– Supone usted muy bien… -se apresuró a contestar el hijo de don Rodrigo-. ¡Nunca se me ha ocurrido semejante locura!
– ¡Ya lo creo! ¡Eres tú demasiado hombre para hacer una cosa que va contra la naturaleza y contra Dios! Ningún ser criado se suicida, fuera de algunas tristes excepciones de la especie humana, faltas de juicio o de valor para sufrir y de religión para esperar… ¡Cuando el hombre no es la mejor de las criaturas, es la peor! ¡No hay término medio!
Dichas estas palabras, don Trinidad continuó paseándose, no sin hacerse otra seña a sí mismo, cual si se dijera: Seguimos adelantando terreno; tampoco hay nada que temer por este lado .
Reinó un minuto de insostenible silencio.
– Conque a despedirte, ¿eh? -rezó al fin el cura, dando vueltas por la habitación y mirando al suelo-. ¡Y, sin embargo, no te marchas, ni te suicidas!… Pues, señor, ¡hay que desencantar este asunto!
Y se plantó delante de Manuel, con la cabeza caída sobre un hombro, los brazos a la espalda y el abdomen en completa exhibición: miróle de hito en hito con sus ojos de santón marroquí, llenos al par de valentía, de f anat ismo y de paternal afecto y, cimentando la pregunta, por vía de exordio, en una barrigada cariñosa, que obligó al joven a dar un paso atrás, díjole nobilísimamente:
– ¡Vamos claros, Manolo! ¿Qué piensas hacer? Aquí estamos dos hombres honrados y de vergüenza… ¡Dime la verdad, como siempre!
– Déjeme usted, señor cura… -exclamó el pobre Venegas con verdadero espanto y muy arrepentido de haber entrado allí-. ¡Yo no puedo responder a eso!… Permítame que me vaya… Tengo fiebre… Necesito reposo…
– ¡Malo! -replicó don Trinidad muy ofendido-. Tú no me quieres… ¡Tú me desprecias! A ti se te ha olvidado la noche en que fui a sacarte de la alcoba en que murió tu padre… Tú no te acuerdas tampoco de tu padre, de aquel hijodalgo, de aquel espejo de caballeros, incapaz de pensar cosas que no pudiera decir…
– ¡Que no lo quiero a usted! -prorrumpió el joven, herido también en su dignidad-. Pues ¿por qué estoy aquí cuando el infierno me está llamando? ¡Que no me acuerdo de mi padre!… ¡Ojalá fuera cierto! Pero yo soy como soy… ¡Déjeme usted seguir mi aciaga estrella!
– ¡Vamos a ver!… ¿Y cómo eres? ¡Las cosas hay que decirlas con sus nombres! ¿Eres un criminal? ¿Eres un asesino? ¡Tú, el hijo de don Rodrigo Venegas! ¡Tú, el ahijado de don Trinidad Muley! Respóndeme, hombre… ¡Ten valor para decírmelo!
Manuel miró asombrado a don Trinidad.
– ¡No me respondes! -prosiguió éste-. ¡Luego no estás contento de tus planes! ¡Luego te condenas a ti mismo! ¡Luego te abrazas al mal a sabiendas!…
– ¿Y qué es el mal ? ¿Qué quiere decir malo ? ¿Qué quiere decir bueno? -gritó Manuel bruscamente-. ¡Hace tiempo que me lo pregunto!…
– ¡Hola! -exclamó don Trinidad con mucha gracia-. ¡Tú también te metes en estas honduras! Pues yo te contestaré.
