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Vitriolo le contestó con suma afabilidad:

– La Volanta está en muy buen terreno. Tú sabes que fue una labradora muy acomodada, y que su afición al aguardiente la hizo caer en las garras del usurero don Elías, quien la dejó pidiendo limosna… Hoy le dan de comer Soledad y su madre, más bien por remordimiento que por caridad, de donde se deduce que ella las detesta con todo su corazón. En cambio, considerando que yo soy el abogado consultor de los pobres, que no voy a misa, y que le hago de balde ciertos ungüentos para sus oficios de curandera y de bruja, me quiere con toda su alma, ve en mí una especie de vicario del diablo, único Dios en que cree, y me cuenta todo lo que sucede en casa de la Dolorosa . Ahora bien: por tan seguro conducto he sabido que la señá María Josefa fue quien mandó anteanoche destruir la gran acequia de la fábrica, tan luego como se enteró de que llegaba Manuel Venegas, obligando así a marchar allá a Antonio Arregui, y ganando tiempo para entenderse con el burlado amante… La propia Volanta proporcionó el hombre que rompió dicha acequia, y ella también debía procurarme a mí hoy, según me ofreció anoche, esta misma u otra persona que fuese a la fábrica como por casualidad y participase a Antonio Arregui el regreso del Niño de la Bola . ¡Seis reales le di para ello!…

– Son tres leguas de ida y tres de vuelta… ¡No estuvo mal! -prorrumpió flemáticamente Paco Antúnez, encendiendo un buen trozo de lo que entonces se llamaba tabaco negro .

– No estuvo mal… -repitió Vitriolo- . Pero es el caso que todos los hombres a quienes ha propuesto el trato la Volanta recelan que se entere el Niño de la Bola , y ninguno se atreve a ir a la Sierra… ¡Ya ves qué contrariedad! ¡Son las ocho de la mañana, y es menester que el marido de la Dolorosa se halle aquí antes de la hora de la procesión!…

– La procesión es a las cuatro…-observó con frialdad Antúnez, chupando aquel veneno que tenía en la boca.

– ¿Te atreverías tú a ir? -preguntó Vitriolo , afectando gran indiferencia.

– ¡Yo no! -respondió inmediatamente el discípulo, con una gravedad impropia de sus veintidós años.

– Puedes fingir una cacería… -insistió Vitriolo -. Coges el caballo y la escopeta, y en dos horas estás allí… Arregui no podrá maliciar que vas ex profeso a darle la noticia.

– He dicho que no voy… -replicó Antúnez, mirando el humo de su cigarro,

– ¿Temes que se lo cuenten a Manuel Venegas? ¿Te asustas tú también del Niño de la Bola ?…

– No es eso, amigo Vitriolo . Te temo a ti; me asusto de tu ferocidad. Cualesquiera que sean mis ideas religiosas, o, mejor dicho aunque no me hayas dejado ninguna, yo no he nacido para matar con mano ajena. Yo no soy como tú, indiferente a la moral y a la política; yo amo el bien, aunque no crea en otra vida futura… Yo soy republicano de veras.

– Ya lo sé… y haces muy mal… -respondió Vitriolo -. Lo mejor es no ser nada.

Antúnez replicó en el acto:

– Para hablar así hay que principiar por donde tú principias: por aborrecer a la especie humana. Ahora bien: yo no la aborrezco; yo amo a los hombres y deseo su dicha, como lo desearon Catón, Bruto y Robespierre…

– Pues entonces, ¡fíngete cristiano!… -dijo Vitriolo , riéndose-. De esa manera podrás ofrecer dos bienaventuranzas a tus adorados prójimos, o sea una de presente y otra de futuro; una en esta vida y otra… donde cuentan los sacristanes.

