– Si alguna vez te descubre, tú te pones nervioso.
– No hace falta que me lo recomiende, jefe. Me pondré.
– Pero más de lo normal. Como si fueras un adolescente descubierto por la chica a la que está siguiendo.
– Insinúa usted que yo he de hacer ver que estoy enamorado de ella… Y que me declaro. Le diría: desde la primera vez que la vi salir aprovechando las primeras sombras de la noche… perdón, que lo de la hora ya me dijo…
– No. Puedes decirle que la sigues desde la primera vez que salió de su casa aprovechando las primeras horas de la noche… Así se pensará que la sigues desde junio.
– Ya me he declarado, jefe. ¿Y después? No quisiera que se hiciera falsas ilusiones.
No había elección. Biscuter en la vanguardia. Él en la retaguardia. El joven Brando tenía razón.
Había perdido capacidad de iniciativa. No se fiaba del sistema y por ello los primeros días Biscuter seguía a Beba y Carvalho a Biscuter, y cuando el auxiliar llegaba a alguna encrucijada interesante y volvía sobre sus pasos para comunicársela al jefe, Beba mientras tanto había volado. Finalmente acordaron que durante dos días Carvalho permanecería de guardia en el despacho y Biscuter le telefonearía en cuanto advirtiera algo fuera de lo normal en Beba. Y ocurrió durante la noche del segundo día del nuevo sistema, porque Biscuter le telefoneó agitado desde una cabina telefónica, que Carvalho podía ver desde la ventana de su despacho, en las Ramblas. Como si estuviera en la otra punta de la ciudad o del mundo, Biscuter gritaba su información.
– Que te estoy viendo desde la ventana, Biscuter.
– ¡Es que la chica se ha metido…!
– ¿Dónde se ha metido?
– Aquí al lado, en Arco del Teatro, y está tratando con camellos, jefe…
– Ahora bajo.
Saltó los escalones de tres en tres y se maravillaba de insospechados restos de elasticidad, aunque ya en la calle tuvo que recuperar la respiración y el ritmo de una marcha normal para no alarmar a los zombies de la noche que merodeaban buscando su alimento entre las sombras, basuras en los containers y en los otros noctámbulos que buscaban en el sur de las Ramblas los restos de los naufragios de la ciudad. Biscuter estaba junto al chiringuito dedicado a la venta de cazalla con un inconfundible aspecto de espía chino a la espera del cuchillo que le cortaría el último resuello. Allí, allí… Allí estaba Beba, avanzando hacia ellos, un cuerpo iluminado por los faroles más sucios del mundo y perseguido por los ojos de los habitantes de aquella leprosería social. Carvalho despidió a Biscuter para su sorpresa.
– ¡Si ahora empieza lo interesante!
– Ya te lo contaré.
Beba tenía el coche mal aparcado al pie de la estatua de Pitarra. Un retén de la guardia municipal empezaba a husmear el vehículo, pero Beba les debió parecer una aparición y la saludaron militarmente, aunque luego a sus espaldas cuchichearon ruindades.
Carvalho subió a su coche y atravesó las Ramblas sobre el pavimento de la calzada peatonal para orientarse en dirección contraria, tras el coche de la muchacha. Era tan ilegal la maniobra que los policías reaccionaron tarde y apenas pudieron salpicarle de insultos, ni siquiera le pareció ver, por el retrovisor, que sacaran el bloque de multas. La muchacha conducía hacia las alturas de la ciudad, y al llegar a la Diagonal en vez de buscar el camino de su casa hacia la zona residencial de Can Caralleu, se fue a por el paseo de la Bonanova y aparcó ante el chaletgimnasio donde su madre insultaba cada día a los apellidos más ilustres de la ciudad. Saltó del coche y se fue ligera hacia la puerta principal. Tenía llave porque no hizo llamada alguna y se metió en la casa como si fuera la suya, mientras Carvalho repasaba en la guantera el juego de ganzúas que mejor pudiera servirle. Estaba la alarma desconectada y la entrada de la muchacha era esperada, porque la puerta quedó cerrada de golpe y bastó una tarjeta de crédito para abrirla. Carvalho tuvo que dar un salto atrás para no toparse con la extraña comitiva que salía del despacho. Al frente la silla de ruedas con el sonriente ex gimnasta, impulsada por Beba, mientras al lado avanzaba como entusiasmado paje la madre, abriendo a machetazos de brazos el aire mientras cantaba más que pregonaba:
– ¡Ésta va a ser tu noche de gloria, Sebastián!