Y, cual si para hacerlo hubiese tenido que penetrar en lo más sagrado del virtuoso corazón que le servía de Biblia, inclinó la frente y cruzó las manos con no sé qué seráfica reverencia, hasta que al fin destilaron sus labios estos dulcísimos conceptos:
– Malo … es todo lo que se hace sin alegría en el fondo del alma. Malo … es querer gozar o lucirse a costa de la dicha ajena. Malo … es temerle al dolor hasta el punto de causárselo al prójimo. Malo … es amarse uno a sí mismo más que a los que lloran demandando piedad. Malo … es preferir vengarse a complacer a un sacerdote. ¡Malo … es lo que tú haces conmigo en este instante. ¡Y bueno … es… lo bueno! La misma palabra lo dice. Bueno … es, por ejemplo, padecer con gusto para que los demás no padezcan; llorar de alegría cuando se ha quitado uno el pan de la boca para dárselo a otro; sacrificarse generosamente, perdonar…, vencerse, huir, morirse para que otros vivan… En fin, yo me entiendo y tú me entiendes. ¡Sobre todo, Manuel, lo que es muy malo , lo que es detestable, es bajar los ojos, como tú los bajas, huyendo avergonzado de tu propia conciencia, que se asoma a ellos a darme la razón!… ¡Y, si no, mírame cara a cara, con tu antigua valentía de león inocente y noble, no con la torva ferocidad del tigre carnicero…, a ver si tienes entrañas para decirme que hay algo en el mundo que tú me puedas negar, empezando por la vida: a mí, que te quiero como un padre; a mí, que te daría mi sangre entera, si la necesitaras; a mí, que te pido perdón con estas lágrimas; perdón para otros hijos míos, perdón para tus prójimos, perdón en nombre de Jesús crucificado!
– ¡Señor cura! -respondió Manuel con varonil emoción-. Mi vida es de usted. Yo se la doy con gusto… Pero máteme ahora mismo.
– Es que yo no te pido la vida… Yo te pido más y menos: yo te pido el sacrificio de tu amor propio, el sacrificio de tu terquedad y de tu soberbia… En una palabra: yo no quiero tu sangre; yo quiero que eches de ella tu amor a Soledad y tu ira contra Antonio Arregui.
– ¡Y que viva después! ¡Imposible! Piénselo usted bien, señor cura, y verá cómo eso es imposible.
– ¿Imposible sacrificarse y vivir? ¡Qué sabes tú! -replicó don Trinidad con una sonrisa verdaderamente santa-. ¡Entonces es cuando se vive! Ni ¿dónde estaría el sacrificio si no se siguiera viviendo? ¡Créeme, hijo mío; es una gran vida la del que ha padecido y padece en provecho de otros! ¡Dios centuplica este provecho, y lo derrama como un bálsamo celestial sobre el corazón del sacrificado! ¡Te sonríes con tristeza! ¿Crees que te hablo de memoria? ¿Crees que yo no soy hombre? ¿Crees que yo soy de cal y canto? ¿Crees que no he batallado con mis pasiones? Pues escucha. Tenía yo veintidós años… Había en el mundo una mujer a quien amaba tanto como tú a Soledad, y que me pagaba con igual cariño… Pensábamos casarnos, y mis padres entraban gustosos en ello. Pero mi padre murió de pronto, llevándose la llave de la despensa, y mi pobre madre enfermó de tanto trabajar por sacarnos adelante… De ocho hermanos que nos juntábamos, yo era el mayor… Luego seguían cuatro hermanas. Luego, tres hermanos pequeños… Aunque yo trabajaba de día y de noche en una alfarería, en mi casa llegó a faltar el pan, pues mis fuerzas no daban abasto para todos… ¡Para todos! (repara bien en esto), ¡que lo que es para mí solo y para poder casarme ganaba yo lo suficiente hacía tiempo! El prelado de entonces se compadeció de nuestros apuros, y, vista mi devoción a la Santísima Virgen, ofreció darme un buen curato si me ordenaba, y desde luego una buena congrua. Mi madre, que veía perecer a sus hijos, pero que conocía también el estado de mi corazón, lloraba al proponerme aquella idea… ¿Y qué dirás que le respondí? Pues ¡respondí Amén , abrazándola y consolándola, cuando yo era quien necesitaba consuelo!