– ¡Yo no sé decir lo que no siento! -contestó el filántropo-. Y por eso precisamente me niego a ir a engañar a Antonio Arregui, ocultándole el objeto de mi excursión a su fábrica…

– Pero ¡tú olvidas lo que hablamos anoche! -exclamó Vitriolo muy apurado-. ¡Tú olvidas que si don Trinidad Muley empastela este asunto, la victoria será de las ideas místicas! ¡Dirá el clero, y repetirán las viejas, que ha habido milagro , como lo dijeron en 1832, cuando Manuel Venegas perdonó la vida a don Elías Pérez, la tarde de la famosa rifa! Contaba entonces don Bernardino, el sacristán de la parroquia, que si no ocurrió allí una muerte se debió a que don Trinidad se abrazó a la efigie del Niño del Dulce Nombre pidiéndole auxilio… hay más: la señá Polonia, el ama…, o la querida del cura… (no frunzas el entrecejo: admito que sólo sea su ama…) tomó de aquí pie para soltar la especiota de que la tal efigie, decidida protectora del hijo de don Rodrigo, le devolvió el habla cuando muchacho… ¡Todo esto es muy grave! ¡Antúnez! ¡O somos o no somos enemigos de la superstición! ¡Tu causa es la mía, aunque yo no sea republicano ni monárquico! ¡Hay que desvanecer esas patrañas! ¡Hay que evitar un nuevo triunfo de don Trinidad Muley!

– Desengáñate, Vitriolo… - ;contestó fríamente el republicano-. Lo que a ti te mueve en esta empresa no es la filosofía a que yo también rindo ferviente culto, sino el insensato amor que tuviste a la Dolorosa , convertido en odio mortal por haber ella obligado a un perro a comerse tu amartelada declaración… Yo ignoraba anoche tan divertido lance; pero esta mañana me he enterado de él, como todo el pueblo, por haberlo referido anoche el afrancesado a sus tertulios…

Vitriolo se retorció convulsivamente, y lanzó una especie de alarido… Irguióse luego, y dijo con dolorosa mansedumbre:

– No te lo negaré yo a ti, que eres mi ojo derecho… No te negaré, mi querido Paco, que también procedo a impulsos de ese rencor inextinguible… No te negaré que la felicidad de la Dolorosa me vuelve loco; ¡que necesito verla llorar tanto como yo he llorado, y que la ocasión es ésta! Pero ¡no por eso dudes de que, al propio tiempo que vengarme, quiero defender la santa impiedad, única gloria y consuelo de mi pobre existencia! ¡Sí! ¡Yo trato de evitar que los curas hagan creer a los necios en un milagro de las ideas religiosas que nos ponga en ridículo a todos vosotros y a mí! ¡Yo quiero libraros y librarme de una silba de todo el pueblo! Don Trinidad Muley, con sus limosnas, entretenimientos y gramática parda, es el levítico que mas daño hace hoy en esta ciudad a la causa de la razón . ¡Hay que presentarle una batalla campal! ¡Hay que destrozarlo para siempre!

– En ese punto estás repitiendo palabras mías… ya que no por lo tocante a la persona de don Trinidad (que es un buen hombre sin malicia ni talento), en lo que respecta al verdadero bando apostólico… Pero entre combatir el error y hacer lo que ahora me pides; entre predicar uno sus ideas filosóficas o traer al matadero a un hombre de bien, hay mucha, muchísima distancia… Repito que no voy a la Sierra.

– Pues ¡no vayas! -exclamó Vitriolo con sumo desprecio-. Yo me las compondré sin ti.

– ¿Irás tú mismo a buscar a Arregui? -preguntó irónicamente Paco Antúnez.

– ¡Así pudiera cerrar la botica! Pero estoy solo, y no puedo moverme de aquí ni de día ni de noche. Por lo demás, ten entendido que yo soy el único hombre de este pueblo que no le teme al Niño de la Bola .

– Dos o tres veces te he oído ya decir eso mismo… ¿Quieres explicármelo?

– Tiene muy poco que explicar. ¡No le temo porque soy cobarde!

