Salimos en silencio del departamento de Policía y caminamos de regreso por St. Aldates hasta Carfax Tower sin intercambiar una palabra.
– Necesito comprar tabaco -dijo Seldom-, ¿me acompañaría al Covered Market?
Asentí con la cabeza y doblamos en High Street sin que yo hubiera vuelto a hablar. Seldom se sonrió para sí.
– Está molesto porque no compartí el símbolo con usted. Pero créame que tengo una razón.
– ¿Una razón distinta de lo que me contó ayer en el parque? Ahora que ya se lo enseñó a Petersen no alcanzo a ver por qué las consecuencias de que yo lo conozca podrían ser peores.
– Podrían ser… otras-dijo Seldom-, pero no es ése exactamente el motivo. Lo que quiero evitar es que mis conjeturas interfieran con las de usted. Es lo mismo que hago con mis alumnos de doctorado: trato de no adelantarme a ellos con mis propios razonamientos. Lo más valioso en el pensamiento de un matemático es el momento solitario de la primera intuición. Aunque no lo crea confío más en usted que en mí para que encuentre la idea correcta: usted estuvo allí en el principio y el principio, como diría Aristóteles, es la mitad del todo. Usted, estoy seguro, registró algo, aunque todavía no sepa qué, y sobre todo, usted no es inglés. En ese primer crimen está la matriz, ese círculo es como el cero de los números naturales, un símbolo de máxima indeterminación, sí, pero que a la vez lo determina todo.
Habíamos entrado en el mercado y Seldom se demoró en elegir su mezcla de tabaco en la cigarrería de una mujer india. La mujer, que se había incorporado de un taburete para atenderlo, llevaba un vestido largo y envolvente de seda y una insignia en la frente de un verde esmeralda. De su oreja izquierda pendía un aro de plata como una cinta circular. En realidad, mirando con más atención, vi que era una serpiente enroscada. Recordé de pronto lo que había dicho Seldom sobre el uróboro de los gnósticos y no pude resistirme a preguntarle sobre el símbolo.
– Shunyata -me dijo, tocando levemente la cabeza de la serpiente-: el vacío y la totalidad. El vacío de cada cosa por separado, la totalidad que las abraza. Difícil, difícil de entender. La realidad absoluta, por encima de todas las negaciones. La eternidad, lo que no tiene principio ni fin… la reencarnación.
Pesó con cuidado en una balanza de precisión las hebras de tabaco y cambió un par de palabras más con Seldom mientras le entregaba el vuelto. Salimos por el laberinto de puestos hacia la calle y en la arcada, de pie, nos encontramos a Beth junto a una pequeña mesa de la orquesta del Sheldonian, repartiendo unos volantes de propaganda. Estaban organizando una función benéfica y los músicos de la orquesta -nos contó- se turnaban para ofrecer las entradas. Seldom alzó uno de los programas.
– El concierto de 1884 con cañones auténticos y fuegos artificiales en Blenheim Palace -dijo-. Me temo que no podrá escapar de Oxford sin ir, por lo menos una vez, a un concierto con fuegos artificiales. Déjeme por favor invitarlo -y sacó del bolsillo el dinero para dos entradas.
No había vuelto a conversar con Beth desde mi viaje a Londres, y mientras buscaba los talonarios y escribía los números de los asientos me pareció que rehuía mi mirada. En todo caso, el encuentro parecía incomodarla.
– ¿Podré verte finalmente tocar? -le dije.
– Creo que será mi último concierto -y sus ojos se cruzaron por un instante con los de Seldom, como si fuera algo que aún no le había dicho a nadie y no estuviera muy segura de la aprobación de él-: me caso a fin de mes y voy a pedir una licencia… no creo que después siga tocando.
– Es una pena -dijo Seldom.
– ¿Que no siga tocando o que me case? -dijo Beth, y se sonrió sin alegría de su propio chiste.
– ¡Las dos cosas! -dije yo. Rieron francamente, como si mi frase les hubiera procurado un inesperado alivio, y al verlos reír así volvió a mí lo que me había dicho Seldom, que yo no era inglés. Aun en esa risa espontánea había algo contenido, como si se tomaran una libertad infrecuente de la que no debían abusar, y aunque Seldom hubiera podido protestar que él era escocés, había de todos modos entre ellos, en los gestos, o más bien en el cuidadoso ahorro de gestos, un indudable aire en común.
