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De pronto cundió por toda la plaza una noticia que revolvió y barajó los grupos, formando otros nuevos y más numerosos, en que ingresaron los paseantes: ¡Pepa la peinadora acababa de cruzar por allí, diciendo que venía de rizar el pelo a la señora de Arregui en forma de tirabuzones iguales a los de la forastera, y que en aquel momento la dejaba vistiéndose de tiros largos para ir a la procesión en compañía de su madre !

No habían empezado los comentarios acerca de este grave acontecimiento, cuando ocurrió otra novedad, que puso el colmo a la agitación de la muchedumbre… ¡La puerta de la casa de Manuel Venegas se acababa de abrir, y Basilia, su ama de gobierno, estaba en el portal notificando al público que el hijo de don Rodrigo Venegas había comenzado a arreglarse, también para ir a la procesión del Niño de la Bola!

La alegría, el miedo y el entusiasmo de la multitud no tuvieron límites. Hubo hasta aplausos de la gente baja y silbidos y carreras de los pilludos, advertido lo cual por el alcalde, y temiendo un motín o cosa parecida, aconsejó a todos, «por honor de aquella ciudad, antigua colonia fenicia y romana, y posteriormente corte de no sé qué rey moro, que se trasladaran a la carrera de la procesión, donde parecía más natural que estuviesen reunidas aquella tarde las personas decentes, y que allí esperasen con la debida compostura la llegada de su querido paisano Manuel Venegas, quien se alegraría mucho de poder salir de su casa como un hombre serio y formal, y no entre aquella especie de rebullicio.»

Penetráronse de estas razones los agitados grupos, y casi todos se disolvieron, o, mejor dicho, se encaminaron en masa hacia la parroquia de Santa María, cuyas alegres campanas anunciaban ya con su primer repique que apenas faltaba una hora para la procesión.

Sigamos nosotros al turbión de la gente, y trasladémonos también. A aquel apartado barrio, donde encontraremos muchas personas conocidas.

II. LA PROCESIÓN

Era una hermosísima y apacible tarde en que la primavera, vestida de andaluza, llenaba el cielo de esplendores y sonrisas, de cálidos besos el sosegado ambiente, y de fragantes rosas, no sólo todos los huertos y balcones de la ciudad, sino también el lustroso peinado de las doncellas y las manos de sus felices o desgraciados amadores.

Todavía faltaba media hora para la salida de la procesión, y la calle de Santa María de la Cabeza, a cuyo extremo inferior se halla situado el templo del mismo nombre, estaba ya hecha un patio del cielo, una antesala de la gloria, un verdadero Empíreo…, tal y como los nietos de Adán y Eva nos imaginamos y solemos representar semejantes excelsitudes desde nuestro confinamiento terrestre…

Quiero decir con esto que todas las ventanas tenían grandes colgaduras de coco, de zarza, de filipichin y hasta de damasco, en las cuales era fácil reconocer las colchas de novios de muchas generaciones, mientras que el suelo de la prolongada calle y de toda la carrera que había de llevar la procesión veíase alfombrado de verde juncia, de amarilla gayomba, de olorosos mastranzos y de otras campesinas hierbas… Las campanas de Santa María repicaban gozosamente por segunda vez, anunciando que ya se acercaba el momento solemne… Cohetes voladores reventaban a docenas en los aires, como notificando a los demás planetas lo que ocurría en el nuestro…, y el tambor de la Milicia Nacional daba golpes y redobles de atención y llamada , que hacían subir de punto la general expectativa.

Todas las ventanas y azoteas, y aun los mismos oblicuos tejados, estaban llenos de gente, sobre todo de mozas aderezadas y carilimpias, habiéndose reservado los balcones para las señoras y señoritas del centro de la ciudad, que ya ostentaban en ellos sendas mantillas o tocas de Alma gro, peinados a la francesa y demás distintivos de su elevada alcurnia.

En la calle no se podía echar un alfiler; tan atestada se veía de artesanos vestidos de nuevo , de jornaleros vestidos de limpio y de caballeretes vestidos de moda . Hasta los regadores habían abandonado los campos, y encontrábanse allí apoyados en sus azadas, como dispuestos a volver a la interrumpida tarea en cuanto presenciaran el paseo triunfal del Niño de Dios. Algunos militares retirados (entre los cuales descollaba nuestro capitán) lucían su irremplazado uniforme de la guerra de la Independencia, y a fe que era grato verlos embutidos en sus casacas de altísimo cuello, provisto de sudadero, que les rozaba la coronilla, con la ancha capona o larga charretera empinadas sobre los hombros, con el inflexible corbatín de ballena impidiéndoles fijar los ojos en el género humano, y con su morrión de carrilleras y descomunal campana, que no habría podido soportar el propio dios Marte… Por último, los bulliciosos chicuelos y los circunspectos milicianos (o sea los nacionales , que era como se llamaban allí entonces) se apiñaban en el atrio y gradas de la iglesia, para servir aquéllos de vanguardia y éstos de escolta a la venerada efigie del Niño Jesús, en tanto que el sol, enfilando de lleno la calle al bajar a Poniente, daba a todas aquellas cosa divinas, humanas y pueriles, un carácter glorioso, triunfante, santo, que, si distaba muchísimo de la beatitud eterna, diferenciábase también algo de las coti diana s luchas de esta vida.

