Sólo el capitán retirado exclamó todavía, temblando de cólera:
– ¡Dispón de mi paga de dos meses! ¡Comeré demonios vivos!
Manuel no oía ninguna de estas cosas, y la gente comenzó a creerle anonadado, vencido, digno de lástima…
Pero don Trinidad Muley, que conocía mejor que nadie a su pupilo, y que lo veía inmóvil, mudo, con los labios blancos, siguiendo los movimientos de don Elías como si acechase la oportunidad de saltar sobre él y despedazarlo, corrió al lado del joven, y le dijo con grande imperio.
– Manuel…, ¡vete a casa! ¡Yo te lo mando!
El hijo del héroe bramó de angustia, como brama la fiera al sentir el hierro candente del domador, y dijo con bárbara humildad.
– ¿Sin matar a ese hombre?
– Manuel, ¡vete! -replicó el cura de Santa María.
– ¡Me ha vencido con el dinero que robó a mi padre! -añadió Manuel, enfureciéndose de nuevo según que hablaba-. ¡Me ha negado a mí, al descendiente de los Venegas, al hijo del que murió por salvarle sus mal ganados millones, el que baile con su inocente hija, el que le dé un abrazo de paz entre nuestras dos razas! ¡Ah, ladrón!… ¡Asesino!… ¡Verdugo!… ¡Me la pagarás con tu sangre!
– ¡Oye, oye! -decía entre tanto el usurero a su hija, que estaba abrazada a él, colgada de su cuello, y como sirviéndole de escudo-. ¡Oye cómo me insulta y me amenaza el que ronda tu dote! ¡Oye cómo te conquista ese tramposo, en lugar de pagarme el millón que me debe!
Manuel, a quien difícilmente sujetaba don Trinidad Muley (habiendo tenido para ello que llamar en su auxilio al Niño Jesús, cuya efigie le mostraba con fervorosos ademanes y discursos), percibió las últimas palabras de don Elías, y, lejos de enfurecerse más, serenóse de pronto, con aquella rapidez de transición que le caracterizó siempre, y quedó inmóvil, suspenso, frío, como una estatua de mármol.
– ¿Yo?… ¿Yo?… ¿Yo le debo a usted un millón? -acertó a decir, finalmente, con el acento de la más noble ingenuidad.
– ¿Acaso lo ignoras? -repuso don Elías valientemente, como quien llega a su terreno-. ¿No me debía tres tu padre? ¿No le cobré dos? Pues ¡el que debe tres y paga dos, resta uno!… ¡Y tú, buen mozo; tú, que eres hijo y no has renunciado su herencia, me lo debes, como yo le debo el alma a Dios! De modo, señores… -continuó, dirigiéndose a la Hermandad-, que roda la rifa anterior es nula y debe invalidarse por completo, dado que el dinero que ofrecía ese joven era mío, como lo será todo el que adquiera en este mundo hasta que me pague el millón que me debe…
– ¡Qué hombre! ¡Qué infamias dice! ¡Y lo peor es que tiene razón! ¿No hay quien lo mate? -comenzó a murmurar la gente más temible.
– ¡Nadie lo toque! -gritó Manuel severamente-. Las cosas acaban de cambiar de aspecto, y ahora me corresponde a mí defender su vida… Yo ignoraba que era su deudor; pero, averiguado que lo soy, pues el semblante de ustedes me lo está diciendo con harta claridad, no quiero que nadie imagine que deseo la muerte de ese monstruo a fin de no pagarle… ¡Le pagaré!… ¡Ninguno se asombre de lo que digo!… ¡Le pagaré!… Tengo absoluta seguridad de que no me engaño… ¡Yo sé de lo que soy capaz! Vive, pues, tranquilo, zorro viejo y astuto, que si don Rodrigo Venegas murió entre las llamas para que no se dijese que había tratado de estafarte, su hijo hará algo más terrible y doloroso, que es no volver a ver a tu hechicera hija hasta haber ganado el millón que me reclamas. Me voy del pueblo, señores… -añadió con voz solemne, dirigiéndose al público-. Me voy de España… Pero ¡volveré! ¡Volveré con oro bastante para pagar mi deuda y ahogar después en onzas a mi deudor! ¡Volveré, sí, y vendré a este mismo sitio, tal día como hoy!…, ¡lo juro por el alma de mi padre!, a pujar la gloria de estrechar en mis brazos a ese ángel que el vil judío ha robado al cielo, a esa desgraciada que se llama su hija! ¡Ay del que la mire entre tanto! ¡Ay del que la pretenda! ¡Soledad es mía, y yo vendré a recobrarla y a matar al temerario que haya intentado siquiera atravesarse entre los dos! ¡En cuanto a ti, alma de mi alma, sé que sabrás esperarme!… ¡Adiós, Soledad de mi vida! ¡Adiós, señor cura! ¡Adiós, Niño mío!… ¡No os olvidéis de Manuel Venegas!…
Así dijo, y arrancándose de los brazos de don Trinidad Muley, y tirando con la mano un beso a Soledad y otro al Niño de la Bola, echó a correr hacia el interior de la población y desapareció de la vista de todos.
Soledad seguía impasible exteriormente, desde que la vida de su padre dejó de estar en riesgo; pero cuando quiso andar, le faltaron fuerzas para moverse, y hubo que llevarla en una silla a la carroza que fue de los Venegas.