silla, como lo exigía la gravedad de las circunstancias.
Lo primero que hizo Manuel cuando se quedó solo fue apagar todas las velas que alumbraban al Niño Jesús, con lo que el salón quedó enteramente a oscuras…
Esto afligió mucho a don Trinidad, que todavía cifraba algunas esperanza s en la antigua devoción de su pupilo a la preciosa efigie en cuya compañía le había dejado… Pero luego recapacitó que el mismo hecho de apagar las luces podía significar, de parte del joven, una especie de miedo a aquel fantasma de su extinguida fe, y tan juiciosa reflexión no pudo menos de consolarle algo.
Manuel comenzó a pasearse en las tinieblas.
De vez en cuando se paraba, e ininteligibles monosílabos, rugidos sordos o sofocados lamentos salían de sus labios, como si dentro de él mantuviesen empeñada controversia dos seres distintos, el uno más feroz que el otro.
Indudablemente, el joven repasaba todas sus emociones de aquel día; indudablemente, le representaba su cerebro las provocativas alarmas del público; la calle de Santa María de la Cabeza; la inesperada aparición de Soledad, su impavidez, su hermosura, su mirada de amor, sus copiosas y amarguísimas lágrimas; el encuentro con don Trinidad Muley; las cristianas aclamaciones en que prorrumpió la muchedumbre; los santos discursos del bondadoso sacerdote; su lloro, sus caricias; la visita del Niño Jesús; el alarde de impiedad con que él la había recibido; el dolor que esto había causado al buen Padre de almas; la aparición de la madre y del hijo de Soledad; el digno lenguaje de la anciana, el llanto y la sonrisa de aquel inocente niño, y los insultos y amenazas del ofendido cura, de su generoso protector, del ser que más le amaba en el mundo…