La forastera, con traje negro, mantilla blanca y muchas joyas de escaso valor, ocupaba el balcón principal de una de las mejores casas de aquel barrio, balcón enorme, con balaustres de madera color de chocolate, que podía contener quince o veinte personas. Hallábanse, pues, también allí don Trajano, su esposa y todos sus tertulios, excepto nuestro amigo Pepito, que se contoneaba en la calle, frente por frente de aquella casa, para que la madrileña lo viese navegar por el mundo como todo un hombre y admirara de lejos su frac de tijera (refundición del único que había tenido su buen padre), su pantalón de color de avellana, su corbata celeste, su chaleco de mil flores y su colosal sombrero de copa… ¡El pobre ingenio parecía un mico vestido de máscara!

A don Trajano Mirabel le había dado aquella tarde por hablar de política, y traía mareado a otro señor de su edad, también moderado acérrimo, que solía formar parte de su tertulia; pero ni éste ni nadie tenían ya atención para otra cosa que para mirar a una hechicera mujer, adornada asimismo con mantilla blanca, que acaba de presentarse y tomar asiento en un balconcillo del entresuelo de la casa de enfrente.

– ¡Es usted afortunada! -dijo doña Tecla a la prima del marqués-. ¡Toda la tarde vamos a estar viendo a la Dolorosa ! ¡Allí la tiene usted…, con una mantilla como la suya:… ¡Jesús María, y cómo la mira la gente! ¡Ni que ella fuera la procesión!

En efecto: Soledad estaba allí, donde menos se la esperaba, en una casa humilde, en aquel peligroso balcón tan cercano al piso de la calle… ¡Casi confundida con la multitud, cuando habría podido disponer de todas las casas y de rodos los balcones del barrio!

– ¡Qué temeridad! ¡Qué imprudencia! -decían algunos-. ¡Elegir ese sitio, estando en el pueblo el Niño de la Bola , y sabiendo que viene tan irritado!…

– ¡Qué falta de consideración! ¡Qué descoco! -añadían algunas-. ¡Andar de fiestas estando ausente su marido! ¡Constándole que el otro piensa venir aquí!

– ¡Confesemos que es muy valiente! -respondían los más tolerantes-. ¡Ella misma se lanza a la cabeza del toro! ¡Mirad qué cara tan serena y tan hermosa! ¡Mirad qué sonrisa tan altanera! ¡Mirad qué ojos! ¡Ninguna inquietud se lee en ellos! ¡Y, sin embargo, bueno andará su corazón!

– ¡Esa, ésa es la Dolorosa ! -exclamaba al mismo tiempo don Trajano, dirigiéndose a la prima del marqués-. ¡Este golpe la retrata de cuerpo entero! ¿Sabe usted a qué viene aquí? ¡A desarmar a Manuel con su presencia, a hacerle una paz vergonzosa para Antonio Arregui; a jugar el todo por el todo! Ya dije a usted anoche que Soledad ama… hasta cierto punto, al intrépido Venegas. Yo soy viejo y conozco el pecado…

– ¡Es usted atroz! -contestó agriamente la cortesana, cual si el jurisconsulto la hubiera sorprendido recorriendo con la imaginación, por cuenta de Soledad, aquel sendero pacífico, criminal y deleitoso.

Y luego añadió, quitándose los lentes:

– ¡Pues, señor, declaro que esa mujer vale más de lo que yo me figuraba… Aunque viste con mediano gusto y tiene una expresión hipócrita que da miedo, es muy bonita, muy graciosa y hasta muy interesante…

¡Que si lo era!… Permítasenos describirla por última vez… Permítasenos decir a qué extremo de hermosura había llegado la que conocimos inocente niña y púdica doncella, cuando la vemos ya convertida en mujer de veinticinco años, esposa y madre.

Soledad no pertenecía a la raza de las estatuas griegas. Su hermosura tenía más de gótica que de pagana, más de románica que de clásica, más de las creaciones de Schiller que de las de Ovidio, más atributos, en fin, de dama que de diosa. Así y todo, su conjunto era un primor de gracia, cuyas suaves líneas fluctuaban a veces entre la curva y el ángulo, dando mayor realce a los verdaderos hechizos femeniles. Ni se admiraba sólo la forma en aquella exquisita figura: la misma materia , cosa indiferente en la belleza gentílica, tenía en Soledad atractivo, y hablaba por sí propia a la imaginación. Era, en resumen, una de esas mujeres finas y nerviosas (a quienes erróneamente se suele llamar espirituales o ideales ), cuyos encantos corpóreos no se limitan al dibujo, al modelado exterior, a la belleza plástica, como en las beldades olímpicas, sino que residen y se aprecian en la totalidad del ser físico, en su índole y naturaleza, en la calidad de la masa, así en lo que de ellas puede ver el escultor, como en lo que adivina el fisiólogo: mujeres verdaderamente materiales y terrenas , mucho más humanas que esas macizas cariátides sin magnetismo, que parecen modelos de contorneada arcilla: ¡elásticas serpientes, en fin, de piel dócil y lúbrica, de carnes precisas y delicadas, de huesos cálidos y endebles, de sangre rápida y fluida, que viven y huelgan en el fuego, como se cuenta de las salamandras!

El rostro de la Dolorosa acrecía el profundo interés y ardiente curiosidad que ya despertaba en el ánimo la traza de su lánguida y voluptuosa contextura. Acuella palidez inalterable y llena de vida; aquellos ojos amantes y altivos a un propio tiempo; aquellos labios sensuales y desdeñosos; aquel sentimentalismo del concierto de sus facciones, tan incompatible con la adocenada vida que llevaba pacientemente la casual esposa de un hombre vulgar, o, cuando menos, prosaico; todas estas contradicciones de su ser y de su existencia, expresadas vagamente por el semblante, hacían que la callada joven cautivara la imaginación y el deseo, como trágica y misteriosa esfinge, guardadora de peregrinos secretos.

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