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– No hable fuerte.

La silueta de un hombre se agitó en su silla de ruedas.

– ¿Quién es usted? -preguntó en un susurro.

– El peluquero.

– Ah, ¿y qué hace con una palmatoria en la mano?

– He venido a rescatarle.

– No veo la relación.

– Yo tampoco -admití.

Contra una de las paredes laterales de la habitación había una cama estrecha sin hacer. Por una rasgadura del colchón asomaban trozos de gomaespuma guarros y roídos. Desde el otro lado de la habitación me miraba un papanatas con una palmatoria en la mano: era yo reflejado en la luna de un armario. Por la rendija que dejaban los postigos de un ventanuco entraba una raja de luz proveniente de la calle. En vano traté de abrir los postigos, consolidados por la acción del tiempo. Volví junto al inválido.

– ¿Por qué hace esto? -preguntó.

– Por su hija -respondí optando por la versión abreviada de mis motivaciones.

– Eh, no meta a Ivet en este enredo -dijo él.

– Y usted no sea ingenuo: es Ivet la que lo ha enredado a usted, señor Gaucho. ¿Es argentino?

– No. Me llamaban el Gaucho porque bailaba el tango mejor que nadie.

– Pues más valdría que hubiera bailado menos y no se hubiera quedado inválido. Ya me dirá cómo salimos de aquí.

– Un respeto. Estoy inválido porque me rompieron las piernas. Aparte de mi enfermedad renal. Estoy desahuciado a largo plazo.

– ¿Quién le rompió las piernas? ¿Pardalot?

– Claro.

– ¿Tanto les estafó?

– Bastante.

– ¿Y Miscosillas?

– No. Ése es un pobre abogado, el hombre de paja del señor alcalde. ¿No sería mejor que habláramos de todo esto en una cervecería?

– Es muy fácil decirlo -repliqué-. Pero si nos ponemos a bajar la escalera con la silla de ruedas se volverá a romper las piernas y además los brazos. Eso sin contar con el alboroto.

– Tiene razón -reconoció-. Lléveme a cuestas. Peso poco y usted parece fuerte.

– Son las hombreras. Y no voy a llevarle a caballito por la autovía de Castelldefels hasta Barcelona.

El inválido meditó unos instantes y luego dijo:

– Ya sé. Bájeme primero a mí y luego baje la silla.

– Vaya, no es mala idea -reconocí.

Abrí la puerta. A nuestros oídos llegaron los acordes de una triste melodía (Tombe la neige, u otra de Adamo que siempre confundo con Tombe la neige). Dejando la puerta abierta conseguí, con gran esfuerzo y considerable pérdida de tiempo, levantar al inválido de su silla de ruedas y sostenerlo precariamente sobre mi escuchimizada espalda. Él se aferraba con ganas a mi cuello. Para que no me asfixiara y tener yo las manos libres le dije que se hiciera cargo de la palmatoria. Así salimos de la habitación. Anduvimos unos pasos, se me doblaron las rodillas y nos caímos los dos por el suelo. Por fortuna la voz del inspirado chansonnier ahogó el ruido de los coscorrones.

– No doy para más -susurré jadeando-. Siempre fui enclenque. Y llevo varias noches durmiendo poco.

– Pues estaba mejor secuestrado que así -protestó el Gaucho.

– Calle y no se mueva. Ahora vuelvo -dije.

A tientas recuperé la vela, que se había salido de la palmatoria y se había apagado y la volví a encender con una cerilla. Abajo se hizo de nuevo el silencio y al cabo de un rato se oyó el ruido del disco al hacerse añicos contra la pared. A continuación Aznavour cantó en español Se está muriendo la mamá. Regresé a la habitación y abrí el armario de luna. Como había previsto encontré allí ropa de cama. Saqué una manta y regresé con ella junto al inválido, al que encontré yacente y deshecho en llanto.

– Y ahora, ¿qué le pasa? -le pregunté-, ¿se ha hecho daño?

– No. Es la canción -dijo él.

*

Aprovechando la melancólica laxitud en que el recuerdo de tiempos más felices había sumido a Agustín Taberner, alias el Gaucho, lo coloqué sobre la manta y tirando de ella lo arrastré hasta el arranque de la escalera con relativa facilidad, que por este sencillo método y en virtud de sabe Dios qué leyes de la mecánica, he visto yo a hombres débiles desplazar pianos y neveras. Los peldaños, naturalmente, presentaban dificultades adicionales.

Sin embargo, con destreza, coraje y alguna que otra culada, llevábamos bajado ya el primer tramo cuando nos detuvo el repicar de unos nudillos en la puerta de entrada del chalet. A quienquiera que fuera dirigida esta llamada, la música le impidió oírla. El recién llegado probó entonces de abrir la puerta de entrada desde fuera y lo consiguió al primer intento por haber descorrido yo poco antes la falleba. En el vano de la puerta de entrada se perfiló la figura de un hombre. Para no ser descubiertos por el recién llegado, me eché al suelo y cubrí con la manta al inválido y a mí, formando de este modo un bulto de regular tamaño, pero a mi entender poco visible en la penumbra reinante. Concluía por lo demás en aquel mismo instante la canción (de Aznavour) que había estado sonando hasta entonces y fue claramente perceptible el ruido de la puerta al ser cerrada por el recién llegado. Desde la habitación iluminada una voz extraña preguntó:

– ¿Quién anda ahí?

– Soy yo -respondió el recién llegado.