Salimos por Cornmarket Street y le señalé a Seldom un afiche en una de las carteleras comunales que ya había visto antes en la entrada de la Biblioteca Bodleiana: era el anuncio de una mesa redonda en la que participarían el inspector Petersen y un autor local de novelas policiales: ¿Existe el crimen perfecto? El título de la charla hizo detener a Seldom por un instante.
– ¿Usted cree que es un anzuelo de Petersen? -me preguntó. Era algo en lo que no había pensado.
– No, la charla está anunciada desde hace casi un mes. Y supongo que si quisieran tenderle una trampa lo hubieran invitado también a usted.
– Crímenes perfectos… Hay un libro con ese mismo título que yo consulté cuando trataba de establecer las analogías de la lógica con la investigación criminal. El libro pasaba revista a decenas de casos nunca resueltos. El más interesante, para lo que yo buscaba, era el de un médico, Howard Green, que llegó a la formulación para mí más precisa del problema. Quería matar a su esposa y escribió un diario minucioso, verdaderamente científico, sobre todas las posibles ramificaciones adversas. No era difícil, concluía él, matarla de una manera en que la policía no pudiera culpar definitivamente a nadie. Proponía catorce formas diferentes, algunas realmente ingeniosas. Lo que era mucho más difícil era librarse a sí mismo para siempre de cualquier sospecha. El peligro principal para el criminal, sostenía, no era la investigación que pudiera hacerse de los hechos hacia atrás -eso podía siempre solucionarse borrando o confundiendo rastros con una preparación suficiente del crimen- sino las trampas sucesivas que podían tenderle hacia adelante. La verdad, escribió en términos casi matemáticos, es férreamente única: cualquier apartamiento de la verdad es siempre refutable. Él sabría en cada interrogatorio lo que había hecho y cada coartada en la que pensaba tenía inevitablemente un elemento de falsedad que con la suficiente paciencia podía ser puesto al descubierto. Ninguna de las alternativas que analiza lo convencen: hacerla matar por otro, simular un suicidio o un accidente, etc. Llega entonces a la conclusión de que debe proporcionarle a la policía otro culpable, uno que sea obvio e inmediato y que cierre la investigación. El crimen perfecto, escribe, no es el que queda sin resolver sino el que se resuelve con un culpable equivocado.
– ¿Y la mata finalmente?
– Oh no, ella lo mata a él. Descubre una noche el diario, tienen una pelea terrible, ella se defiende con un cuchillo de cocina y logra herirlo mortal-mente. Al menos esto es lo que le cuenta al tribunal. El jurado, horrorizado por la lectura del diario y las fotos de los hematomas de su cara, dictamina que el homicidio fue en defensa propia y la declara inocente. Es por ella en realidad que el crimen figura en el libro: muchos años después de muerta unos estudiantes de grafología demostraron que la letra en el cuaderno del Dr. Green era una imitación casi perfecta, pero sin duda no pertenecía a él. Y descubrieron también este pequeño detalle fascinante: el hombre con el que se casó ella discretamente poco después era un copista de ilustraciones y obras antiguas de arte. Me gustaría saber quién de los dos fue en todo caso el que redactó el diario: es una impostación magistral del estilo científico. Fueron increíblemente audaces porque el diario, que se leyó durante el juicio, decía y revelaba línea por línea lo que ellos habían hecho. Mentir con la verdad, con todas las cartas sobre la mesa, como un acto de ilusionismo con las manos desnudas… A propósito: ¿conoce usted a un mago argentino que se llama Rene Lavand? Si lo vio alguna vez no puede olvidarse.
Negué con la cabeza, ni siquiera me sonaba remotamente el nombre.
– ¿No? -dijo Seldom sorprendido-. Tiene que verlo actuar. Sé que vendrá muy pronto a Oxford, podemos ir juntos a verlo. ¿Recuerda nuestra conversación en Merton College, sobre la estética de los razonamientos en distintas disciplinas? La lógica de las investigaciones criminales fue, como le dije, mi primer modelo. El segundo fue la magia. Pero me alegro de que no lo conozca -dijo con el entusiasmo de un niño-, eso me dará la oportunidad de ver su espectáculo otra vez.
Habíamos llegado frente a la puerta de The Eagle and Child. Vi por una de las ventanas a Lorna. Estaba sentada de espaldas a nosotros, con el pelo rojizo suelto hacia atrás y hacía girar distraídamente sobre la mesa el posavasos redondo de cartón. Seldom, que había sacado mecánicamente su sobre de tabaco, siguió mi mirada.
– Vaya, por favor, vaya -dijo-: a Lorna no le gusta esperar.