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Depositó la bandeja en una mesita que había entre los dos sillones y, después de mover ligeramente el brazo retorcido de Dan hasta que éste descansó con naturalidad sobre el pecho del niño, fue al otro extremo del salón y descornó la cortina de la ventana que daba al porche, para permitir que el sol dorado de la tarde iluminara la estancia. Luego sirvió los cafés, se sentó frente a mí removiendo el suyo, casi se lo tomó de un sorbo, dejó pasar un tiempo en silencio y, tal vez porque yo no hallaba una forma de iniciar la conversación, preguntó:

– ¿Piensas quedarte mucho tiempo por aquí?

– Sólo hasta el martes.

– ¿En Rantoul?

– En Urbana.

Jenny asintió; luego dijo:

– Lamento que hayas hecho un viaje tan largo para nada.

– Lo hubiera hecho de todos modos -mentí.

Di un sorbo de café y a continuación hablé de mi viaje por Estados Unidos, aclaré que Urbana era sólo una etapa más del viaje, sabiendo que probablemente Jenny ya lo sabía expliqué que había vivido allí dos años durante los cuales me había hecho amigo de Rodney, y que había querido volver.

– Pensé que podría volver a ver a Rodney -continué-. Aunque no estaba seguro. Hacía mucho tiempo que no sabía nada de él y hace unos meses le mandé una carta, pero para entonces supongo que…

– Sí -me ayudó Jenny-. La carta llegó poco después de su muerte. Debe de andar por ahí.

Acabó de tomarse el café y lo dejó sobre la mesita. Yo la imité. Por decir algo dije:

– Siento mucho lo que ha pasado.

– Ya lo sé -dijo Jenny-. Rodney me habló mucho de ti.

– ¿De veras? -pregunté fingiendo sorpresa, pero sólo en parte.

– Claro -dijo Jenny, y por primera vez la vi sonreír: una sonrisa al mismo tiempo limpia y maliciosa, casi astuta, que excavó una ínfima red de arrugas en la comisura de su boca-. Me sé toda la historia, Rodney me la contó muchas veces. Contaba cosas muy graciosas. Siempre decía que hasta que se hizo tu amigo nunca había conocido a nadie tan raro que parecía normal.

– Es curioso -dije, ruborizándome mientras trataba de imaginar qué cosas le habría contado Rodney-. En cambio yo siempre pensé que el raro era él.

– Rodney no era raro -me corrigió Jenny-. Sólo tenía mala suerte. Fue la mala suerte la que no le dejó vivir en paz. Ni siquiera le dejó morir en paz.

Indagando el modo de preguntarle por las circunstancias que habían rodeado la muerte de Rodney, por un momento me distraje, y cuando volví a escucharla la ironía había contaminado por completo su voz, y yo ya había perdido el hilo de lo que estaba diciendo.

– Pero ¿sabes lo que creo? -la oí decir; disimulando la distracción, con un gesto interrogativo la animé a continuar-. Lo que creo es que en realidad fue sobre todo para verte a ti.

Tardé un segundo en comprender que estaba hablando del viaje de Rodney a España. Ahora mi sorpresa fue genuina: no pensé que yo acababa de hacer el viaje inverso al que había hecho Rodney sólo para verle, pero sí que en España le había perseguido de hotel en hotel y que al final había tenido que viajar a Madrid sólo para que conversáramos un rato. Jenny debió de leerme la sorpresa en la cara, porque matizó:

– Bueno, quizá no sólo para eso, pero también para eso. -Arreglándose un poco el moño mientras lanzaba una mirada de soslayo a Dan, se retrepó en el sillón y dejó que sus manos reposaran sobre sus muslos: eran largas, huesudas, sin anillos-. No sé -rectificó luego-. Puede que esté equivocada. Lo que es seguro es que volvió muy contento del viaje. Me dijo que había estado contigo en Madrid, que había conocido a tu mujer y a tu hijo, que ahora eras un escritor de éxito.

Jenny pareció dudar un segundo, como si quisiera continuar hablando de Rodney y de mí pero fuera consciente de que la conversación había tomado un rumbo equivocado y de que debía enmendarlo. Quedamos callados un momento, al cabo del cual Jenny empezó a hablarme de su vida en Rantoul. Me contó que después de la muerte de Rodney su primer pensamiento había sido vender la casa y volver a Burlington. Sin embargo, pronto había comprendido que huir de Rantoul y volver a Burlington en busca de la protección de su familia equivalía a la admisión de una derrota. Al fin y al cabo, dijo, Dan y ella ya tenían su vida hecha allí; tenían su casa, tenían sus amigos, no tenían problemas económicos: además del dinero del seguro de vida de Rodney y de la pensión de viudedad, ella cobraba un buen sueldo por su trabajo como administrativa en una cooperativa agrícola. Así que decidió quedarse en Rantoul. No se arrepentía.

– Dan y yo nos apañamos muy bien solos -dijo-. Además, en Burlington nunca hubiera podido permitirme una casa como la que tenemos aquí. En fin. -Me buscó los ojos, casi como si se avergonzara preguntó-: ¿Salimos fuera a fumarnos un cigarrillo?

Nos sentamos en las escaleras del porche. En Belle Avenue el aire olía intensamente a primavera; la luz de la tarde aún no había empezado a oxidarse y la brisa soplaba con más fuerza, removiendo las hojas de los arces y haciendo ondear la bandera americana en el jardín. Antes de que yo pudiera prender mi cigarrillo Jenny me dio fuego con el Zippo de Rodney. Me quedé mirándolo. Ella siguió mi mirada. Dijo:

– Era de Rodney.

– Ya lo sé -dije.

