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El laberinto griego - pic_1.jpg

Manuel Vázquez Montalbán

El laberinto griego

Para Ángel Zurita según lo convenido

"Mais l.angoisse nomme la femme Qui brodera le chiffre du labyrinthe".

(Pero la angustia nombra la mujer que bordará la clave del laberinto).

René Char, "En trente-trois morceaux"

– Mi nombre no le dirá nada.

Me llamo Brando.

– ¿Marlon?

– No es la primera vez que me hacen este chiste. Luis. Luis Brando. Mi nombre no le dirá nada. ¿Verdad?

No, no le decía nada y tampoco quien le llamaba está dispuesto a facilitarle las cosas, sino a insistir una y otra vez, no, no claro, mi nombre ¿qué va a decirle?

En otro tiempo, quizá. Se acercaba el desenlace del merodeo.

– ¿No ha oído usted hablar de Brando Ediciones, S.A.?

– ¿Libros de cine?

– Que no, leche, que no… -Se había enfadado, pero por poco tiempo. Le gustaba cargar de misterio o inseguridad el objeto de su llamada-. Mi hija. Yo tengo una hija. Me da muchos disgustos. ¿No podría venir usted a verme? Es un encargo profesional, desde luego.

– Desde luego. Yo no ejerzo, ni como padre, ni como desinteresado amigo de padres.

– No faltaba más.

También le costó dictar su dirección, como si no la recordara bien o como si le avergonzara vivir en un lugar residencial mediano, por su condición de residencial o porque era mediano. Colgó Carvalho y giró sobre la silla para encararse hacia la cocina.

– Biscuter. La ola de represión moral se confirma. Otro padre que quiere que vigile a su hija.

Desde que se ha hundido el imperio soviético se van recuperando las costumbres.

Pero Biscuter no le contestaba y en cambio alguien llamaba a la puerta del despacho y aunque Carvalho proclamara: ¡Adelante!, las dos sombras permanecieron paralíticas, denunciadas tras el cristal esmerilado.

– ¡Adelante, he dicho!

Sólo cuatro, quizá cinco veces, le había dolido el pecho de aquella manera. Hay mujeres que duelen en el pecho al contemplar la contención exacta de sus carnes y basta que te miren para que la patada de plomo te rompa el esternón y una dulce asfixia impida pensar en la existencia del aire. Pero a veces les basta estar, aparecer sin que tengas tiempo de analizar las razones; en su presencia, su estar en el mundo el que vacía el tiempo y el espacio, desparramando la angustia esencial, la primera angustia del primer hombre cuando se sintió convocado por la primera mujer. Algo de eso o todo eso ocurrió cuando Carvalho la vio apoderándose de su despacho con la espalda erguida y la cabeza echada hacia atrás para preparar el vuelo de una mirada envolvente, mientras cerraba el cuerpo con las manos unidas sobre su regazo. Se sintió tan conmovido que tuvo miedo primero y luego una indignación repartida contra sí mismo y contra aquella desestabilizadora de su equilibrio. Semanas después, cuando la mujer era ya un contorno borroso y Carvalho trataba inútilmente de recomponerla para almacenarla en un rincón agridulce de su memoria, tuvo tiempo, y lo empleó, en despiezar aquella presencia, como quien trata de comprender el arma que le ha matado por el procedimiento de desmontarla y notar en la mano el peso de cada elemento, su volumen, su textura. Pero ahora, a medida que la mujer avanzaba hacia su mesa, sólo pudo echarse hacia atrás en su asiento y ganar distancia, espacio, tiempo para llenar el pecho de aire y la cabeza de palabras.

– Sí, soy yo.

Y le dolió invitarla a sentarse, porque se le quedó reducida a la mitad. Era tan hermosa que Carvalho tardó unos instantes en darse cuenta de que iba acompañada.

Sobre todo los ojos, construidos con piedras preciosas aún no clasificadas por ningún geólogo y aquellos cabellos miel oscura, espesos también como las mejores mieles oscuras, acariciantes de una cabeza de diosa dulce, la piel de melocotón sazonado, boca besadora de palabras. No la mires más, se dijo Carvalho. Pero seguía mirándola y hubiera seguido de no intervenir su acompañante e imponerle una desganada atención. Bien cierto es que el bien sería inaprehensible sin el contraste del mal e igual le ocurre a la belleza en relación con la fealdad. Más que fealdad estricta, el acompañante oponía inquietud a la imagen de placidez y playa propicia que ella proponía. Era de esos tipos que lo miran todo sin quedarse con nada, con los ojos casi desprotegidos de pestañas y el cabello díscolo, lo único que se escapaba a su disciplina física y psicológica. No hacía un gesto de más, ni regalaba palabras, tal vez porque se había presentado como mero introductor de la dama y su castellano era peor.

– Mademoiselle Claire Delmas y monsieur Georges Lebrun…

Eran los primeros franceses que querían contratarle, o al menos así lo habían anunciado nada más entrar. Para darse facilidades ante Carvalho, se decían recomendados por "Le normalien", y aclararon que se referían a un fugaz conocimiento de Carvalho, un encuentro en la selva de Thailandia casi en la frontera de Malasia. Reconstruyó el encuentro con la memoria y le salió un curioso personaje posrevolucionario con miedo a envejecer y a aburguesarse. Por las referencias que eficazmente le dio monsieur Lebrun, el "normalien" ejercía ahora de economista de Estado al servicio del Gobierno Rocard.

