– He de volver a casa.
– ¿Le espera otra foca?
– Tres. Soy mormón.
Dejó al ejecutivo braceando en un mar de confusiones culturales, en la duda de si un mormón era una aberración sexual o algo relacionado con la secta Moon. No era un niño, pero tal vez ya pertenecía a esas generaciones estúpidas que no han leído a Karl May y que por lo tanto jamás sabrán qué es un mormón, ni dónde está Salt Lake City. En estas reflexiones sobre la literatura sana estaba Carvalho cuando se descubrió de nuevo sin objetivo hasta que llegara la hora de ir a Martin.s como gran almacén de todo el escaparate gay barcelonés, otro pajar para encontrar la aguja de Lebrun, del estúpido y prepotente Lebrun que había prescindido de él como si ignorarle pudiera borrar cuanto había sucedido aquella noche. Pasó por el despacho para hacer los honores de la comida que había preparado Biscuter y que las circunstancias habían convertido en cena. El hombrecillo estaba vestido de domingo y dormido ante un pequeño televisor que transmitía inútilmente un documental sobre la obra de Luis Buñuel, y Carvalho no lo apagó para que el silencio no despertara a su ayudante. Comió de pie en la cocina, sonó un despertador en el despacho y cuando fue a pararlo Biscuter estaba despierto, obsesionado por lo que transmitía la televisión.
– Es muy interesante todo esto, jefe. ¿Conoció usted a Buñuel?
– No. ¿Por qué tendría que conocerle?
– Porque usted conoce a casi todo el mundo. ¿A qué se dedicaba este señor?
– A hacer gamberradas.
– Pues vaya.
– ¿Y la chica, Biscuter?
– ¿Se refiere usted a la señorita Beba?
– ¿Tienes otra chica, Biscuter?
– Todo controlado. El despertador. El vestuario. Ahora saldré en su seguimiento. ¿No ha dicho que es un ave nocturna?
– Estaba muy bueno tu guiso, Biscuter.
– Lo había hecho para el mediodía y recalentado es otra cosa.
Pero con usted nunca se pueden hacer previsiones.
– ¿No ha llamado nadie?
– ¿A quién se refiere, jefe?
Cuando usted me pregunta si ha llamado alguien quiere decir si ha llamado fulano de tal.
– Los franceses del otro día.
Ella o él.
– Nadie. En este sentido, nadie. Ha llamado Charo.
– Charo.
El nombre le sonaba como un ruido y se arrepintió de que le sonara como un ruido molesto.
– ¿Qué gamberradas hacía ese Buñuel?
– Metía burros muertos en los pianos.
– Hostia, jefe, que los españoles nos llevamos la fama y otros cardan la lana. Yo no sé qué le encuentran a eso de meter burros muertos en los pianos.
– Era un sueño. Además, Buñuel era español.
– Bueno. Eso es otra cosa. En los sueños puede pasar de todo. Me voy a por la señorita Brando.
¿Qué soñaba Biscuter? ¿Qué estaturas alcanzaba en sus sueños?
Recordó de pronto un rincón de memoria que le cristalizó el pecho hasta el dolor. Una vez muerta su madre, después de varios años de invalidez y de casi no poder hablar, su padre le dijo que de noche la oía soñar y hablar en voz alta.
Dormida hablaba y a él no se le había ocurrido velar aquel sueño, recibir aquellos mensajes que la mujer no conseguía sacar de las profundidades de su alma a lo largo del día. El hombre es un animal racional que tiene remordimientos y se complace además en construirlos, lentamente, en acumular cosas de las que va a arrepentirse, gestos, silencios, como los que él estaba acumulando en su relación con Charo. Y por un momento tuvo el propósito de no seguir corriendo tras la sombra de Claire, de dejarla a su suerte, presumiéndola fuerte en su andar erguido, con aquellos ojos geológicos y transparentes. ¿Pero qué sería de la relación entre un hombre y una mujer sin el autoengaño de la protección? ¿Para qué sirve ese duro forcejeo entre dos animales espiritualmente enemigos, congénitamente enemigos si no mediara la convención de la fragilidad del uno y la fuerza protectora del otro? Por eso le había dolido la frialdad con la que Claire lo había expulsado de su encuentro con Alekos, pero a pesar de aquel dolor, de su teoría sobre el remordimiento, de su mala conciencia en relación con Charo porque Claire no le afectaba superficialmente, sino por debajo de la cintura de su conciencia a la defensiva, se vio en la calle, en dirección a Martin.s, cumpliendo el Vía Crucis de la búsqueda de Lebrun, que era la búsqueda de ella. Y se encontró a sí mismo ante las puertas del Martin.s como si se topara con un desconocido sorprendente. Casi se le echan encima cuatro muchachos jóvenes que reían alegrías secretas y comentaban en voz alta:
– Aquí hay que entrar con el preservativo puesto.
