Allí estaba la señora Dotras con las tetas semidesnudas sobre los fogones, las faldas levantadas y en el centro del culo las arremetidas del ariete morado y húmedo de un jovenzuelo demasiado delgado para la empresa. Pero cumplía la empresa de follarse a la patrona con una profesionalidad de cinema porno y ella se quejaba en sordina con la melena gris desparramada sobre cazuelas semivacías. No se retiró Carvalho prudentemente, sino que permaneció contemplando el espectáculo y valorando la perfección de la escenificación. Se trataba de un contacto sexual salvaje y espontáneo, muy en la línea de los rojos más jóvenes que él a fines de la década de los sesenta. Se jodía entonces con una naturalidad que jamás generación alguna volverá a conocer y la vieja Dotras volvía a ser reina por un día, excitada por la proximidad del ambiente convencional y de un marido que flotaba en una nube de memoria y olvido.
La escena tenía cierta belleza vital y a Carvalho casi se le humedecieron los ojos. Se hubiera acercado a la mujer para acariciarle los cabellos y desearle un orgasmo eterno, pero un profundo sentido del ridículo le hizo desistir y abandonar la cocina como si nada hubiera visto. Ahora le esperaba la mirada de Lebrun y no le regaló la satisfacción de un abordaje inmediato. Al contrario, Carvalho buscó la esquina opuesta de la habitación y se entregó con parsimonia a la degustación de la copa.
Lebrun levantó la suya en un brindis lejano y decantó la cabeza para comprobar o vigilar o proteger el sueño de Mitia. Salió de la cocina el audaz espadachín con un plato de ensaladilla de arroz en una mano y la otra comprobando por última vez la cerrazón de la bragueta y segundos después apareció la Dotras con una ligereza de movimientos renovada y la voz cantarina anunciando "urbi et orbe" que aún quedaba comida para un regimiento. Pero le quedó colgada la voz entre los vapores de la estancia como una propuesta inútil y regresó la mujer a su cocina alcoba una vez recuperada la normalidad íntima. Pasaron los minutos y Carvalho se preguntaba quién de los dos daría su brazo a torcer.
Fue Lebrun quien, tras comprobar una vez más que Mitia dormía, se alzó con una ligereza que Carvalho le envidió y buscó acomodo sentándose a su lado. Permanecieron en silencio mientras Lebrun acababa el porro que tenía entre los dedos, previo al rechazo de Carvalho en compartirlo.
– ¿Me buscaba o ha sido un encuentro casual?
– No soy un habitual de estos funerales. De hecho es la segunda vez que vengo.
– La verdad es que me atrajo más el primer día. Hoy ha cambiado la música pero todo lo demás es igual.
– Nunca segundas partes fueron buenas.
– Nunca hay que forzar las circunstancias.
Era una clara indirecta y Carvalho suspiró.
– Usted cree controlarlo todo y no es así. La policía me ha hecho preguntas y debo contestarlas cuanto antes.
– ¿Por ejemplo?
– Quién reclamará el cadáver.
– Solucionado. A estas horas Claire, con su nombre real, ya se ha puesto en contacto, desde París, con el consulado francés. Le ha llegado la onda del hallazgo de un cadáver, onda que le ha transmitido un amigo residente en Barcelona que ha podido leer los periódicos. Una vez ratificada la identidad de Alekos, yo me haré cargo de todo. Me quedan unos cuantos días de estancia.
– ¿Claire no se llama realmente Claire?
– No. ¿Cómo ibamos a dar esa facilidad de identificación? Pero entre nosotros seguiremos llamándola Claire.
– Mañana tiene usted una cita en la Oficina Olímpica.
– ¿Cómo lo ha sabido?
– No sólo soy un guía de "Barcelona la nuit", también soy detective privado. No menosprecio a Contreras, el policía que se cuida del asunto. Tiene reacciones imprevistas y un aguijón de alacrán.
Sabe que yo iba acompañado.
– Puede dar mi nombre.
– Puede llegar a saber que nos acompañaba una mujer.
– Tengo a esa mujer. Una mercenaria francesa que sabe de memoria todo cuanto hicimos aquella noche.
– Claire o como se llame queda a salvo.
– Si. Y yo. El que más peligra es Mitia y si Mitia peligra entonces todo puede derrumbarse.
Mi primera idea era colocarle en la frontera, pero estaba tan decaído a ratos e histérico en otros momentos, que me dio miedo dejarlo solo. Desde que comenzó su huida con Alekos todo ha sido muy duro para él. Pero creo que bastará reclamar el cadáver para pasar la página.
