Así que no dejé pasar demasiado tiempo y le eché en cara su cambio de actitud. Caí en el tópico de preguntarle quién era la otra. De dar por hecho que había otra. Y él en vez de tranquilizarme o de hundirme del todo con la verdad, con la verdad más cruel, me dejó gritar, dejó que me desesperara y se mantuvo en la ambigüedad durante un largo año, hasta que yo empecé a sospechar que no era exactamente lo que había pensado. Alekos era muy buen camarada de sus amigos y los hombres del Mediterráneo oriental, incluso los del Mediterráneo africano, son muy afectivos. Caminan cogidos de la mano. Se besan cuando se encuentran. Se miran tiernamente y eso a veces no es del todo comprendido por la mirada occidental. Yo misma le había dicho a Alekos que él y sus amigos parecían una tribu de maricones y a él le hacía mucha gracia. Decía que el capitalismo sólo nos había permitido conservar el erotismo en el aparato reproductor y eso mientras le faltaba mano de obra.
En cuanto le sobraba mano de obra también nos controlaba el aparato reproductor. Pero tras seguirle días y días hasta descuidar mi trabajo al frente de un pequeño museo y estar a punto de que me expedientaran varias veces, llegué a la conclusión de que no había otra mujer. Él seguía viéndose con sus amigos y si había alguna cara nueva, se trataba de jóvenes griegos que se iban incorporando al grupo en busca de ayuda, porque no todos tenían el permiso de residencia.
Las apariencias eran las mismas de siempre y aquello me deprimió aún más porque pensé que era yo la culpable, que el fracaso de nuestras relaciones era mi fracaso. Extremé mis muestras de cariño, mis exigencias sexuales hasta que él se sintió acorralado, agobiado es la palabra, y entonces se colocaba a la defensiva. Aún era peor. Una tarde en que yo debía estar en mi trabajo pero me encontraba muy deprimida y me quedé en casa con la luz apagada y los ojos escocidos de tanto llorar, llegó Alekos y no se dio cuenta de que yo estaba en el dormitorio, en la cama, a oscuras.
Se puso a escribir en la mesa del comedor y desde la cama podía verle el hermoso perfil, su hermosa tristeza de aquella tarde mientras escribía y como la tristeza se le convertía en congoja y lloraba, con unas lágrimas pesadas, redondas, que le caían por las mejillas e incluso bañaban el papel. Lloraba desde una profunda angustia interior. Como sólo se llora cuando se ama. No era un llanto ante la muerte. Era un llanto del sentimiento amoroso frustrado.
– Permíteme que intervenga, Claire, para haceros observar, a ti, al señor Carvalho y a su distinguido somelier, que has descrito una escena de rigurosa inspiración posromántica. Sin los mares del Sur, lágrimas pesadas y cálidas, sin barricas de galleta y carne salada y sin señoritas pálidas paseando bajo la sombrilla, buena parte de la literatura del diecinueve no existiría. Demuestras hasta qué punto todavía la educación literaria que recibimos en el bachillerato y la universidad es decimonónica. ¡Un griego que llora! Eso es un cuadro orientalista pintado por Delacroix y descrito por Lord Byron. Si en los estudios literarios que has recibido hubieran insistido más con Artaud, Genet o Céline, no te habría salido una descripción como ésta.
La literatura y el cine nos ayudan a imaginar y a suponer nuestra vida y nuestra memoria. Sal de esas páginas y descríbenos lo mismo pero visto por Robbe Grillet, por ejemplo. Si hubieras leído más a Robbe Grillet no estarías buscando a un griego tan cursi.
– ¿Puedo seguir, señor Carvalho? No nos juzgue mal. Georges interpreta el papel de querer sacarme de quicio, sabiendo que no va a sacarme de quicio.
– ¿Se ha dado usted cuenta, Carvalho, del cuarteto que representamos? ¿Qué actores podrían encarnarlo a la perfección? Ella, Ingrid Bergman, sin duda. El somelier podría ser Peter Lorre, aunque algo más delgado. Usted, Humphrey Bogart, se lo tiene muy merecido y muy estudiado. ¿Y yo?
¿Qué actor podría encarnar mi papel? Le pongo en un compromiso porque le obligo a darme su impresión física y moral sobre mí.
– No tengo memoria cinematográfica. Para mí es igual John Wayne que Anita Ekberg o la perra "Lassie" que Elizabeth Taylor, incluso no sabría decirle si es la mismísima Elizabeth Taylor la que atraviesa toda Inglaterra a cuatro patas guiándose por el olfato, en "La cadena invisible".
– Yo te diré quién podría interpretar tu papel: Peter O.Toole disfrazado de Bette Davis.
Algo parecido a la mortificación selló los labios estrechos de Georges Lebrun.
– El hombre de su vida, el griego, lo hemos dejado llorando mientras escribía una carta de amor ¿a quién?
– Aquí se planteó un problema.
