– Le he hablado de este asunto y algo me ha dicho.
Los dedos de Carvalho se decidieron por el billete de mil.
– Les llevó al aeropuerto.
– A los dos.
– A los dos. Fue el primer servicio, casi en la madrugada del jueves. Parecían muy cansados y ella estaba muy "pocha", muy deprimida, vamos.
– ¿Seguro que los dejó en el aeropuerto?
– Seguro.
Pero Lebrun no se había marchado. ¿Qué había hecho con Mitia? Además tenía una cita confirmada con el coronel Parra en la Oficina Olímpica, para mañana, a las diez y media. O había sido un simulacro para los dos o sólo una cobertura de la huida de Claire.
¿Y Dimitrios? Carvalho intuía que la policía no perseguiría demasiado la solución del caso. El mejor extranjero drogadicto es el extranjero muerto, pero él debía dar una respuesta coherente sobre el destino del cuerpo de Alekos.
Recordaba cómo Georges y Claire se habían repartido a los dos hombres en el momento del encuentro.
– Alekos.
Dijo ella.
– Mitia.
Dijo Lebrun.
Y Mitia no figuraba en la expedición, a no ser que les esperara en el avión. Contuvo el impulso inicial de ir hasta el aeropuerto del Prat para comprobar las salidas hacia París de la mañana del jueves. Contreras no tardaría en enterarse de su gestión. En cuanto abrieron las agencias de viajes por la tarde, le bastó ir a la central de Air France para recibir una compleja mezcla de alivio y angustia. Claire Delmas, viajera a París en el primer vuelo de la mañana del jueves. Pero no Lebrun. Ni nadie que pudiera recordar a Mitia. A no ser que hubieran elegido otro camino, Lebrun y Mitia continuaban en Barcelona y habían colocado a la mujer al otro lado de la línea de salvación.
Dejó pasar las horas como obstáculos para su impaciencia. Necesitaba el atardecer para iniciar la búsqueda de Lebrun, para provocar la casualidad de un encuentro y la definitiva aclaración, ganar tiempo a la prevista cita de mañana, a la imprescindible llamada de Contreras provisto de nuevos datos que colocaran en un primer plano peligroso a Claire. Lebrun no era hombre para quedarse en una madriguera, sino para salir en busca de objetivos visuales, de sangre visual que sorbía con sus ojos acolmillados, y en cuanto la luz menguó insinuando el próximo protagonismo de la noche, Carvalho empezó a recorrer los locales de la Barcelona ambigua, de la Barcelona para la que las pirámides de Egipto no eran tres, ni los sexos dos.
Se hartó de "lederones" con chaquetas de cuero, de sus pantalones tejanos, sus mostachos poblados y sus cogotes pelados, exhibiendo masculinidades profundas en locales como Chap, La Luna o El Ciervo, con sus "fulards" rojos y sus llaveros exhibidos y tintineantes, pura arqueología antropológica de los gays neoyorquinos de los años setenta. No. Lebrun no habría aceptado demasiado tiempo el espectáculo. Era pura reliquia.
Se trasladó a centros gays más modernos como el Strasse o el Greasse, llenos de homosexuales que hacen del vestirse una aventura de expresividad, un lenguaje personal ecléctico, resumidor de todas las artes. Eran arquitecturas vivientes. Diseños animados por sangres lentas y huesos blandos.
Empezó a angustiarse. Mientras él rondaba el norte de la Barcelona equívoca, Lebrun podía estar en el sur o al revés, podían cruzarse los puntos cardinales durante toda la noche y mientras tanto crecer la estatura de Claire sobre la mesa de Contreras. En el Divertidoh predominaban las parejas biológicamente desiguales; maduros padrinos amueblados y muchachos en flor timándose con los "voyeurs" acuarentados que iban a poner a prueba sus secretos deseos. Allí entró Carvalho en conversación con un cómplice en voyeurismo, un ejecutivo agredido con cinco whiskys de más.
– Está animado.
– Siempre es igual. Y están los de siempre.
– ¿Viene a menudo?
– No me confunda, amigo.
– No le confundo.
– Si busca plan, se equivoca.
Yo vengo a mirar. Como iría a un sitio de bolleras. La gente es el mejor espectáculo.
– Es usted de los míos. Me divierte tanto la gente que ni siquiera veo la televisión.
– Chóquela.
