A veces me pagan sin follar y entonces no dejan propina. Síntomas, Pepe, síntomas de que esto se acaba y me van a pillar los cincuenta años más pintada que nunca, con más cremas que nunca y esperando junto al teléfono que me llamen y que no me llames. No hubiera sido mejor que te dijera personalmente lo que voy a decirte. Lo veo muy claro. Mejor que quede por escrito y me recuerdas tal como era, tal como éramos la última tarde que me sacaste a pasear para que se me fuera la neura o en aquel viaje a París que, por fin, hicimos la primavera pasada. ¿Recuerdas aquel viaje a París, Pepe? ¿Recuerdas lo mucho que hablé, lo poco que hablaste? ¿Recuerdas lo feliz que fui, lo poco feliz que tú fuiste? En fin. A lo que iba, que ya se me acaba el alfabeto y tú nos has leído tanto desde aquellos tiempos en que leías para descubrir que los libros no te habían enseñado a vivir. Me voy. Tengo una oportunidad, no muy clara es cierto, pero oportunidad al fin, en Andorra. Un antiguo cliente tiene allí un hotel y le da pereza subir y bajar para controlar cómo van las cosas. Me ofrece ser la supervisora del hotel. Vigilar si le roban, sonreír a los clientes en la recepción, pasearme entre las mesas durante la cena y preguntarles si todo va bien. La vida allí es un poco aburrida, pero muy sana, me dice, que no sabe él cómo puedo respirar yo la mierda que se respira en este Barrio Chino, aunque hayan abierto esa brecha y hayan quedado con el culo al aire, aún más, las vergüenzas del barrio, entregando un solar como escaparate de tanta ruina humana. Y voy a aceptar. Los tratos no son malos. Comida, casa, cien mil limpias al mes y una consideración que sólo tú me habías dado, de igual a igual, de persona a persona. Biscuter conoce bien Andorra, de cuándo en cuando chorizaba por allí coches para sus "razzias" de fin de semana y contrabandeaba botellas de whisky y vajillas de duralex. Biscuter no me ha dicho que sí, ni que no, pero tú con tu silencio me has dicho que sí. Hubiera querido escribirte sobre momentos bonitos, que los ha habido de tantos años de relación entre nosotros, pero ya ha sido una hazaña escribir lo que he escrito y me los llevo como recuerdos. No quiero que te sientas culpable. En el fondo siempre he sabido que me habías hecho caso para no tener que hacerme caso y así no sentirte nunca culpable. Te quiero. Charo.
Biscuter se había refugiado en su trastienda. Casi le oía respirar. Le había dado la carta con los ojos nublados y Carvalho no tenía ganas de ver ojos nublados.
Salió a la calle razonablemente dispuesto a ir a casa de Charo y hacerle desdecirse y cuando llegó a la iglesia de Santa Mónica su vista se distrajo entre el anuncio de la exposición de pintura allí albergada y el tráfico calcuteño que envolvía el monumento a Colón, un colapso preolímpico a costa de las obras que en el futuro facilitarían las Olimpiadas. Y sus pies dejaron la senda que llevaba hacia Charo, tal vez mañana, y siguieron lo que queda de pendiente de las Ramblas, hacia el puerto, por si se producía el encuentro con la mujer de sus sueños. Presentía que era la última vez en la vida que iba a comportarse como un adolescente sensible, al margen de las edades reales que marcasen los calendarios y los documentos nacionales de identidad, y se dejó llevar por las piernas, hacia el puerto, sorteando paquidermos mecánicos varados e histéricos, hasta llegar al borde mismo de los muelles, y sobre las sucias aguas llenas de chorretes de aceite y de restos de naufragios indignos, vio el cuerpo flotante de Claire, aquellos ojos geológicos, transparentes, aquella sonrisa que ocultaba tanta verdad como transmitía, aquella sonrisa de máscara de espuma. Cerró los ojos y al abrirlos sólo estaban las aguas como un cristal sucio y las estructuras pesadas de los barcos, tan anclados, que parecían de piedra.-