Me hice la dormida y él no me despertó cuando se dio cuenta de que yo estaba en la casa. Esperé a que remoloneara por la cocina, pensando que luego se iría, como tantas noches, pero no. Se acostó a mi lado y al poco rato dormía profundamente. Entonces me levanté con cuidado y busqué la carta. Estaba entre las páginas de un libro de poemas, un libro de poetas alejandrinos contemporáneos de Cavafis, Cavafis incluido. La carta estaba escrita en griego y yo apenas si sabía las palabras más convencionales, un griego de hotel y de aduana. Pero estaba exasperada, obsesionada y me metí en el lugar más protegido de la casa a descifrar la carta con la ayuda de un diccionario. Todos los verbos me salían en infinitivo, pero me daba igual. El sentido de la carta se iba desvelando a medida que avanzaba la madrugada y, en efecto, era una carta de amor, una carta de amor dirigida a un hombre, me pareció entender que a un tal Dimitrios. Luego supe quién era Dimitrios, un muchacho recién llegado de Samos, al que todos trataban de ayudar porque estaba muy destruido.
Era un drogadicto, pintor, como Alekos. Pero aquella noche sólo tenía ante mí la prueba, una prueba confusa porque mi dominio del griego sólo me dejaba ante las puertas de la verdad. La carta estaba llena de erotismo, pero un erotismo de sueño, algo platónico. De hecho, la carta era la descripción de un sueño de Alekos en el que Dimitrios era el objeto de su deseo y le lanzaba algunos reproches porque no le hacía demasiado caso. Era la carta de un celoso. Los celos que en otro tiempo me dedicaba a mí, ahora se los dedicaba a aquel muchacho. Pero cuando leí una, mil veces, la traducción que yo había hecho, aún tenía la esperanza de que todo fuera un encantamiento transitorio. De que nada se hubiera consumado. No podía soportar la idea, la simple idea de Alekos en la cama con otro cuerpo, y aún menos con el cuerpo de un hombre.
La carta no aclaraba nada sobre el contacto físico y creí que aún no se había efectuado. Me equivoqué gravemente, porque a partir de aquella noche hice lo peor que podía haber hecho. No perdía la ocasión para desacreditar ante Alekos la homosexualidad y me encontré ante una reacción airada y asqueada. ¿Por qué no la homosexualidad? Era la única sexualidad que la sociedad no puede aprovechar. No es reproductora. No es productiva. Es la única sexualidad radicalmente revolucionaria, me decía Alekos, excesivamente imparcial, neutral, para ser inocente.
Y tras varias semanas de hacernos daño con las palabras, con las insinuaciones, por fin se lo dije, aunque nunca admití haber leído la carta, tal vez porque la había traducido en el retrete, retrete me parece una palabra castellana terrible. Ninguna otra palabra, en ningún otro idioma, tiene tanta carga de desprecio.
– Ya casi nadie en España le llama retrete al retrete. Ya casi nadie en España le llama a las cosas por su nombre. Casi todos dicen lavabo, que es una palabra tan pasteurizada como "toilette".
Las gentes de hoy en día quieren olvidar que cagan, que mean, que follan, que mueren.
– Desde aquella noche viví atormentada por mi sospecha y la ambigüedad de Alekos aún me desesperaba más. Con el tiempo he llegado a la conclusión de que él trataba de exasperarme para que me cansara y fuera yo quien rompiera nuestras relaciones.
– ¿Fue así?
– No. No me sentía ni humillada ni ofendida. Sólo estaba enamorada y no quería perderle.
Tanto se lo demostré que le hice la vida imposible y un día él se marchó. Primero se estableció en el estudio de un amigo, pero no tenía nada que ver con el destinatario de su carta. A Dimitrios quise matarle. Me metí un cuchillo en el bolso y fui a su encuentro.
Le insulté como sólo insultan las putas borrachas y luego, como me temblaban las manos, se me cayó el cuchillo al suelo y me eché a llorar. Escenas de este tipo hice todas las que usted pueda imaginarse, como dormir una noche en el portal de la casa donde vivía Alekos esperando que él se apiadara de mí. Incluso intenté suicidarme…
– Y es cuando aparezco yo.
Vuelvo a presentarme, señor Carvalho, porque tal vez me había olvidado. Georges Lebrun, jefe de ventas de la Radio Televisión Francesa, especialmente comisionado en esta futura Ciudad Olímpica para negociar la exclusiva de unos programas deportivos educativos a explotar con posterioridad a las Olimpiadas. Toda Olimpiada tiene su sombra y a la sombra de cada Olimpiada es cuando se pierde o se gana dinero. Mademoiselle Delmas era mi vecina y en la madrugada del catorce de marzo de mil novecientos ochenta y nueve fui requerido por la portera de la finca para que le ayudara a evitar que esta señorita se muriese, aunque luego comprobamos que no había tomado suficientes pastillas como para matarse. Simplemente quería llamar la atención del griego y sólo consiguió despertar a su portera y a su vecino. Aunque despertarme a mí es fácil. Duermo poco.
Como usted puede comprobar, mademoiselle Delmas salió con bien del asunto y desde aquel momento la cogí bajo mi protección, no exactamente por interés sexual, ni siquiera por un impulso humanitario; si me conociera bien sabría que yo no tengo intereses sexuales acuciantes y también carezco de impulsos humanitarios. En cambio tengo una gran curiosidad por el comportamiento animal de las personas, sobre todo por cuanto afecta al sentimiento. La razón está programada y enriquecida por la cultura. Pero el sentimiento no.