Sebastián trataba de impulsar la marcha de la silla moviendo el culo y dando pataditas sobre el reposapiés, repartiendo sonrisas hacia su mujer y hacia Beba, que empujaba la silla como si fuera la reina de la situación. La madre iniciaba ahora los compases de " La Marsellesa " y movía los brazos a la altura del rostro radiante de Sebastián cuando llegó al verso:
– "Le jour de glorie est arrivé".
La silla de ruedas y su contenido fue introducida en la sala de gimnasio, donde la madre dispuso como únicos elementos de "atrezzo" una mesita, una banqueta y los aros que desplazó por una guía metálica hasta que coincidieron con la situación del inválido. Sebastián miró hacia arriba y sus ojos se empaparon de gozo al ver los aros colgando sobre su cabeza. Beba abrió el bolso, sacó un sobre y vertió parte de su contenido sobre la mesa, recibiendo de manos de su madre un canuto de plata del que se valió para marcar tres rayas de polvo blanco sobre el tablero. La madre contemplaba la operación con el hociquillo salido y todo el cuerpo pendiente del acierto de la muchacha, sin descuidar un juego completo de miradas de complicidad hacia Sebastián. Por fin estuvieron las tres rayas de coca sobre la superficie pulimentada y Beba tendió el canuto al inválido, que lo tomó como si fuera un instrumento litúrgico, se lo calzó en un orificio de la nariz con una mano, mientras con la otra se tapaba el orificio contrario. Fueron tres aspiraciones sabias, tres sendos alzamientos de la cabeza, para que el polvo llegara a las mucosas más sensitivas, y luego los dedos palparon con avidez las motas de polvo supervivientes sobre el tablero que fueron esparcidas por las encías de una boca abierta en una mueca de pato hambriento. Las mujeres se situaron al otro lado de la mesa y Sebastián las miraba desafiante, convocándolas a la segunda parte del espectáculo que empezó a insinuarse minutos después. Primero apartó la silla de ruedas de un culazo y se quedó a solas sobre la tierra con las piernas ligeramente abiertas y los brazos aleteando, para mantener el nuevo equilibrio.
Ya seguro de sí mismo fue juntando las piernas, luego flexionándolas y finalmente, ayudado por las mujeres, se subió a un taburete que le permitió empuñar los aros en las manos.
– ¡Ya está! ¡Ya está!
Ordenó, y las cuatro manos de Beba y su madre se precipitaron hacia la banqueta retirándola.
Sebastián ya se alzaba como Cristo, con los brazos trémulos alejando los aros para permitirse el espacio de la cruz, las piernas juntas, la cabeza en alto, los nervios del cuello al borde del estallido y las cuatro manos de las mujeres ahora aplaudiendo al gimnasta inválido entre jaleamientos y comparaciones.
– ¡Mejor que nunca!
– ¡Maravilloso, Sebas…!
Carvalho se retiró quedamente y por el camino de reencuentro de su casa pensó en cómo redactaría el informe para Brando Snr. o como le diría a Brando Jr. que no aceptaba convertirse en el ángel de la guarda de Beba. "Atrás, atrás, señora. A mí no hay quien me coja para hacerme hombre", había dicho Peter Pan en el momento en que definitivamente se niega a crecer.
Ya en casa buscó el libro de James M. Barrie para quemarlo y no lo encontró. Luego, progresivamente, recordó la circunstancia personal en que lo había quemado.