Encendió mi cigarrillo y luego el suyo, cerró el Zippo, lo sopesó un momento en su mano huesuda y luego me lo alargó.

– Quédatelo -dijo-. Yo ya no lo necesito.

Vacilé un instante, sin mirarla a los ojos.

– No, gracias -contesté.

Jenny se guardó el Zippo y fumamos un rato sin hablar, mirando las fachadas de enfrente, los coches que de vez en cuando circulaban ante nosotros, y mientras lo hacíamos busqué la ventana en la que había visto a una mujer vigilándome horas atrás; ahora no había nadie. Estábamos en silencio, como esos viejos amigos que ya no necesitan hablar para estar a gusto juntos. Pensé que hacía más de un año que no estaba tanto tiempo en compañía de alguien, y por un segundo pensé que Rantoul era un buen lugar para vivir. Apenas lo había pensado cuando, como si retomara una conversación interrumpida, Jenny dijo:

– ¿No quieres saber lo que pasó?

Esta vez tampoco la miré. Por un momento, mientras aspiraba el humo del cigarrillo, me cruzó la cabeza la idea de que tal vez era mejor no saber nada. Pero dije que sí, y fue entonces cuando, con desconcertante naturalidad, como si estuviera contando una historia remota y ajena, que en nada podía afectarla, me contó la historia de los últimos meses de Rodney. La historia empezaba en la primavera anterior, por aquella época hacía más o menos un año. Una noche, mientras cenaban, un desconocido llamó por teléfono a su casa pregunta«do por Rodney; cuando Jenny le preguntó quién era dijo que era periodista y que trabajaba para una televisión de Ohio. El hecho les extrañó, pero Rodney no vio ningún motivo para negarse a hablar con el hombre. La conversación, que Jenny no alcanzó a escuchar, duró varios minutos, y al volver a la mesa Rodney estaba demudado, con la mirada perdida. Jenny le preguntó qué había ocurrido, pero Rodney no le contestó (según Jenny es probable que ni siquiera oyese la pregunta), continuó cenando y al cabo de unos minutos, cuando aún le quedaba comida en el plato, se levantó y le dijo a Jenny que salía a dar un paseo. No volvió hasta después de las doce. Jenny le esperaba despierta, le exigió que le contase la conversación que había tenido con el periodista y Rodney acabó accediendo. En realidad hizo mucho más que eso. Por supuesto, Jenny no ignoraba que Rodney había pasado casi dos años en Vietnam y que esa experiencia le había marcado de forma indeleble, pero hasta entonces su mando nunca le había contado nada y ella nunca le había pedido que lo hiciese; aquella noche, sin embargo, Rodney se desahogó: durante horas habló de Vietnam; más exactamente: habló, se enfureció, gritó, rió, lloró, y al final el amanecer los sorprendió a los dos en la cama, vestidos, despiertos y extenuados, mirándose como si no se reconocieran.

– Desde el principio tuve la sensación de que se estaba confesando conmigo -me dijo Jenny-. También de que no le conocía, y de que nunca hasta entonces le había querido de verdad.

Antes de explicarle lo que había hablado con el periodista de Ohio, Rodney le contó que hacia el final de su estancia en Vietnam había sido asignado a un efímero escuadrón de élite conocido como Tiger Forcé, con el cual entró numerosas veces en combate. El escuadrón cometió barbaridades sin cuento, que Rodney no detalló o no quiso detallar, y al ser finalmente disuelto todos sus miembros juraron guardar silencio acerca de ellas. Sin embargo, cuando a principios de los años setenta el Pentágono creó una comisión cuya labor consistía en investigar los crímenes de guerra de la Tiger Forcé, Rodney decidió romper el pacto de silencio y colaborar con ella. Fue el único miembro del escuadrón que lo hizo, pero no sirvió para nada: declaró varias veces ante la comisión, y lo único que sacó en limpio fue la hostilidad abierta de sus mandos y compañeros de armas (que lo consideraron un delator) y la hostilidad velada del resto del ejército (que asimismo lo consideró un delator), porque cuando el informe llegó por fin a la Casa Blanca alguien decidió que lo mejor que podía hacerse con él era archivarlo. «Todo fue una pantomima», le dijo Rodney a Jenny. «En el fondo a nadie le interesaba la verdad.» A raíz de su comparecencia ante la comisión Rodney recibió varias amenazas de muerte; luego dejó de recibirlas y durante años confió en que todo se hubiese olvidado. De vez en cuando le llegaban noticias de sus compañeros de escuadrón: unos mendigaban por las calles, otros languidecían en la cárcel, otros pasaban largas temporadas en hospitales psiquiátricos; sólo unos pocos habían salido adelante y llevaban una, vida normal, al menos aparentemente normal. Rodney no quiso volver a saber nada de ellos, y de hecho hizo todo cuanto estuvo en su mano para que no pudieran localizarlo. Pero un día, cuando Rodney ya pensaba que esa historia estaba enterrada, uno de ellos dio con él. Era el mejor amigo que había tenido en el escuadrón, tal vez el único amigo de verdad; mentalmente desquiciado, roto por unos remordimientos que rebrotaban cíclicamente y no le concedían tregua, el amigo trató de convencerle de que la única forma que tenían de conseguir un poco de paz era acudir a las autoridades y exhumar el caso, confesando les hechos y pagando por ellos. Rodney trató de calmarlo, trató de razonar con él (le dijo que había pasado demasiado tiempo y que a aquellas alturas las autoridades ya ni siquiera estarían dispuestas a montar pantomimas y no les prestarían la menor atención), pero todo fue inútil; incapaz de soportar la presión suplicante y obsesiva de su compañero, Rodney optó por la solución radical que había empleado otras veces: desapareció de Rantoul.

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