Dentro no se veía nada, pero se olía una curiosa mezcla de sudor barato y colonia cara o a la inversa, de colonia barata y sudor caro. El negro era el color dominante, en la planta de abajo porque estaba pintada de negro y en la de arriba porque la oscuridad era cómplice de los pulpos que amasaban las más secretas carnes humanas aprovechándose de la oscuridad.
Sintió un profundo desánimo, porque no era lugar para Georges. A Lebrun le gustaba ver y aquí no se veía nada, salvo cuando la luz de un cigarrillo permitía ver rincones de pornografía, vistos y no vistos, como diapositivas movidas por una mano sádica. Era su última, pueril oportunidad y mantuvo la búsqueda a riesgo de parecer un fisgón que se jugaba la nariz cada vez que la acercaba a un bulto.
– ¿A quién buscas, Caperucita?
– A mi abuelita.
– Aquí sólo vienen abuelitos.
Por un momento se le ocurrió encaramarse sobre una mesa y gritar el nombre de Lebrun, pero se arriesgaba a que los matones del local le convirtieran en un escarabajo pelotero y lo dejaran tirado en la calle. Mierda, pensó y dijo.
Mierda. Mierda. Mierda. Y se rindió no sólo por la imposibilidad de distinguir a Lebrun, sino por la clarividencia que iba adquiriendo progresivamente de que aquel local no correspondía al estilo del francés. Sintió un alivio antiguo, casi la memoria total del alivio, cuando recuperó la calle y el frescor del otoño. Si no estuviera escondido en su hotel, ¿dónde podría estar Georges Lebrun? La noche empezaba a convertirse en madrugada y se acercaba tanto la hora del encuentro previsto con Lebrun que casi era inútil ganar unas horas.
Empezaba a ser funcionalmente inútil. Contreras debía estar durmiendo y el cadáver de un griego drogadicto no le iba a quitar el sueño. Pero se equivocaba. A su lado creció una sombra provocada por el lucerío del rótulo de Martin.s y una bocanada de humo de puro barato le rozó la nariz. El hombre sonreía y tenía cara de criado de Contreras.
– Vaya sitios frecuenta, Carvalho.
– Se supone que me han de seguir disimulando.
– No siempre. Me he cansado de seguirle.
– Se habrá aburrido, porque me he pasado toda la tarde en la plaza de Cataluña tirando alpiste a las palomas.
– ¿Qué palomas?
Se había puesto tan molesto que evidentemente no había conseguido seguirle toda la tarde, probablemente sólo lo llevaba enganchado detrás desde que había salido del despacho.
– Cada mochuelo a su olivo y yo a mi casa.
– ¿Lo de mochuelo es por mí?
– No. Es un refrán castellano.
Aprovechó la llegada de un taxi con dos hombrones férricos que no habrían resistido la proximidad de un imán y se metió en el coche vaciado dejando al policía en una sorprendida soledad. Por el cristal trasero vio como el otro no reaccionaba, pero no podía asegurarse a sí mismo que no fuera con pareja y ya la tuviera en sus talones. Tuvo la inspiración de pedirle al taxista que le llevara a Horta y allí se quedó solo en la ciudad dormida a la espera de otro taxi al que encauzó hasta la plaza Medinaceli. Se le había ocurrido que tal vez Lebrun había acudido a otra sesión en casa de los Dotras, tan fascinado le había parecido por aquella comedia nostálgica de huérfanos del 68, aunque por el camino, las luces escasas y lejanas de Vallvidrera y el Tibidabo le transmitieron añoranza y deseos de volver a casa. Inertemente se dejó llevar al destino anunciado y ya en tierra anduvo cansinamente por las calles humedecidas por la brisa marina hasta adentrarse en el callejón del estudio de los Dotras.
Todo estaba abierto de par en par, incluso el estudio donde dormitaban docena y media de personas arrulladas por Leonard Cohen. En seguida vio a Lebrun sentado sobre cojines, meditabundo y melancólico, a su lado Mitia dormía sin reservas y los demás, cada cual con su sueño o con sus sueños, se aprestaban a tirar una noche al pozo oscuro de la más irrecuperable de las nadas. Lebrun le vio inmediatamente pero no movió ni una ceja y Carvalho reprimió sin demasiado esfuerzo sus ganas de abordarle.
Estaba cansado y temía que el resultado de tanta búsqueda no estuviera a la altura del esfuerzo de la búsqueda. Se sirvió una copa de cubalibre preparado en una gran olla tras pedir un permiso a un Dotras embalsamado por el aroma de todos los porros que se había fumado y con la copa en la mano se fue hacia la cocina separada por una cortina y la corrió en busca de algo sólido que llevarse a la boca.