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– ¡Jesús! ¡Qué horror! -exclamó don Trinidad-. ¿Y Dios? ¿Y las leyes? ¿Y la justicia? ¿Crees tú que no hay autoridades en este pueblo? ¿Crees que sigues entre salvajes?

– La justicia llega siempre después . ¡Ese es cuidado mío! ¡Yo haré que cuando acuda esté ya bien muerto Antonio Arregui!

En cuanto a las leyes, Soledad puede infringirlas, como tantas otras mujeres enamoradas, yéndose conmigo al fin del mundo. Y por lo que toca a Dios, en su mano tiene el matarme ahora mismo… ¡En su mano tuvo no hacerme tan desventurado!

– ¡Es abominable todo lo que piensas, todo lo que dices!… -replicó don Trinidad con imponente acento-. ¡Me horrorizo de haberte criado! ¡Conque nada soy para ti! ¡Conque desprecias mis lágrimas! ¿Quieres, tal vez, que me ponga de rodillas?

– No, señor cura. Lo que quiero es que usted, tomándome como quien soy y no pidiéndome milagros de santidad, me diga qué puedo hacer en el estado en que se halla mi corazón y después de las palabras empeñadas… ¿Quiere usted que me mate? ¿Quiere usted que me vuelva loco?

– ¡Loco estás ya! -repuso el cura-. Si no lo estuvieses comprenderías que lo que debes hacer es irte del pueblo…

– ¿Adónde? ¿A qué? -preguntó el joven con infinita angustia.

– ¿Adónde? ¡Adonde has estado los últimos ocho años! ¿A qué? ¡A servir a Dios, y no al demonio! ¡A ser hombre de bien, a ayudar a tus semejantes, a convertir en flores todas las espinas que atarazan tu corazón!

– ¡Usted es el que sueña, don Trinidad! ¡Me dice usted que ha amado, y luego me propone eso! ¡Usted no ha amado nunca, ni sabe lo que es amor! ¿Adónde iría yo con la sombra de mi ser, dejándome aquí el alma de mi alma? ¿Para qué viviría? ¡Ocho años me he mantenido de la esperanza de volver a este pueblo y de casarme con Soledad!… ¿De qué me mantendría ahora? ¡Acaba usted de hablarme de Dios!… Pues oiga usted una sentencia dictada por Dios el día que me echó al mundo: Para Manuel Venegas no habrá mas mujer, ni más dicha, ni mas cielo que Soledad … Yo he dado por dos veces la vuelta a la tierra: he visto mujeres, muchas mujeres, algunas tenidas por divinidades, en Circasia, en Grecia, en Cuba, en el Perú… Para mí no eran ni divinidades ni mujeres: no eran nada; eran, a lo sumo, la ausencia de Soledad… ¡Cosa para mí tristísima y abominable! Así es que apartaba los ojos de ellas y seguía mi peregrinación. Es decir, padre cura, que yo he ido más allá que usted. Yo, ni antes de consagrar mi alma a Soledad (y se la consagré a los trece años), ni después de aquel día, ni en esta ciudad, ni en la ausencia, le he faltado ni con el pensamiento… ¡También he sido yo fiel a mi religión ! ¡También he sabido cumplir mis votos!

– ¡Y la pícara te ha pagado bien! -profirió el clérigo, tocando otro registro para ver de desengañar a aquel idólatra.

Éste se llevó una mano al corazón, como si acabase de recibir en él una puñalada; pero luego se repuso, y exclamó valerosamente, mirando a su segundo padre con la impavidez del f anat ismo:

– No me ha pagado bien; pero ¡la quiero más que nunca!

Don Trinidad retrocedió lleno de espanto. Dijérase que el último golpe con que pretendió anonadar a su antagonista le había herido a él de rechazo, quitándole muchas ilusiones. Manuel estaba todavía entero… ¡Aquella larga conversación había sido inútil!

