Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Mientras se oía el tintineo del hielo en los vasos pasé revista a la situación. No era halagüeña. Las dos puertas de entrada (y salida) estaban cerradas con llave, y no es lo mismo una llave que un pestillo: forzar las cerraduras con la cucharilla me habría llevado por lo menos media hora, con el riesgo consiguiente de ser pillado in fraganti. Pero de todos los planes posibles, aquél era el único viable, pues con un inválido en una silla de ruedas no era cosa de utilizar las ventanas ni el tiro de la chimenea. De las dos puertas, la de la cocina parecía la elección más lógica, aunque salir por allí implicaba el probable reencuentro con el mastín y esta vez no tenía con qué granjearme su benevolencia, salvo que le gustaran los cacahuetes tostados y el zumo de tomate. Antes, sin embargo, debía regresar a la planta superior y bajar la silla de ruedas, como habíamos quedado al inicio de la fuga.

De estas minuciosas pero necesarias especulaciones mentales me arrancó de golpe un sospechoso olor a lana quemada. El inválido y yo lanzamos sendos reniegos al unísono. Por descuido habíamos olvidado apagar la vela y ardía la manta.

Como mi altruismo tiene un límite, dije al inválido que se arreglara por su cuenta y salí arreando. Con tan mala fortuna que la manta se me enredó en la ropa y se vino conmigo. El zafarrancho no podía pasar inadvertido y al instante se oyeron voces en la habitación iluminada exclamar:

– ¿Qué demonios está pasando ahí afuera?

El señor alcalde asomó la cabeza y dijo:

– No lo sé. Hay una manta en llamas corriendo por la casa.

– Santi, coño, haz algo -exclamó el abogado señor Miscosillas-, que para eso se te paga.

– Estoy de baja -replicó el antiguo guardia de seguridad.

– Pues dame la pistola, gandul -dijo el abogado señor Miscosillas.

Salió éste empuñando una Beretta 89 Gold Standard calibre 22 en el momento en que yo lograba desprenderme de la manta. Por si acaso, me desprendí también de la americana y los pantalones y luego levanté los brazos y grité:

– ¡Me rindo!

– Baje los brazos y apague esta hoguera antes de que se queme la casa, majadero -me ordenó el abogado señor Miscosillas.

Tan interesado como él en evitar un desastre, corrí a la cocina y regresé con dos vasos llenos de agua. Esta intervención y unos violentos pisotones redujeron la manta a humo y cenizas. A continuación el abogado señor Miscosillas me hizo entrar en la habitación iluminada y enfrentarme a los allí reunidos. El señor alcalde fue el primero en reaccionar.

– Caramba, es usted -dijo-. Creí que ya habíamos acabado de rodar el spot.

*

Me habían hecho poner de nuevo el traje, ligeramente chamuscado, y me habían hecho sentar en un ajado puf de cuero repujado que me maltrataba las nalgas. Santi, el pistolero inválido, había recuperado entre tanto la Beretta 89 Gold Standard calibre 22 y no dejaba de apuntarme con ella; el señor alcalde y el abogado señor Miscosillas ocupaban gravedosos el amplio sofá, y el individuo encapuchado deambulaba por la habitación a grandes zancadas, como un león enjaulado y con capucha. Transcurrido de esta suerte un buen rato, en vista de que nada sucedía y considerando que en aquella ocasión el tiempo no jugaba a mi favor, decidí tomar la iniciativa hablando en estos términos:

– Señores, de su actitud desasosegada y de las miradas furtivas que entre ustedes veo cruzarse deduzco que esta situación les resulta enojosa, y como aún me lo resulta más a mí, les propongo desbloquearla por el único medio que funciona en estos casos, es decir, poniendo las cartas boca arriba o sobre el tapete, siendo correctas ambas acepciones.

Hice una pausa para sondear el efecto de mi propuesta y no advirtiendo reacción alguna en pro ni en contra y considerando adecuado a mis propósitos iniciar la sesión con un golpe de efecto, me dirigí al encapuchado y le dije:

– Hora es ya de poner fin a la farsa del cucurucho y la sordina. La primera vez me engañó usted, señorita Ivet, pero luego ya no. Es inútil seguir fingiendo. Y llevar la cabeza tapada tanto rato deshidrata la piel, estimula la secreción sebácea y deja el cabello graso y apelmazado.

Con un encogimiento de hombros se desprendió la interesada del caperuzón, que llevaba incorporado a la altura del orificio bucal un distorsionador electrónico de sonido y lo arrojó al suelo. Luego se quitó la americana, los pantalones y las almohadillas que, colocadas bajo la ropa, ocultaban sus formas femeninas y le proporcionaban la apariencia y el mal tipo de un hombre fondón. Debajo de estas prendas llevaba un ajustado pantalón de lycra gris claro y una sencilla camiseta blanca sin mangas. El conjunto, cómodo, actual y sin pretensiones, la rejuvenecía y le sentaba francamente bien. Al punto se levantó el señor alcalde del sofá, corrió hacia ella con la mano tendida y le dijo:

– Encantado. Soy el alcalde de Barcelona y me presento a la reelección.

Ella le lanzó una mirada cargada de enojo y desdén, cruzó los brazos sobre la camiseta y le espetó:

– Soy Ivet Pardalot, cretino, y me conoces desde que nací.

– Ah, sí, es verdad. No había caído. Y eso que recibiste en mis brazos las aguas bautismales… o freáticas, ya no recuerdo -admitió el señor alcalde regresando a su asiento algo confuso-. Cómo iba uno a sospechar… Horacio, ¿a ti esta metamorfosis no te ha dejado de pasta de boniato?