Había sido hacía diez u once años, después de una borrachera, al recuperar la indignación infantil que había sentido porque Wendy no puede volar y por lo tanto nunca compartirá el destino de Peter Pan. Tendría que comprar otra edición para volver a quemarlo y ante las llamas convocaría la inocente desnudez de Beba, sin valor para pedirle que a él también tratara de compensarle su invalidez. Pero de pronto, Carvalho se recuperó a sí mismo y se oyó mascullar: ¡Nos ha jodido, la diosa!
Y al ponerle el rostro a la diosa desnuda, desvelada, pasaba de los rasgos de Beba a los de Claire, de los de Claire a los de Beba, molesto porque la señorita Brando pudiera usurpar un espacio que quería sólo perteneciera a Claire.
La escena del supuesto inválido drogado podría ser tan hermosa como sórdida y la de Claire rematando a Alekos tan sórdida como hermosa.
Hay mujeres que engullen, como un sumidero.
Pepe. Durante varias semanas habrás sabido de mí por Biscuter, al que he utilizado como paño de lágrimas. Sólo te he llamado al despacho, porque quería dejarte en libertad de contestarme o no. Sabía que llamarte a casa era una encerrona y no quería adivinar en tu voz el fastidio por mi llamada.
Ya no te pregunto, como tantas otras veces, qué nos pasa, Pepe, porque no quiero que me contestes: nada y que me invites al cine, o a cenar, o a subir a tu casa en Vallvidrera para hacer el amor con mi cliente preferido. Nunca me habías huido como ahora. Perdóname, pero te he seguido varios días y te he visto revoloteando en torno a dos chicas preciosas, francesa la una, según me contó Biscuter, una de esas mujeres que a ti te pueden gustar, porque no se sabe si van o vienen, si vienen o van, y a ti te gustan los misterios que no sabes resolver.
Lo de la otra chica me preocupa más, porque es casi una niña, y aunque ya estoy curada de espantos ante las burradas que hacen los hombres de tu edad cuando van de vampiros y creen que chupar sangre joven les rejuvence, no te considero de esa clase de tontos y tal vez estés pasando un mal momento, tan malo que no me necesitas, Pepe, y darme cuenta de ello me da mucha tristeza, me pone mala y no hago más que llorar. Biscuter me dice que la chica joven es otro caso profesional, pero le noto en la voz que él también se ha dado cuenta de que algo te pasa, muy hondo, muy hondo, muy escondido, muy escondido, como si se te hubiera muerto lo que te quedaba de corazón. Me he renovado el Documento Nacional de Identidad y no he tenido más remedio que volver a leer la fecha de mi nacimiento. Desde hace años me pongo cuatro clase de cremas al día en invierno, y hasta seis en verano, cremas, no "pomadas" como tú sueles llamarlas. Mi maquillaje ha ido cambiando con los años, antes era a la acuarela, como tú lo calificaste, ahora al óleo, como tú sigues calificando, pero por debajo de mis cremas y mis colores sale el tiempo y lo noto en mis gestos, en lo que recuerdo, en lo que añoro, en lo que deseo. Son malos tiempos para una puta madura que se ha quedado a medias, entre el penco desorejado del montón y esas tías impresionantes de veinte años y metro ochenta de estatura que sólo saben poner preservativos y hablan como pijas de buena familia, aunque no sean pijas, ni de buena familia. Mis clientes fijos han envejecido, se van rindiendo a la vida ordenada, sus mujeres ya son abuelas relativamente bien conservadas y empiezan a tener miedo de sus hijos, de sus nietos, tan fuertes como ellos, con toda la vida por delante. Ya ni me hablan mal de sus mujeres, al contrario, las pocas veces que recurren a mí tratan de que me caigan simpáticas, de que las llame por el diminutivo que ellos mismos emplean. Tienen miedo de sus mujeres, porque envejecen mejor, les sobrevivirán.