Pero el esforzado sacerdote no se abatió. Antes pareció recogerse en sí mismo, como para cambiar su plan de batalla. Derrotado en la primera línea de operaciones, conocíase que se replegaba y fortificaba en la segunda, apelando a los recursos supremos, o sea a las fuerzas de reserva , que oportunamente había preparado antes de salir de la capilla de Santa Luparia. Todo esto se dedujo, por lo menos, de sus palabras y determinaciones, a partir del instante en que Manuel articuló aquella formidable respuesta.

– Pues, señor… ¡Noche toledana! -dijo, dándose en el cuerpo algunas palmaditas, como quien se compadece a sí propio-. ¡Polonia! ¡Polonia! ¡Tráeme el manteo de abrigo! ¡Vaya con el hombre! ¡Vaya un pago que me guardaba para la vejez! ¡No concederme nada! ¡Dejarme hablar y hablar, y luego negarse a todo! ¡Decirme a mí que el homicidio y el adulterio son indispensables! ¡Y para esto lo crié! ¡Para esto lo he querido tanto!

Así hablaba don Trinidad, sin mirar a su antiguo pupilo, el cual oía aquellas palabras con más emoción y sobresalto que todos los anteriores discursos. Conocíase también que éstos, aunque tan briosamente contradichos, seguían resonando en su alma; y, por resulta de todo ello, se adelantó hacia el sacerdote y le dijo con amorosa reverencia:

– ¿Qué va usted a hacer? ¿Para qué pide el manteo? ¿Va usted a salir?

– ¡Sí, señor! -respondió don Trinidad muy desabridamente.

– Pero ¿adónde va usted?

– ¿Adónde he de ir? ¡Adonde me llama mi obligación de cristiano! ¡A impedir esos delitos que, según me anuncias, vas a cometer! ¡A no dejarte ni a sol ni a sombra; a seguirte a todas partes; a vivir contigo el resto de mis días, aunque me arrojes de tu lado a puntapiés y me vea obligado a pasar las noches sentado a la puerta de tu casa!… ¡De este modo tendrás que saltar sobre mi cadáver para hacer las valentías que me has dicho, y será más completa tu obra!…

Manuel retrocedió espantado.

Al mismo tiempo entró Polonia en el despacho, llevando el manteo de abrigo de don Trinidad y diciendo muy asustada.

– ¿Va usted a la calle a estas horas?

– ¡Sí, hija sí! ¡A la calle! ¡Y al infierno, que sea menester! No me esperes esta noche.

– Pero, señor cura… ¡Eso es tirarse a matar! -exclamó la antigua nodriza-. Anoche se recogió usted a las tantas, muerto de fatiga, después de correr por el campo muchas horas…

– ¡Buscándote! -entrerrenglonó don Trinidad, dando un codazo a Manuel y sin mirarlo.

– Y esta mañana -continuó Polonia- se levantó usted con estrellas, y desde entonces no ha parado un momento, con tantas funciones en la parroquia y tantos jaleos como ha habido en la calle… por culpa de quien yo me sé…

– ¡Qué quieres, hija! -pronunció el cura, haciéndose el chiquito-. ¡No hay más remedio que arrimar el hombro hasta que le toque a uno reventar y caer!… Acuéstate tú y descansa, que también has trabajado hoy mucho… ¡Pobrecita vieja! ¡Cuánto siento proporcionarte estos sinsabores! ¡Conque vamos, señor don Manuel…; usted dirá adónde nos dirigimos primero: si a buscar a un hombre de bien para matarlo, o a enamorar a una madre de familias!…

Manuel seguía en un ángulo de la habitación, vuelto de espaldas a don Trinidad, fijos los ojos en el suelo y estremeciéndose a cada recriminación que se desprendía contra él de aquellos discursos. Sobre todo, las últimas frases del sacerdote, tan sarcásticas y sangrientas, le arrancaron una especie de gemido, cual si le hubiesen llegado al alma.

Polonia replicaba entretanto.