– No, señor alcalde -dije yo antes de que el aludido pudiera responder a la pregunta del señor alcalde-, el abogado señor Miscosillas ha estado desde el principio en el secreto de la doble personalidad de la señorita Ivet. Mejor dicho, ha estado en una parte del secreto, porque hay cosas que él no sabe y que no le gustará saber cuando yo se las cuente.

– Basta ya -dijo Ivet Pardalot interrumpiéndome en este punto-. No tenemos ninguna necesidad de escuchar a este profesional de la laca y la labia. Como intruso que es, nos corresponde a nosotros ocuparnos de él, no a él de nosotros. Y eso haremos sin más circunloquios. La presencia de esta mierda con moscas complica un poco nuestros planes, pero si la sabemos aprovechar, también los simplifica. Porque esta mierda con moscas, no contenta con ser el principal sospechoso del asesinato de mi padre, ha entrado en esta casa con nocturnidad y escalo. Nada de raro tendría, dado lo que antecede, que acabara recibiendo su merecido. Por ejemplo, un balazo bien dado. De este modo la policía podría decir que el asesino de Pardalot fue muerto en legítima defensa cuando trataba de perpetrar un nuevo crimen y así dar carpetazo a una investigación que sólo puede causarnos molestias a todos. ¿Alguien tiene algo que añadir a la propuesta?

El abogado señor Miscosillas se levantó del sofá como impulsado por un resorte (del sofá) y preguntó con voz trémula:

– ¿La propuesta consiste en asesinar a esta mierda con moscas a sangre fría?

– Por Dios, Horacio -exclamó el señor alcalde-, cuida el vocabulario. Éstas no son cosas que yo deba oír.

– Sólo es un peluquero indocumentado que sabe demasiado -respondió Ivet Pardalot-. Su desaparición no perjudica a nadie. Vivo, por contra, es un engorro constante. La otra noche, en mi propia casa, trató de meterse en la cama conmigo.

Enrojeció el abogado señor Miscosillas hasta la raíz de sus canas y bajó la cabeza.

– ¿Y no podríamos ofrecer a esta mierda con moscas un dinerete por su silencio? -apuntó el señor alcalde-. O un empleo en el Ayuntamiento. La casa consistorial es un nido de sátiros.

– No -dijo Ivet Pardalot-. Hemos llegado demasiado lejos para adoptar soluciones provisionales. Santi, llévese a esta mierda con moscas a un lugar discreto, proceda y entierre sus restos en el jardín de la casa de al lado.

– Santi, amigo mío -me apresuré a decir-, no te dejes engatusar por esta gatamusa. Si me liquidas a mí, te liquidarán después a ti. Y con mayor motivo, porque sabrás de ellos cosas más gordas y comprometidas.

– Sí, pero yo soy de la banda -replicó Santi.

– No te lo creas, Santi -repuse-. En este club, como en todos los clubes, sólo tienen cabida los socios fundadores. Tú eres un peón, una simple cagarruta en el tablero de ajedrez. Escucha: la bala que recibiste en mi apartamento no la recibiste por error. Alguien sabía que vendrías a verme y contrató a un francotirador para que te liquidase desde la casa de enfrente. La idea de hacerme firmar una confesión escrita no se te pudo ocurrir a ti solo. Alguien te dio la idea, y también la pluma estilográfica. Un segurata no tiene una Montblanc. ¿Quién fue, Santi?

Santi se quedó pensativo un rato. Luego dijo:

– Esto no prueba nada. ¿Por qué…?

– ¿Por qué les convenía matarte? -dije yo-. Muy sencillo: para ofrecer a la policía una solución del caso. A mí no conseguían inculparme de un modo concluyente. En cambio contigo lo tenían fácil. La noche de autos, Pardalot y tú estabais solos en el edificio de El Caco Español.

– Vale -alegó Santi-, pero yo no le maté.

– Tal vez no -dije-. Pero si me liquidan a mí para asegurarse mi silencio, ¿por qué no habrían de matarte también a ti?

– Un momento -dijo el señor alcalde mirando cariacontecido a unos y a otros-. Si Santi no mató a Pardalot y usted tampoco, ¿quién mató a Pardalot? No me diga que fui yo. Es cierto que aquella noche fui a las oficinas de El Caco Español. Es cierto que entré subrepticiamente por el garaje para no ser visto. Pero cuando llegué a su despacho, Pardalot ya estaba muerto. Al menos, así recuerdo lo sucedido. El problema es que no tengo la cabeza muy firme, ¿sabe? Para el desempeño de mi cargo ya vale. Pero los de la oposición lo saben y se aprovechan de mi debilidad. Día sí, día también, me hacen mociones y otras cuchufletas para volverme tarumba. Todo me da vueltas, especialmente el Salón de Ciento. Pero yo no estoy loco.

Se levantó del sofá, sacó del bolsillo una octavilla de propaganda electoral en la que figuraban su risueña efigie sobre fondo azul y un incisivo eslogan (Com a cal sogre!) y recorrió el exiguo corro de los allí presentes mostrando a cada uno la foto y preguntando:

– ¿Es ésta la cara de un demente? Decidme, ¿son éstos los rasgos faciales de un locatis?

Nos abstuvimos piadosamente de responder, le tranquilicé respecto de la autoría del crimen y conseguimos reintegrarlo con ruegos y carantoñas al sofá. Luego, cerrado este emotivo paréntesis, volvió a tomar Ivet Pardalot las riendas de la situación y la palabra e instó a Santi a cumplir las aviesas órdenes por ella misma impartidas, a lo que se negó aquél alegando que necesitaba ambas manos para sujetar las muletas y en aquellas condiciones no podía obligarme a acompañarlo afuera y allí darme un triste fin. Al oír esta burda evasiva se rió con sarcasmo Ivet Pardalot.

41
{"b":"88369","o":1}