Una mujer policía muy delgada y enjuta, que casi desaparecía bajo su uniforme, nos condujo por una escalera hasta la oficina de Petersen. Entramos en una sala amplia, con las paredes de un color salmón subido, que conservaba la orgullosa austeridad inglesa de posguerra, sin condescender a ningún lujo. Había algunos altos archivos de metal y un escritorio de madera sorprendentemente modesto. Una ventana de medio punto dejaba ver un recodo del Támesis, y en la tarde indolente del verano los estudiantes tumbados en la orilla para recibir el último sol y el agua inmóvil y dorada, hacían recordar los cuadros de Roderick O'Conor que había visto en Londres, en la galería Barbican. Dentro de su despacho, echado hacia atrás en su sillón, Petersen parecía más sereno, como si desapareciera un elemento de su actitud vigilante, o tal vez fuera simplemente que había dejado de considerarnos sospechosos y quería mostrarnos que también podía reemplazar, si se lo proponía, su máscara de policía por la máscara general británica de la politeness. Se levantó para acercarnos unas sillas severas de respaldo alto, con el tapizado algo descosido y brilloso de roces. Pude espiar, mientras volvía a su lugar detrás del escritorio, la imagen en un portarretratos de plata que reposaba en un ángulo: se lo veía muy joven, de perfil, ayudando a montar a una pequeña niña a caballo. Hubiera esperado ver, por lo que me había contado Seldom, alguna documentación, recortes de diarios, quizá fotos sobre las paredes de los casos que había resuelto y, en aquel despacho perfectamente anónimo, era difícil saber si Petersen era ejemplarmente modesto, o más bien la clase de persona que prefiere no dejar saber nada de sí para averiguarlo todo de los otros. Extrajo del interior de su saco un par de lentes que refregó con un pedazo de franela mientras echaba una mirada a unas hojas sueltas sobre su escritorio.
– Bien -dijo-, les voy a leer lo esencial del informe. Nuestra psiquiatra parece creer que se trata de un hombre, un hombre alrededor de los treinta y cinco años. Lo llama en el informe Mr. M, supongo que por murderer. M, nos dice, probablemente nació en el seno de una familia de clase media baja, en un pequeño pueblo o el suburbio de una gran ciudad. Quizá fuera hijo único, o en todo caso, un hijo que se destacó tempranamente en alguna actividad intelectual: el ajedrez, la matemática, la lectura, una actividad desacostumbrada en su entorno familiar. Sus padres confundieron esta precocidad con alguna clase de genio, y esto lo separó durante su infancia de los juegos y rituales de los chicos de su edad. Posiblemente era el blanco de sus burlas y quizá esto estuviera acentuado por algún rasgo de debilidad física: voz afeminada, uso de lentes, obesidad… Estas burlas extremaron su retraimiento y le hicieron concebir sus primeras fantasías de venganza. En estas fantasías M imagina, típicamente, que su talento triunfa y que puede aplastar con su éxito a quienes lo humillan. Llega por fin el momento de la prueba, el momento que esperó tantos años. Un certamen particularmente importante de alguna clase o tal vez el examen de ingreso a la universidad, en la disciplina en la que se había destacado. Es su gran oportunidad, la posibilidad de salir de su pueblo y saltar a esa segunda vida para la que se ha preparado en silencio, de una manera obsesiva, durante toda la adolescencia. Pero aquí ocurre lo imprevisto: los examinadores cometen una injusticia de algún tipo y M debe volver derrotado. Esto provoca la primera fisura, lo que se llama el síndrome Ambere, por el nombre del escritor en que se estudió por primera vez esta clase de obsesión.
Petersen abrió uno de sus cajones y puso sobre el escritorio un grueso diccionario de psiquiatría del que sobresalía un papelito en una de las primeras páginas.
– Me pareció interesante repasar ese primer caso. Veamos: Jules Ambere era un oscuro escritor francés hundido en la pobreza, que envió en 1927 el manuscrito de su primera novela a la editorial G…, en ese momento la editorial más importante de Francia. Había trabajado durante años en ella, corrigiéndola con una obsesión fanática. Pasan seis meses y recibe una carta indudablemente cordial, firmada por una de las editoras, una carta que guardó hasta último momento. En esa carta le manifiestan admiración por su novela y le proponen que viaje a París para discutir las condiciones de un contrato. Ambere empeña sus pocas cosas de valor para pagar el viaje, pero en la entrevista algo sale mal. Lo llevan a comer a un restaurante exclusivo, su ropa desentona, sus modales en la mesa no son los adecuados, se atraganta con una espina de pescado. Nada demasiado grave, pero el contrato no se firma y Ambere vuelve a su pueblo humillado. Empieza a llevar la carta en su bolsillo y repite una y otra vez a sus amigos, durante meses, la pequeña historia. La segunda característica recurrente es este período de incubación y fijación que puede durar varios años. Otros autores lo llaman el síndrome de la "oportunidad perdida", para acentuar este elemento: el acto de injusticia ocurre en una circunstancia decisiva, un punto de inflexión que hubiera podido cambiar drásticamente la vida de la persona. Durante el período de incubación la persona vuelve obsesivamente sobre ese único momento, sin conseguir reanudar su vida anterior, o bien se readapta sólo exteriormente, y empieza a concebir fantasías furiosamente asesinas. El período de incubación termina cuando aparece lo que se llama en la literatura psiquiátrica la "segunda oportunidad", una conjunción de circunstancias que recrean parcialmente aquel momento, o dan una ilusión de semejanza suficiente. Muchos autores establecen aquí una analogía con el cuento del genio en la botella de Las Mil y Una Noches. En el caso de Ambere la segunda oportunidad es particularmente nítida, pero en general el patrón puede ser más vago. Trece años después de aquel rechazo, una lectora recién incorporada a la editorial G… encuentra casualmente el manuscrito durante una mudanza, y el escritor es llamado por segunda vez a París. Esta vez Ambere se viste de una manera impecable, cuida con minuciosidad sus modales durante el almuerzo, conversa con un tono perfectamente casual y cosmopolita, y cuando sirven el postre estrangula a la mujer sobre la mesa antes de que los mozos puedan hacer nada.