– Pero ¡no se marchará usted sin cenar! Son las diez de la noche, y desde la una de la tarde está usted con el triste puchero, que apenas probó…

– Es muy verdad… Pero ¿qué quieres? Las cosas vienen así…

– ¡Acuérdese usted de que tiene dos perdices estofadas…, que tanto le gustan!

– ¡Ya las huelo…, y, en medio de estos sinsabores, estaba soñando con ellas!… ¡Perdóneme Dios, pero es mi único vicio: cenar bien los días clásicos! Sin embargo, quiero demostrar con un ejemplo a este cobarde que el hombre es dueño de sus pasiones, de sus apetitos, de su voluntad… Dile a la criada que lleve ahora mismo ese par de perdices, y mi pan, y mi almíbar de cabello de ángel, en fin, todo lo que ibas a darme de cenar esta noche, a la pobre viuda del albañil que se mató el otro día… ¡Así celebrará con sus hijos la fiesta de hoy, mientras que a mí me servirá de alimento el pensar en la alegría de esos infelices!

– Pero, niño… -observó el ama a media voz-. ¡Repara en que te vas a caer muerto! Lo de regalar las perdices está bien, y Dios te bendiga por esa idea… Pero toma otra cosa.

– ¡Nada! ¡No ceno! ¡Ya está hecho el sacrificio! ¡Veré esta noche la procesión de las Ánimas…, y Dios querrá premiarme abriéndole el sentido a ese alma de cántaro!

– ¡Esto es demasiado! -gritó Manuel, acercándose a don Trinidad-. ¡Usted se ha propuesto matarme! ¡Usted no tiene lástima de mí!…

– ¡Pues entonces no sé quién la tiene!… -respondió fríamente el sacerdote-. ¿Será acaso el público , que piensa divertirse a tu costa como si fuese al teatro a ver una tragedia?

– Lo que digo… -insistió el joven con ternura- es que cene usted y se acueste…

– En tu mano está el que lo haga… ¡Quédate a cenar y a dormir conmigo! ¡Si no perdices (porque ya no son nuestras), tomaríamos huevos frescos y jamón crudo!, y en cuanto a cama, por ahí debe de andar tu antiguo catre…

– ¡Su cuarto está como lo dejó!… -añadió Polonia con indecible alegría.

– Señor cura, yo tengo que irme a mi casa… -balbuceó Manuel implacablemente.

– ¡Y yo contigo! -repuso don Trinidad, fingiendo buen humor-. ¡Tú mismo te lo dices todo!… Conque vamos andando… Adiós, Polonia: ¡hasta que Dios quiera!

– ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de mí? -gimió el pobre Venegas, resolviéndose a echar a andar-. ¡Yo no contaba con este hombre!

– Espera un poco… -exclamó don Trinidad, obstruyendo con su cuerpo la puerta del despacho-. Tengo que dar algunos encargos a Polonia.

Manuel se dejó caer en una silla.

Don Trinidad salió con su ama al corredor, y le dijo rápidamente:

– Hay que buscar ahora mismo a la señá María Josefa, en su casa o en la de su hija…

– ¡Ahí la tienes esperándote hace media hora!… -respondió el ama.

– ¡Ah! ¡El cielo me la envía! Voy a hablarle… Quédate tu aquí de centinela, y si ves que mi prisionero piensa escapar, avísame… Pero ¡no le des conversación!

Pocos minutos después, el cura había terminado su conferencia con la madre de Soledad, y estaba de vuelta en la puerta del despacho, diciendo al abatido joven:

– Cuando quieras podemos irnos…

– ¡Quédese usted, don Trinidad!… -expuso Manuel, levantándose y en ademán de súplica.

– ¡No hay don Trinidad que valga…! adonde tú vayas, voy yo: si a tu casa a tu casa… (que es lo mejor que podemos hacer), y si a correrla, a correrla. ¡Ah! Se me olvidaba la alcancía…

Así dijo el denonado cura, y cogiendo los antiguos ahorros del joven, salió resueltamente al corredor, y comenzó a bajar la escalera, no sin exclamar con grandes voces:

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