Carvalho se mordió los labios para no formular la pregunta que él deseaba y Lebrun esperaba. Parecía más interesado en explicarle el papel jugado por Mitia en el drama que el sentido del desenlace del drama.
– Es un muchacho muy joven pero muy responsable. En París lo tenía todo. Yo había conseguido matricularle en un liceo privado donde conseguiría ponerse al día en sus estudios, apenas un año. Pero Alekos ejercía sobre él una fascinación morbosa que se acentuó cuando conoció su enfermedad y le siguió fuera a donde fuera, acabara como acabara. Para mí fue un desafío porque Mitia era mi estatua, mi razón de ser Pigmalión. Cuando le conocí era un jovencillo haragán y desconfiado que crecía a la sombra de Alekos y sus amigos, alimentándose con sus sombras, en todos los sentidos de la palabra.
Fue en el viaje de Patmos cuando me sentí conmovido por la calidad profunda del muchacho, por una clase innata.
– Es decir, que a Patmos fueron los tres.
– Sí, Alekos, Mitia y yo.
– ¿Mitia era la pareja de Alekos o la suya?
– ¿Por qué tenía que ser necesariamente nuestra pareja? Tenga más capacidad de matiz, por favor.
Era nuestra obra. Alekos la entendía a su manera y yo a la mía.
Él desde el desespero de un "meteque" que jamás se sentiría integrado en cultura alguna y yo tratando de darle a Mitia la estatura de una estatua admirable.
– Y Claire…
– Pobre Claire…
Pobre Claire. Era un irritante, sutil desprecio el que acentuaba las palabras de Lebrun.
Pobre Claire.
– Reaccionaba como una hembra histérica. Algo, alguien quería quitarle a su Alekos y eso no podía tolerarlo. Yo era su vecino y tenía una cierta relación ocasional con ellos como pareja; lo que Claire desconocía era que poco a poco fui frecuentando más a Alekos, por separado. Era mucho más interesante. Y de esa relación vino el encuentro con Mitia.
– Cada uno de ustedes me mintió a su manera. Usted ocultó mientras pudo esa relación con Alekos, hasta que surgió la historia de Patmos, el Apocalipsis y todo eso. Y nada me dijo de Mitia. En cuanto a ella me ocultó que sabía la condena a muerte de Alekos.
– Lo sabía. Alekos huyó de París herido de muerte y cometió la irresponsabilidad de llevar consigo a Mitia. Desde entonces Claire y yo les hemos buscado, cada uno con un objetivo diferente.
Ella quería comprobar que Alekos no era de otra o de otro y yo que Mitia estaba a salvo y podía recuperarlo para completar mi obra.
– Y cuando encontraron a Alekos.
– Agonizaba. Era cuestión de días.
– Pero alguien le dio la sobredosis. Alguien tuvo la piedad o la soberbia de rematarle.
– La piedad o la soberbia, no está mal visto.
– ¿Fue piedad o soberbia?
– Tal vez las dos cosas.
– ¿Usted? ¿Claire?
Ahora Lebrun sonreía, como si el drama se hubiera convertido en un acertijo de sobremesa aburrida.
La sonrisa de aquellos ojos sin pestañas proponía: adivínelo. Siniestro y curioso personaje que introducía el juego en una historia de vida o muerte. Lebrun estaba esperando su veredicto y Carvalho no quiso darle la satisfacción de mendigarle la respuesta. Se dejó caer de espaldas sobre los cojines, a contemplar los altos techos, sus vigas de madera y los vapores de hachís que subían de aquella humanidad lánguida y adormecida. De pronto se oyó ruido de cuerpos en lucha y Carvalho se incorporó sobre sus codos. Dotras forcejeaba como un gigante cogiendo por un brazo y zarandeando a uno de los yacientes.
– ¡Ya está bien, hijos de puta!
¡El espectáculo se ha terminado!
¡Ésta es mi casa! ¡Os lo coméis todo! ¡Hasta os coméis mi memoria y mi inteligencia! ¡No vale lo que pagáis! Hijos de la gran puta, a vuestras casas si es que tenéis.
Yo a los doce años ya trabajaba y todos vosotros sois niños de papá… A los doce años repartía sombreros y pasteles del Horno del Cisne… Sois tan mediocres y desgraciados que vuestros recuerdos darán pena… Serán recuerdos incoloros, inmaduros e insípidos…
Su mujer había salido bruscamente de la cocina y hacía señas de que todo el mundo se marchara, mientras ella se acercaba a su marido como si se acercara a un niño enfurruñado.
– Papá, no te pongas así, papá…
– Mira cómo lo han puesto todo estos imbéciles. No me pagan ni las miradas.