Y, al hablar así, Vitriolo se erguía con especial orgullo.

– ¡Gran verdad has dicho! -exclamó Antúnez-. El mundo es patrimonio de los que no pelean; o, más bien, de los que no dan la cara… No hay quien corra menos peligros que un cobarde… ¡El desprecio de los valientes les sirve de escudo!… En fin… ¡Allá tú! Yo me retiro con tu licencia.

El boticario suspiró melancólicamente, y murmuró, como hablando consigo mismo:

– ¡Hay pocas naturalezas cabales!…

– ¡Pocas! -repitió Antúnez.

– Con todo, ¡por algo seré yo vuestro jefe!

– Ya lo creo… ¡Y aun por algos!

– ¿Estás pesaroso? -interrogó vivamente el farmacéutico-. ¿Piensas tú también abandonarme?

– Sí; pero es porque me voy a almorzar… -contestó el discípulo mayor sonriénduse con expresión indefinible.

Y se marchó muy despacio, dejando sumido a Vitriolo en dolorosas meditaciones.

* * *

El resto de la mañana fue, cual si dijéramos, una ampliación de la tertulia que hemos presenciado en la puerta de la botica. Tan luego como el vecindario acabó de almorzar, llenóse otra vez la plaza de corrillos y de paseantes, cual si allí se celebrara la gran fiesta del día, y no en el barrio de Santa María de la Cabeza. Contra la inveterada costumbre, muchas personas principales del pueblo, y desde luego todos los hombres de armas tomar o aficionados a ruidos y reyertas, dejaron de asistir a la solemne misa que en aquel instante se cantaba en la parroquia gobernada por don Trinidad Muley… «¿A qué ir -parecía decir e la gente-, cuando sabemos que Manuel Venegas esta encerrado en esa Casa?» No apartaban, pues, los ojos de aquellos mudos balcones o de aquella inexorable puerta los grupos diseminados acá y allá, y hasta los mismos paseantes volvían la cabeza a cada momento para ver si daba señales de vida el albergue del infeliz recién llegado. Tenía aquello algo de la expectativa del público en una plaza de toros, cuando los aficionados bullen todavía en el circo, esperando a que se anuncie la salida de la fiera para quitarse de en medio y dejar a otros el cuidado de hacerle frente… O, más bien, era un caso igual al de los antiguos torneos… ¡Manuel y Antonio estaban como obligados a optar entre la pelea y la deshonra! ¡Sangre o rechifla! , parecía ser el estribillo del coro.

Llegó la hora de comer, las dos de la tarde, sin que se hubiese movido ni una mosca en casa de Venegas, no obstante haber estado dos veces llamando al portón el ama de don Trinidad Muley y otras dos un acólito de la parroquia de Santa María, y el público se retiró de la plaza.

Pero no habían transcurrido veinte minutos, cuando ya se hallaban de vuelta algunas personas… (¡Parcas fueron en el comer, o poco abastecida estuvo su mesa!). Otras regresaron algo más tarde.Acudió, por añadidura, mucha gente que no había estado allí por la mañana, y, con todo ello, la plaza acabó por parecer un animadísimo campamento… ¡Baste decir que varios mozos, y hasta algunos sujetos muy formales, hablaban ya de su firme propósito de no ir a la procesión si veían que Manuel no concurría a ella, y de pasar allí el resto de la tarde!

De pie a la puerta de su tienda de campaña, el general de aquel ocioso ejército…, quiero decir de pie a la puerta de su botica, el intrépido Vitriolo se restregaba las manos al ver que todos, por comisión o por omisión, estaban secundando su plan de batalla, y, a mayor abundamiento, daba instrucciones a sus ayudantes de órdenes para que sembrasen entre los corrillos las ideas más conducentes al triunfo de la ira sobre la paciencia, o, como él decía, «al triunfo de la razón sobre las preocupaciones»

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