Le ofrecía la mano y Carvalho dejó que se la estrechara.
– Yo vengo un día a la semana.
Observo, repaso, recuerdo y me hago una idea de cómo van las cosas. Aquí casi todos son fijos.
– Es el sitio que está de moda.
– No del todo. Ahora lo que se lleva es Martin.s pero más tarde.
Allí hay de todo. Es como un supermercado de plumas. De todas clases y de todos los tamaños.
Se desentendió Carvalho de su interlocutor y esperó que el otro hiciera lo mismo. Pero notó como le ponía la mano en un brazo al tiempo que le ofrecía una copa.
– Un whisky se lo acepto. Pero ha de ser de malta. Cuando yo pago bebo malta. No veo por qué ha de ser diferente cuando me invitan.
– Chóquela. Usted es de los míos. Claro. Transparente.
– Un Knockando.
– Tengo del quince y también gran reserva.
Advirtió el camarero.
– Gran reserva para mi amigo.
Evitó el ejecutivo la vacilación.
– Es el whisky de la casa real inglesa.
Ilustró Carvalho y a su anfitrión se le agrandaron los ojos.
– Los reyes no se la machacan.
– La reina Isabel tiene pinta de pegarse más de un lingotazo.
– Y esa princesa gordita también, la Ferguson. El whisky es muy sano. Se mea todo.
– ¿Va a seguir usted por aquí mucho tiempo?
– Lo que me pida el cuerpo. En casa me espera una foca y cuatro hijos.
– ¿No ha pasado por aquí un hombre sin pestañas acompañado de un muchacho moreno, con aspecto de italiano o de griego o de andaluz de copla?
– Seguro que no. Me habría fijado. Qué bueno está este whisky, me apuntaré la marca. Usted sabe vivir, amigo. Yo soy una mula de trabajo y no sé vivir. Me quitan esta distracción de ver mariquitas un día a la semana y me hacen polvo.
– ¿De dónde le viene esa manía?
– De mi padre.
– ¿También era "voyeur"?
– No. Era una persona muy recta. Del Opus. De comunión diaria, y siempre me decía: Prefiero que un hijo mío sea comunista o separatista a que sea maricón.
Siempre lo decía y a mí me entró una gran curiosidad por los maricones. Porque no sé escribir, que si supiera yo iba a dejar un tratado científico sobre la cuestión.
Tras años y años de observación podría establecer una clasificación zoológica y botánica de mariquitas.
Lo sé todo. ¿Usted sabe escribir?
– Sé firmar.
– Es lo más importante. Sabiendo firmar se sabe casi todo.
– ¿Y usted a qué se dedica?
– Representante de conservas gallegas. Las mejores latas de sardinas y berberechos que se consumen en esta plaza pasan por mis manos. Deme sus señas y le envío un lote que no se lo acaba en una año.
Carvalho le dio una tarjeta donde constaban las señas del despacho.
– Detective privado. Algo me decía que usted tenía un oficio interesante. Entre usted y yo podríamos escribir una novela. ¿Ha probado usted los urinarios? No me interprete mal, pero ir por los locales de ese tipo es como ir por los salones de la buena sociedad.
Donde está la verdad de esta gente es en los urinarios y en los cines.
¿Conoce el ambiente del cine Arenas? Aquello es canela fina, y los urinarios del Boulevard Rosa también tienen su interés. Si tuviera un plano le haría un recorrido fascinante, un recorrido que a mí me ha costado años y años de experiencia, pero sin mojarme, eh, eso que quede claro. A mí los tíos no me dicen nada y tengo más motivos que otros para afirmarlo porque conozco el vicio, sé de qué va y de qué van, no soy como otros que se proclaman más machos que Dios y sólo han visto maricones en las películas.
A Carvalho empezaba a cansarle el tema y la ilustración del ejecutivo.
– ¿No tiene miedo que algún cliente le vea por aquí?
– Mis clientes no frecuentan estos sitios. Tienen miedo de pillar el SIDA hasta tomándose una tónica en un bar como éste. La gente ha perdido el sentido de la aventura y yo en cambio soy muy aventurero. A mí me quitan esta pequeña válvula de escape y es que me capan.
Carvalho dudó entre la gentileza de devolverle la invitación y las ganas de sacárselo de encima y optó por la segunda decisión. Al fin y al cabo la invitación había sido cosa suya.