Me sonaba la voz del recién llegado, pero al pronto no supe a quién atribuírsela. La otra voz era irreconocible por deformarla el artilugio empleado en ocasiones anteriores por el encapuchado.

– ¿Cómo has entrado? -preguntó éste.

– La puerta estaba abierta -respondió el recién llegado.

– Hum -dijo la otra voz-, juraría haber corrido la falleba de la puerta de entrada.

– Pues estaba descorrida -replicó el recién llegado-. No importa: cerraré con llave.

Así lo hizo el recién llegado con una llave que sacó del bolsillo y en el bolsillo guardó y luego, dirigiéndose a la habitación iluminada, se quedó apoyado en la jamba de la puerta, contemplando los trozos de disco diseminados por el suelo. La iluminación proveniente de la habitación iluminada formaba a contraluz un halo en el pelo canoso del recién llegado. Reconocí de este modo al abogado señor Miscosillas, el cual preguntó:

– ¿Qué hacías?, ¿escuchar música mala de ayer, de hoy y de siempre?

– Sí, y romper estos discos procaces -respondió la voz transfigurada-. ¿La has visto?

– No -respondió el recién llegado señor Miscosillas-. La estuve esperando en José Luis, donde me había citado, pero no acudió a la cita. Estando allí llamó y me citó en otro bar y luego en otro. Al cuarto bar, me harté y me vine para aquí.

– Uf, eres idiota -dijo la transfigurada (y cabreada) voz.

– ¿Por qué? -preguntó sin inmutarse el abogado señor Miscosillas.

– Ya te lo explicaré luego. Ahora, chitón: alguien llama a la puerta.

– No te inquietes. Es Santi. Ha venido conmigo, pero hemos dejado el coche un poco lejos y el pobre anda fatal desde que salió de la UVI.

– No deberías haberlo traído -dijo la voz-. Cada día estás más torpe. Física y mentalmente caduco como estos discos. Ve a abrir, ¿a qué esperas?

Obedeció el abogado señor Miscosillas y balanceándose sobre dos muletas entró Santi, el antiguo guardia de seguridad convertido ahora también en inválido de resultas del disparo recibido en mi apartamento. El abogado señor Miscosillas volvió a cerrar con llave y a guardar la llave en el bolsillo de su americana.

– La cosa se pone peluda, che -susurró a mi oído Agustín Taberner, alias el Gaucho-. Ahora son tres, y a cual más peligroso.

– No se desanime -respondí-, a lo mejor se ponen a discutir y pasan de todo.

Nos quedamos un rato quietos y callados. De la habitación iluminada llegaba el murmullo ininteligible de una conversación interrumpida por largas pausas. Con extrema cautela salimos de debajo de la manta y reanudamos el descenso por el método ya descrito. Al llegar al pie de la escalera la luz proveniente de la habitación iluminada proyectó una sombra. Alguien salía. Tuve tiempo de arrastrar la manta y al inválido hasta un rincón, echarme a su lado y cubrir a ambos de nuevo. Levantando una orilla de la manta vimos al abogado señor Miscosillas salir de la habitación iluminada, cruzar el espacio oscuro donde estábamos, entrar en la cocina y encender la luz. Hubo trajín y al cabo de un rato se apagó la luz de la cocina y el abogado señor Miscosillas regresó a la habitación iluminada llevando en una bandeja una botella de whisky, cuatro vasos y un pote con hielo.

– La puerta de la cocina estaba abierta -comentó-, como la de la entrada.

– Pues también juraría haber echado el pestillo -dijo la voz.

– Está bien -dijo el abogado señor Miscosillas-, no tiene importancia. De todos modos, la he cerrado con llave y me he guardado la llave en el bolsillo, junto con la otra. Ahora tengo las dos llaves en el bolsillo.

– Por lo visto -susurré-, esperan a alguien más.

Unos golpes en la puerta de entrada corroboraron mi suposición. El abogado señor Miscosillas salió y fue a abrir, rezongando por tener que hacerlo todo como si fuera la chacha de la casa. Éstas fueron sus palabras. Apenas hubo abierto la puerta (con la llave correspondiente a dicha puerta) un hombre se coló por ella como una exhalación.

– Cierra, Horacio -dijo-. Nadie me ha seguido, pero todas las precauciones son pocas.

El abogado señor Miscosillas volvió a cerrar con llave mientras el nuevo recién llegado era recibido en la habitación iluminada por la falsa voz del encapuchado.

– Llegas tardísimo.

– Sí, bueno, ya sabéis cómo son las cosas de la televisión: te dicen diez minutos y al cabo de un rato son tres horas. Que si el maquillaje, que si la cuña, que si patatín, que si patatán. Y para colmo hemos tenido que repetir varias tomas porque al entrevistador le ha dado la risa floja. Como gane las elecciones, se va a enterar. Pero en conjunto he quedado muy bien. Así me lo han hecho saber mis asesores de imagen, que seguían el programa con mucho interés desde la cafetería.

– No habrás venido en el coche oficial y con escolta.

– No, no, he cogido la furgoneta del megáfono. ¿Se sabe algo de la chica?

– No acudió a la cita -dijo el abogado señor Miscosillas.

– Y a este idiota, en vista de que ella le daba el esquinazo cada vez, no se le ha ocurrido nada mejor que venir aquí -dijo la voz.

– A mí me parece una buena idea -dijo el señor alcalde-. ¿A quién le sirvo un scotch on the rocks?

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