El caso fue el siguiente:
En abril de aquel mismo año, cuando Manuel tenía diecinueve, Soledad diecisiete y medio, don Elías sesenta y ocho, la señá María Josefa cincuenta y seis, don Trinidad cuarenta, su ama de llaves cincuenta y nueve, y sesenta y tres la hermana del ama, obtuvo al fin la Dolorosa de su reanimado padre que la llevara a ver las funciones que por entonces celebraba anualmente, en la parroquia de Santa María de la Cabeza, la muy antigua Hermandad del Niño de la Bola.
Consistían (y siguen consistiendo) estas funciones en una misa con Señor manifiesto, sermón y comunión general el domingo por la mañana; solemnísima procesión por todo el barrio aquella misma tarde, y baile de rifa a la tarde siguiente, y en todas ellas solía representar, hacía tres años, mucho papel el hijo de don Rodrigo Venegas, como individuo de la cofradía y amigo particular y dos veces tocayo del Niño Jesús. Extrañóse, pues, generalmente aquel año que Manuel, aunque se hallaba en la ciudad y nunca despreciaba medio de ver a la Dolorosa , no asistiese ni a la misa ni a la procesión, donde hubiera admirado, como todo el mundo, la hermosura, lujo y donaire de la hija del prestamista, la cual estrenó aquel día dos trajes hechos en la capital por la modista de las condesas y marquesas, a cuál más rico, elegante y vistoso…
Llegó así la tarde de la rifa, o del baile de rifa, que entonces, como ahora, se celebraba en las afueras del pueblo, en una especie de arrabal de cuevas abiertas a pico sobre un anfiteatro de cerros de compacta arcilla, donde vive la gente más pobre de la población. Allí, las madres de las criadas que sirven en el casco de la ciudad colocan delante de su respectivo tugurio todas las sillas que poseen, a fin de que las ocupen los amos de sus hijas, convidados previamente a aquella fiesta, donde las señoras estiman mucho un buen sitio en que reunir tertulia al aire libre, lucir sus atavíos, ver la rifa y el baile, y hasta arrostrar las más encopetadas el deseado compromiso de bailar un poco, cual si fuesen humildes mozuelas de la clase baja.
Porque es de advertir (y ros urge decirlo bajo promesa de no añadir ni quitar nada a la estricta verdad de cosas que todavía suceden en aquella y otras comarcas de la península española) que, en tales bailes, celebrados enfrente de un altar portátil, donde se ve la efigie del festejado Santo, Virgen o Señor, tiene el público facultad amplísima de pedir y rifar, por medio de puja o subasta, así el que Fulana baile o no baile con Mengano, como el que éste no abrace, o abrace de nuevo, a aquella con quien acaba de bailar…, dado que lo que allí se baila y se ha bailado siempre es el fandango puro y neto, danza que termina de obligación, como ya sabréis, con un inexcusable abrazo de cada pareja… Los que no quieren que se realice lo que otro desea y paga, tienen que dar mayor cantidad de dinero al necesitado Santo, y de esta suerte, que bien merece tal nombre, se reúnen crecidos fondos para el culto de la venerada imagen… ¡Veinticinco ducados le costó una vez a cierto corregidor el que su esposa no bailase con el pregonero!
La mencionada tarde habían comenzado ya la rifa y la danza, con tanta más animación y júbilo, cuanto que la Dolorosa asistía por primera vez a la fiesta y ocupaba asiento preferente delante de la cueva en que el mayordomo de la Hermandad y el cura de la parroquia (don Trinidad Muley) habían plantado los reales de la presidencia, o sea el altar del Niño de la Bola. También contribuiría acaso al general contento la circunstancia de no haberse presentado tampoco en esta función el temido personaje humano del mismo sobrenombre, a cuya ausencia iban acostumbrándose ya todos, no sin cierta recóndita satisfacción de algunos, pues así les era más fácil mirar a sus anchas, y hasta dirigir alguna flor, a la hermosa hija del millonario, o conversar con éste acerca de cosas íntimas y desgraciadamente reales de un pícaro mundo donde la falta de dinero obliga muchas veces a los hombres a esconderse de sí mismos, aunque sólo sea durante pocas horas, para tener luego que andar toda la vida cuestionando con su propia conciencia, como con una implacable esposa a quien se ha hecho alguna mala pasada… Ello es que don Elías Pérez encontrábase allí tan regocijado como todo el mundo, muy atendido y bien tratado por los circunstantes, cruzando algunas palabras con ellos y hasta riéndose contra su costumbre, cual si al pobre viejo le alegrase el alma aquel tardío rayo de popularidad refleja que doraba el ocaso de su vida en el invierno precursor de su muerte. ¡Cuánto, cuánto le debía a la hija de su corazón! Y con qué embeleso se volvía hacia ella y la contemplaba, diciéndole al oído a cada instante: «¿Qué miras? ¿Te gusta aquel aderezo? ¿Te agrada aquel vestido? ¿Quieres que te compre otro igual?…»
Pronto se nubló en la frente del anciano aquella vaga luz de gloria, para no volver a brillar nunca.
– ¡Manuel Venegas viene! ¡Ya está ahí el Niño de la Bola !… -oyóse murmurar entre la muchedumbre.
Y un lúgubre presentimiento enlutó algunas almas, mientras que otras experimentaron no sé qué gratuita y poco envidiable complacencia.
