Cuando me desperté a la mañana siguiente Beth ya se había ido. Miré algo desconcertado la suave concavidad que había dejado su cuerpo en la cama y estiré la mano para buscar mi reloj: eran las diez de la mañana. Me levanté de un salto; había quedado en encontrarme con Emily Bronson en el Instituto antes del mediodía y todavía no había leído sus trabajos. Con cierta sensación de extrañeza, puse en mi bolso la raqueta y la ropa de tenis. Era jueves y en la marcha habitual de mi mundo todavía tenía mi partido por la tarde. Antes de salir volví a dar un vistazo decepcionado al escritorio y la cama. Hubiera esperado encontrar aunque más no fuera una pequeña nota, un par de líneas de Beth, y tuve que preguntarme si esa desaparición sin mensajes no sería precisamente el mensaje.
Era una mañana tibia y serena, que hacía aparecer lejano y vagamente irreal el día anterior. Pero cuando salí al jardín Mrs. Eagleton no estaba allí arreglando los canteros, y las cintas amarillas de la policía todavía rodeaban el porche. Un poco antes de llegar al Instituto crucé a uno de los quioscos de Woodstock Road y compré una dona y el diario. Encendí en mi oficina la cafetera eléctrica y abrí el diario sobre el escritorio. La noticia encabezaba la página de Locales con un gran titular: Asesinan a una ex heroína de guerra. Habían incluido una foto de una Mrs. Eagleton juvenil e irreconocible y otra del frente de la casa con el vallado de contención y los autos de policía estacionados. En la nota principal mencionaban que el cadáver había sido encontrado por un inquilino, un estudiante argentino de matemática, y que la última que había visto con vida a la viuda era su única nieta, Elizabeth. No había en el relato nada que yo no conociera; la autopsia, en las últimas horas de la noche, al parecer tampoco había arrojado nada nuevo. En un recuadro sin fuma se hablaba de la investigación policial. Reconocí de inmediato, bajo la aparente impersonalidad del estilo, el tono insidioso del periodista que me había entrevistado. Afirmaba que la policía se inclinaba a descartar que el crimen hubiera sido cometido por un intruso, a pesar de que la puerta de entrada estaba sin llave. Nada había sido tocado o robado en la casa. Había aparentemente una pista, que el inspector Petersen mantenía en secreto. El cronista estaba en condiciones de arriesgar que esa pista podría incriminar "a miembros del círculo familiar más íntimo de Mrs. Eagleton". Inmediatamente dejaba saber que el único familiar directo era Beth, quien heredaría "una modesta fortuna". De todas maneras, concluía la nota, hasta que hubiera otras novedades, el Oxford Times acompañaba la recomendación del inspector Petersen para que las amas de casa olvidaran los buenos viejos tiempos y mantuvieran a toda hora la puerta con llave.
Pasé las páginas para buscar la sección de necrológicas; una larga lista de nombres se asociaba al duelo. Había uno de la Asociación Británica de Scrabble y otro del Instituto de Matemática en el que figuraban Emily Bronson y Seldom. Separé Va página y la guardé en un cajón de mi escritorio. Me serví otra taza de café y me sumergí durante un par de horas en los papers de mi directora. A la una bajé a su oficina y la encontré almorzando un sandwich, con una servilleta de papel desplegada sobre los libros. Dio un pequeño grito de alegría cuando abrí la puerta, como si me viera regresar a salvo de una expedición llena de peligros. Hablamos del crimen durante unos minutos y le conté lo que pude, suprimiendo a Seldom de la escena; parecía realmente consternada y algo preocupada por mí. Me preguntó si la policía no me había molestado demasiado. Podían ponerse muy desagradables con los extranjeros, me dijo. Parecía a punto de disculparse por haberme sugerido alquilar allí. Hablamos todavía un rato más, mientras terminaba el sandwich. Lo comía sujetándolo con las dos manos y dando pequeños mordiscos en hilera como picotazos.