Petersen alzó una ceja y dejó de lado el diccionario para volver al informe; echó una ojeada silenciosa a la segunda página antes de pasarla por alto, y recorrió rápidamente los primeros párrafos de la tercera página.
– Recién aquí el informe vuelve a lo que nos interesa. La psiquiatra asegura que no estamos ante un psicópata. Lo característico del comportamiento del psicópata es la falta de remordimientos y una exacerbación progresiva de la crueldad que tiene que ver con un elemento de nostalgia: la búsqueda de un hecho que pueda conmoverlo. En este caso, lo que se manifiesta hasta ahora es, por el contrario, cierta delicadeza, una preocupación por hacer el mínimo daño posible… La doctora, como usted -dijo, levantando por un instante la vista a Seldom-, parece encontrar este detalle particularmente fascinante. En su opinión, fue el capítulo de su libro sobre los crímenes en serie lo que recreó para M la "segunda oportunidad". Nuestro hombre vuelve a la vida. M busca a la vez venganza y admiración, admiración de ese grupo al que siempre quiso pertenecer y del que fue injustamente expulsado. Y aquí al menos ella sí arriesga una interpretación posible para los signos. M, en sus raptos megalómanos, se siente un creador, M quiere dar nombre otra vez a las cosas. Se perfecciona y perfecciona su creación: los símbolos dan cuenta, como en el Eclesiastés, de las etapas de una evolución. El próximo símbolo, sugiere, podría ser un ave.
Petersen reagrupó las hojas y miró a Seldom.
– ¿Coincide esto con lo que usted estaba pensando?
– No en cuanto al símbolo. Todavía creo que si los mensajes están dirigidos a los matemáticos, la clave también debería ser, en algún sentido, matemática. ¿Hay en el informe alguna explicación sobre esta característica de "levedad" en las muertes?
– Sí -dijo Petersen, volviendo hacia atrás a las páginas que había salteado-, lo lamento: la psiquiatra considera que los crímenes son una forma de cortejo hacia usted. En M se mezcla el deseo genérico de venganza con el deseo, mucho más intenso, de pertenecer al mundo que usted representa, de recibir admiración, aunque sea horrorizada, de los mismos que lo han rechazado. Por eso elige por ahora una forma de matar que, supone, aprobaría un matemático, con una mínima cantidad de elementos, aséptica, sin crueldad, casi abstracta. M trata a su modo, como en la primera etapa de un enamoramiento, de serle grato; los crímenes son, también, ofrendas. La psiquiatra se inclina a pensar que M es un homosexual reprimido que vive solo, pero no descarta que pueda haberse casado y que aún ahora tenga una vida familiar convencional, que enmascare estas actividades secretas. Agrega que a esta primera etapa de seducción puede sucederle, si no obtiene ningún signo de respuesta, una segunda etapa colérica, con crímenes más sanguinarios, o dirigidos a personas mucho más próximas a usted.
– Bueno, esta chica casi parece conocerlo personalmente, sólo falta que nos diga si tiene un lunar en la axila izquierda -exclamó Seldom, y no pude distinguir si lo que había en su tono era sólo ironía o un asomo de irritación contenida. Me pregunté si le habría chocado la referencia homosexual-. Me temo que los matemáticos sólo podemos hacer conjeturas mucho más modestas. Pero, de todas maneras, volví a pensar en lo que me dijo y quizá deba dejarle saber mi idea… -Buscó su libretita en el bolsillo, tomó prestada del escritorio una lapicera fuente y garabateó un par de trazos que no alcancé a ver. Arrancó la hoja, la dobló en dos y se la extendió a Petersen-: ahora tiene usted dos posibles continuaciones para la serie.
En el modo de doblar el papel al entregárselo hubo algo confidencial que Petersen pareció registrar. Abrió el papel, le dio una mirada y se quedó en silencio por un momento antes de volver a doblarlo y guardarlo en un cajón de su escritorio, sin preguntar nada. Quizás en el pequeño duelo que habían sostenido los dos hombres Petersen se conformaba por ahora con haberle arrancado el símbolo y no quería forzar a Seldom con más preguntas, o quizá, más simplemente, prefiriera conversar luego en privado con él. Se me ocurrió que tal vez debiera levantarme para dejarlos a solas, pero fue Petersen el que se incorporó en ese momento para despedirnos con una sonrisa inesperadamente cordial.