Manuel llegaba efectivamente por la parte de la ciudad, sin que fuera posible confundir con otra su gallarda y apuesta figura, y no tardó en penetrar en lo más apiñado del concurso, con aire ni soberbio ni humilde, aparentando no advertir la sensación que producía, y respondiendo con leves movimientos de cabeza o brevísimas frases a las muchas personas que lo saludaban. Así avanzó hasta la mesa que servía de altar al Niño de la Bola, a quien besó los pies, dirigióle luego a don Trinidad Muley y le besó la mano, y en seguida clavó los ojos en el semblante de Soledad, con la inocente y clara osadía que acostumbraba, como quien mira lo que es suyo; como si la joven fuese su esposa, su hermana o su hija.
Don Elías se había puesto verde; pero no pestañeó siquiera, y siguió hablando con un labrador que hacía minutos le dirigía la palabra sombrero en mano, el cual (dicho sea con perdón) se cubrió apresuradamente al ver llegar a Manuel Venegas.
Soledad, en quien todos tenían clavada la vista, permaneció mucho más impasible que el viejo, pues ni aun el color llegó a alterársele y, a fin de no cruzar su mirada con la del imprudente mancebo ni con las del inconsiderado gentío, fijó los ojos en la imagen del Niño Jesús, no simulando ciertamente una devoción extemporánea, sino estar como distraída…
A cualquier hombre de mundo y conocedor del corazón humano le habrían causado miedo el abismo de negaciones y la feroz voluntad que no podía menos de haber en el fondo de aquella indiferencia o de aquel disimulo que no dejaba asomar ningún indicio de emoción a los celestiales ojos de la niña, cuando la tragedia tendía su cetro de serpientes sobre ella y sobre su padre… Pero Manuel la amaba así; la amaba como quiera que fuese; tenía la intuición, la fe, la evidencia de que aquel alma insondable era suya, y, en cuanto al coro, más artista siempre que verdaderamente sensible, se contentaba con admirar la encantadora actitud, propia de un ángel, de la imperturbable Dolorosa , sin descender a otra clase de estudios.
En tal situación, y cuando el público comenzaba ya a mostrar impaciencia porque no surgía ningún conflicto de que asustarse, Manuel se volvió tranquilamente hacia la comisión que presidía la rifa, y con voz clara y entera, que altero todos los corazones, dijo señalando a Soledad:
– ¡Cien reales por bailar con aquella señora!
La llamada señora fingió no haberle oído; pero don Elías se puso en pie, rojo de furia, y contestó inmediatamente:
– ¡Mil reales por que no baile con él!
Un recio murmullo, semejante a un trueno de tormenta próxima, cundió por todo el anfiteatro, y las gentes que estaban más lejos se acercaron a presenciar aquella aterradora subasta.
Soledad dejó de mirar al Niño Jesús, y, bajando los ojos al suelo, tiró a su padre de la levita, como para que se sentase y no siguiera el altercado.
Manuel había ya respondido:
– ¡Cien duros por bailar con ella!
Y se deslió la faja, de cuya punta sacó un puñado de monedas de oro.
El público lanzó un rugido de aprobación.
El avaro vaciló un momento… Notáronlo todos, y comenzaron a mirarse y a sonreír maliciosamente.
– ¡Ciento diez por que no baile! -exclamó al fin el pobre don Elías.
– ¡Aprieta, Manuel, que yo te ayudo! -exclamaron algunos mozos de medio pelo.
– ¡Aprieta, hijo, y cuenta con mi paga de este mes! -añadió un capitán retirado, cubierto de canas-. ¡Yo me batí en Talavera al lado de tu padre!
Manuel sonrió tranquilamente, y repuso, sacando otro puñado de oro:
– ¡Quinientos duros por que baile conmigo!
– ¡Bien! ¡Bien! -gritó casi todo el concurso.
Y hasta se oyeron palmadas y vivas al Niño de la Bola…
Soledad, que había conseguido sentar a su padre a fuerza de tirones (tanto más eficaces cuanto más altas eran las pujas de Manuel), se puso en pie al oír la última proposición, y comenzó a anudarse a la espalda las puntas de la cruzada mantilla, como determinándose a bailar.
El riojano quiso contenerla…, pero mil voces se alzaron a un tiempo mismo, diciéndole en variedad de tonos:
– ¡Eso se impide con dinero!
– ¡La cofradía no puede perjudicarse!
– ¡El Niño Jesús no debe perder los diez mil reales que se le han ofrecido!
– ¡O usted puja, o la Dolorosa baila con Manuel Venegas!
– ¡Saque usted sus millones, don Elías! ¿Para cuándo los guarda usted?
– ¡Aquí de los rumbosos, señor Caifás !
El usurero tenía sudores de muerte; pero al cabo de espantosa batalla, pudo más el odio que la avaricia, y, levantándose indignado, exclamó con rabioso acento:
– ¡Basta ya de bromas! ¡Acabemos de una vez! ¡Dos mil duros por que no baile mi hija! Soledad, vámonos a casa… Señor mayordomo, puede usted venir a cobrar inmediatamente.
Aquella violentísima puja era la puñalada del cobarde, ¡segura, mortal, sin salvación posible! ¡Manuel no tenía tanto dinero ahorrado!
Conociólo el huérfano y se quedó como estúpido…
– ¡Déjalo, hombre!… ¡Déjalo!…, ¡que en el infierno las pagará todas juntas!
– Manuel, no insistas, que el viejo quiere pillarte una proposición que no puedas pagar…
– Vete, Manuel, que la muchacha quería bailar contigo, y lo demás no debe importarte tanto…
Tales cosas comenzaron a decir al corrido mancebo los mismos que se habían declarado sus fiadores…