… Y renuncié a mi Soledad, que era tan hermosa como la tuya… Y me despedí de ella para siempre…, llorando los dos; pero los dos muy contentos en medio de todo, porque no teníamos nada de qué avergonzarnos y sí mucho de qué enorgullecemos… Y canté misa… ¡Y Dios me ayudó! ¡Y aquí me tienes! ¿Crees que no he padecido después? ¿Crees que no me costó trabajo al principio volver la cara a otro lado cuando me encontraba a mi antigua novia? ¿Crees que no he llorado lágrimas de sangre? Pero ¡cuán dichoso en mi dolor! Mi madre murió bendiciéndome, al ver a todos sus hijos en la abundancia, gracias a mi protección y ayuda. Mis hermanas se casaron ventajosamente. Mi hermano Andrés es sacristán de San Gil. A Francisco lo libré de quintas, y hoy es maestro de escuela. Tomás tiene ya una galera y dos carros, y se está haciendo rico traficando con los pueblos de Levante. Mi misma novia se casó con un hombre excelente, y ha tenido hijos… ¡Y yo, Manuel, yo, el que soñaba con tenerlos también, el antiguo enamorado, el que nació para mandar un regimiento y para todo lo que hacen los hombres, he vivido vistiéndome por la cabeza como las mujeres, he tragado saliva, he castigado mi carne como a una bestia mala y rebelde, y aquí me tienes, digo, lleno de orgullo y de alegría; más feliz que todos mis hermanos; más gozoso que si hubiera hecho mi gusto casándome con aquella mujer; más feliz que todos los reyes y emperadores de la tierra, al poderte decir, en presencia de Dios, que he triunfado de mí mismo; que no recuerdo ni un pensamiento mundano de que abochornarme; que he cumplido todos mis votos; que pueden enterrarme con palma como a las monjas! ¿Me repetirás todavía que no es posible sacrificarse y vivir?
Manuel miró profundamente a aquella especie de coloso africano que tales cosas decía a los cuarenta y ocho años de edad, y no pudo menos de tributarle el homenaje de su admiración.
– No soy yo tan grande… -repuso luego-, o mi cariño a Soledad es mayor que el que tuvo usted a aquella mujer. ¡Yo no puedo vencerlo!… ¡Yo conozco que no lo venceré nunca!
– ¡Porque no quieres!…
– ¡Sí, quiero! Es decir, quiero querer… Pero no puedo.
– ¡Sí puedes! Aunque rarísimas circunstancias han hecho de ti una especie de fiera, tu corazón es de hombre, y el corazón del hombre, cuando sigue el ejemplo de Cristo, tiene más bríos que todos los leones y elefantes del universo. El valor de humillarse, de vencerse, de renunciar a sí mismos, es el verdadero valor… Y tú no debes de carecer de él… ¡En medio de todo, tú eres bueno; tú lo eras cuando muchacho; tú te pareces mucho a tu padre!… ¡A tu padre, que murió por amor al prójimo y a su honra!
– ¡Por mi honra quiero morir yo! -replicó Manuel con viveza-. Hace ocho años contraje un compromiso de honor delante de todo el pueblo: hace ocho años juré matar al que se casase con mi adorada… Ha habido quien se atreva a recoger mi guante: la ciudad entera tiene los ojos fijos en mí… ¿Qué puedo hacer, qué debo hacer para no quedar en ridículo, para que no se rían de mí todos los que siempre han temblado en mi presencia?
– ¡Es muy sencillo! Arrepentirte del mal propósito: amar más al prójimo que a ti mismo: renegar de tu juramento. ¡Yo te relevo de él!
– No me basta.
– Soy sacerdote…
– ¡No me basta! Lo engañaría a usted si le dijese lo contrario. Yo necesito ir mañana a la rifa a sostener mi emplazamiento. Si Soledad y su marido no están allí; si no acuden a la citación pública que les haré oportunamente, ofreceré oro, mucho oro, todo el oro que he traído conmigo, por bailar con la señora de Arregui. La cofradía no podrá entonces menos de ir a buscarla… Si la lleva sola, no se la devolveré a su marido; si su marido va con ella, lo mataré; y si no se presenta ninguno de los dos, iré a buscarlos a su casa.