– Era un escéptico sobre el poder.

– Lo sigue siendo. El poder está lleno de escépticos sobre el poder. ¿Es usted aficionado a la filosofía política?

– Cuando oigo la palabra filosofía me saco la pistola.

– No es necesario llegar a tanto, pero es usted muy libre de hacer lo que quiera con sus pistolas.

Luego, el hombre desganado aunque tenso, se desentendió de ellos y permitió que se estableciera un largo silencio antes de que Claire empezara a hablar y por fin lo hizo, con una voz hecha a la medida de su imagen de mujer del amanecer. Tenía una voz como recién salida de entre las sábanas.

– Busco a un hombre.

Pues empezamos bien, pensó Carvalho, desde la evidencia de que él no era el hombre buscado.

– ¿Aquí?

– Aquí. Es el hombre de mi vida.

Carvalho comprendió por qué los franceses fueron los descubridores europeos del tango, ya antes de la primera guerra mundial, según había leído en un libro que todavía no había quemado, pero que en cuanto lo localizara serviría para iniciar el próximo fuego de su chimenea.

– La historia de mademoiselle Delmas es muy literaria, se lo advierto. La propia mademoiselle Delmas es muy literaria.

Le apuntó el hombre desganado, como si de pronto se sintiera convocado por la conversación. La mujer no pareció molesta por el sarcasmo. Aquellos dos jugaban a zaherirse.

– En cambio monsieur Lebrun sólo cree en los datos. Que dos y dos son cuatro, por ejemplo.

– Tal vez así he conseguido evitar que mi vida se convierta en una tragedia griega. ¿Le gusta a usted leer, señor Carvalho?

– Quemo libros.

– Si los quema es porque los tiene.

– No creo que les interese la historia de mi vida.

– A mademoiselle Delmas sí, seguro. Le encantan las historias ajenas y así cuando se le acaban las propias puede utilizarlas. Le preguntaba si le gustaba leer porque a mí me gusta y una de las lecturas más enriquecedoras que recuerdo fue la de "Homo Faber", una novela de un suizo en la que contaba la tragedia griega de un hombre que no creía en las tragedias griegas. Desde entonces no sólo no creo en las tragedias griegas, sino que además, por si acaso, trato de evitarlas. No es el caso de Claire. Porque toda la historia gira en torno de un griego, de un hermoso griego como Antinoo. Muy curioso el dato de que usted queme libros. Yo tengo también una relación atípica con los libros.

– Sádica.

– Sádica, es posible, Claire.

– Tú no amas a los libros, ni amas a nadie.

Él asintió con la cabeza y algo parecido a una sonrisa le desdibujó aún más las facciones inconcretas.

– ¿Sabe usted lo que hace este loco con los libros?

– Me muero de ganas de saberlo.

– Estornuda sobre ellos, come la fruta más madura que encuentra en el mercado sobre los libros abiertos, para mancharlos con el jugo y nunca tiene en casa más de diez libros. Los compra, los vende o los tira o los regala.

– ¿Regala libros llenos de mocos y manchas?

– Procuro regalar los menos sucios, pero a veces no soy demasiado escrupuloso, al fin y al cabo un libro es como una caja cerrada y el lector no sabe casi nunca qué va a encontrar entre sus páginas. Ha de correr un riesgo.

Ella reía sin reservas y contemplaba al desganado con una cierta ternura, a la que él correspondía con una leve sonrisa de niño sorprendido en sus vicios secretos.

Ahora me pedirán que les case, pensó Carvalho, y parte de su reprimida impaciencia debió exteriorizarse como un fluido porque la mujer hizo un esfuerzo por concentrarse en materia.

– Quiero prevenirle de que todo cuanto voy a contarle es verdad, porque a veces incluso yo misma pienso que pueda ser mentira, fruto de mis obsesiones. Conocí a Alekos, el hombre de mi vida del que le hablé, hace cinco años. Él acababa de llegar a París y visitó el museo en el que yo estaba haciendo prácticas. Era un inmigrante griego, mayor que yo, aprendiz de pintor y difícil superviviente en París. De hecho casi me pidió que le invitara a comer a los pocos minutos de haberle conocido. Me pareció un caradura pero era guapísimo. Tenía un cuerpo de atleta griego adolescente, a pesar de que ya estaba a punto de cumplir los treinta años y en cambio su rostro era el de un marino griego actual, curtido, con unos bigotes a la turca y algunas entradas. Desnudo parecía un adolescente poderoso con la cabeza de un pirata turco. Una semana después de nuestro encuentro se vino a vivir a mi apartamento del Marais y trajo consigo todo lo suyo. No me refiero a objetos materiales, que bien pocos tenía. Trajo todo su mundo cultura y sentimental. Me hizo sentir griega. Mi casa, y yo misma, se convirtió en una colonia griega en la que él desembarcaba como quería y cuando quería.

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