– No sabía que Arthur Seldom estaba en Oxford -dije en un momento.
– Bueno, ¡creo que nunca salió de aquí! -dijo Emily con una sonrisa-. Arthur piensa, como yo, que si uno espera el tiempo suficiente, todos los matemáticos acaban viniendo a Oxford en peregrinación. Tiene una posición regular en el Merton. Aunque es cierto que no se deja ver demasiado. ¿Dónde lo encontraste?
– Vi su nombre en el aviso fúnebre del Instituto -dije con cautela.
– Podría arreglar para que lo conocieras, si te interesa. Creo que habla muy bien en castellano. Su primera esposa era argentina -me dijo-. Trabajaba como restauradora en el museo Ashmolean, en el gran friso asirio.
Se interrumpió, como si hubiera cometido sin querer una pequeña indiscreción.
– Ella… ¿murió? -aventuré.
– Sí -dijo Emily-. Hace muchos años. Fue en el accidente en que murieron también los padres de Beth: estaban los cuatro en el auto. Eran inseparables. Iban a Clovelly, por un fin de semana. Arthur fue el único que se salvó.
Plegó la servilleta y la arrojó cuidadosamente al cesto para que no cayeran las migas. Tomó un traguito de su botella de agua mineral y se ajustó levemente los lentes sobre la nariz.
– Y bien -dijo, tratando de enfocarme con sus ojos de un celeste desvaído, casi blanquecino- ¿te quedó algún tiempo para leer los trabajos?
Cuando salí del Instituto con mi raqueta eran las dos de la tarde. Por primera vez el calor agobiaba y las calles parecían adormecidas bajo el sol del verano. Vi doblar lentamente, delante de mí, con la pesadez de una oruga, uno de los buses de dos pisos del Oxford Cuide Tours, con turistas alemanes que se protegían con viseras y gorritos y hacían señas de admiración al edificio rojo de Keble College. Adentro del Parque Universitario los estudiantes improvisaban picnics sobre el césped. Me invadió una fuerte sensación de incredulidad, como si la muerte de Mrs. Eagleton ya se hubiera desvanecido. Los crímenes imperceptibles, había dicho Seldom. Pero en el fondo, todo crimen, toda muerte, agitaba apenas las aguas y se volvía pronto imperceptible. Habían pasado menos de veinticuatro horas. Nada parecía haberse perturbado. ¿No iba yo mismo, como todos los jueves, a mi partido de tenis? Y sin embargo, como si después de todo sí se hubieran puesto en marcha secretamente pequeños cambios, noté una quietud desacostumbrada al entrar en el camino curvo que desembocaba en el Marston. Sólo se escuchaba el golpe rítmico y solitario de una pelota contra el frontón, con su agigantado eco vibrante. No estaban en el estacionamiento los autos de John y de Sammy, pero descubrí el Volvo rojo de Lorna subido sobre el césped contra el alambrado de una de las canchas. Di la vuelta al edificio de los vestuarios y la encontré practicando su revés contra la pared con un ímpetu reconcentrado. Aun desde la distancia podía ver la bella línea de las piernas, firmes y delgadas, que la pollera muy corta dejaba al descubierto, y cómo se tensaban y sobresalían sus pechos con el giro de la raqueta en cada golpe. Detuvo la pelota mientras me aproximaba a ella y pareció sonreír para sí.
– Pensé que ya no vendrías -me dijo. Se secó la frente con el dorso de la mano y me dio un beso rápido en la mejilla. Me miró con una sonrisa intrigada, como si se contuviese de preguntarme algo, o como si participáramos de una confabulación en la que estuviéramos los dos en el mismo bando pero no supiera muy bien cuál era su parte.
– ¿Qué pasó con John y Sammy? -pregunté.
– No sé -me dijo, y abrió con inocencia sus grandes ojos verdes-. Nadie me llamó. Ya estaba por pensar que se habían puesto los tres de acuerdo para dejarme sola.
