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– Claro que sí -dije. Apagué la lámpara y me fui a sentar en el borde de la cama. La luz de la luna entraba débilmente desde la altura del techo e iluminaba su brazo desnudo. Puse mi palma sobre la suya y entrelazamos al mismo tiempo los dedos. Su mano era cálida y seca. Miré más de cerca la piel suave del dorso y los dedos largos, con las uñas cortas y prolijas, que se habían abandonado confiadamente en los míos. Algo me había llamado la atención. Giré disimuladamente con cuidado mi muñeca para ver del otro lado su dedo pulgar. Allí estaba, pero era curiosamente delgado y muy pequeño, como si perteneciera a otra mano, una mano infantil, la mano de una niñita. Noté que abría los ojos y me miraba. Quiso retirar la mano pero yo la apreté más fuerte y acaricié con mi propio pulgar su pulgar diminuto.

– Ya descubriste el peor de mis secretos -dijo-. Todavía me chupo el dedo de noche.

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