Fui al vestuario y me cambié rápidamente, algo sorprendido por mi inesperada buena suerte. Todas las canchas estaban vacías; Loma me esperaba junto a la puerta de alambre. Alcé el pasador; Lorna entró delante de mí y en el pequeño trecho hacia el banco, se dio vuelta para mirarme otra vez, algo indecisa. Finalmente me dijo, como si no pudiera contenerse:
– Vi en el diario lo del asesinato -los ojos le brillaron con algo parecido al entusiasmo-. Dios mío: yo la conocía -dijo, como si todavía estuviera sorprendida, o como si aquello hubiera debido servirle a la pobre Mrs. Eagleton de escudo-. Y también vi algunas veces a la nieta en el hospital. ¿Es verdad que fuiste el que descubrió el cadáver?
Asentí, mientras sacaba la raqueta de la funda.
– Quiero que me prometas que después vas a contarme todo -me dijo.
– Tuve que prometer que no iba a contar nada -dije.
– ¿En serio? Eso lo hace todavía más interesante. ¡Yo sabía que había algo más! -exclamó-. No fue ella, la nieta, ¿no es cierto? Te advierto -me dijo, apoyándome un dedo en el pecho-: no está permitido tener secretos con tu compañera favorita de dobles: vas a tener que contármelo.
Reí, y le pasé sobre la red una de las pelotas. En el silencio del club desierto empezamos a cruzar tiros largos desde el fondo. Hay quizá sólo algo más intenso en el tenis que un tanto muy disputado y son justamente estos peloteos iniciales desde la base, donde se trata, inversamente, de sostener la pelota, de mantenerla en juego el mayor tiempo posible. Lorna era admirablemente segura en sus dos golpes y resistía y se amurallaba contra las líneas hasta que podía ganar el espacio suficiente para perfilarse otra vez de drive y contraatacar desde el rincón con un golpe esquinado. Los dos jugábamos dejando la pelota lo bastante lejos y lo bastante cerca para que el otro corriera y la alcanzara, y aumentábamos un poco más la velocidad con cada golpe. Lorna se defendía valientemente, cada vez más agitada, y sus zapatillas dejaban largas huellas cuando resbalaba de lado a lado de la cancha. Después de cada tanto volvía al centro, resoplaba, y se apretaba hacia atrás con un movimiento gracioso su cola de caballo. El sol le daba de frente y hacía brillar bajo la pollera las piernas largas y bronceadas. Jugábamos en silencio, concentrados, como si algo más importante empezara a decidirse adentro de la cancha. Solamente marcábamos las pelotas malas. En uno de los tantos más largos, cuando se recobraba para volver al centro después de un tiro muy esquinado, tuvo que girar a contrapié para alcanzar otra pelota sobre su revés. Vi que en el esfuerzo de la contorsión una de sus piernas cedía. Cayó pesadamente de costado y quedó tendida boca arriba, con la raqueta lejos del cuerpo. Me acerqué algo preocupado a la red. Me di cuenta de que no estaba golpeada sino sólo exhausta. Respiraba afanosamente, con los brazos extendidos hacia atrás, como si no pudiera juntar fuerzas para levantarse. Pasé por encima de la red y me incliné a su lado. Me miró, y sus ojos verdes tenían un extraño destello bajo el sol, a la vez burlón y expectante. Cuando le alcé la cabeza se incorporó a medias sobre uno de los codos y me pasó a su vez un brazo detrás del cuello. Su boca quedó muy cerca de la mía y sentí el soplo caliente de su respiración, todavía entrecortada. La besé y se dejó caer otra vez lentamente de espaldas arrastrándome sobre ella mientras la besaba. Nos separamos un instante y nos miramos con esa primera mirada honda, feliz y algo sorprendida de los amantes. Volví a besarla y sentí mientras la estrechaba cómo se hundían en mi pecho las puntas de sus pechos. Deslicé una mano bajo su remera y ella me dejó acariciar por un instante el pezón pero me detuvo, alarmada, cuando intenté pasar mi otra mano debajo de su falda.