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– ¿Su mujer todavía vive en Rantoul?

– Claro. Aquí al lado, en casa de Rodney.

– Acabo de estar allí y no he encontrado a nadie. Ya se lo he dicho.

– Habrán salido a algún sitio. Pero apuesto a que vuelven a comer. No estoy seguro de que a Jenny le apetezca mucho hablar de estas cosas después de todo lo que tuvo que aguantar, pero bueno, al menos podrá saludarla.

Le di las gracias al patrón y fui a pagarle la cerveza, pero no me lo permitió.

– Dígame una cosa -dijo mientras nos estrechábamos la mano y él retenía la mía un segundo más de lo habitual-. ¿Piensa quedarse mucho tiempo en Rantoul?

– No -contesté-. ¿Por qué lo pregunta?

– Por nada -me soltó la mano y se acomodó su pelo escaso bajo la gorra-. Pero ya sabe usted cómo son estos sitios pequeños: si se queda, hágame caso y no se crea todo lo que le cuenten de Rodney. La gente dice muchas tonterías.

Una explosión de luz me cegó al salir a la calle: era el mediodía. Más confuso que abatido, de forma automática eché a andar hacia Belle Avenue. Tenía la mente en blanco, y lo único que recuerdo haber pensado, equivocándome, es que aquél sí era el final del viaje, y también, sin equivocarme o equivocándome menos, que era verdad que Rodney había encontrado la salida del túnel, sólo que era una salida distinta de la que yo había imaginado. Al llegar frente a la casa de Rodney estaba empapado en sudor y ya había decidido que lo mejor era volver inmediatamente a Urbana, entre otras cosas porque mi presencia allí sólo podía importunar a la familia de Rodney. Entré en el Chrysler, lo arranqué, y a punto estaba de girar en Belle Avenue para tomar el camino de vuelta a Urbana cuando me dije que no podía marcharme de aquella manera, con todos los interrogantes abiertos ante mí como una cerca de alambre de espino y sin siquiera haber visto a la mujer y al hijo de Rodney. Aún no había terminado de pensar lo anterior cuando los vi. Acababan de doblar la esquina y caminaban bajo la sombra verde de los arces, cogidos de la mano por el sendero de cemento que discurría entre la calzada y los jardines delanteros de las casas, y mientras avanzaban hacia mí, huérfanos y sin prisa por la calle vacía, de repente v¡ a Gabriel y a Paula caminando por otras calles vacías, y luego a Gabriel soltando la mano de su madre y echando a correr con su paso oscilante, riendo y ansioso de echarme los brazos al cuello. Sentí que los ojos estaban a punto de llenárseme de lágrimas. Conteniéndolas, paré el motor, aspiré hondo, salí otra vez a la calle y los esperé apoyado en el coche, fumando; el cigarrillo me temblaba un poco en la mano. No tardaron en pararse frente a mí. Mirándome con una mezcla de ansiedad y recelo, la mujer me preguntó si era periodista, pero no me dejó contestar.

– Si es periodista ya puede darse la vuelta y volver por donde ha venido -me conminó, pálida y tensa-. No tengo nada que hablar con usted y…

– No soy periodista -la interrumpí.

Se quedó mirándome. Le expliqué que era amigo de Rodney, le dije mi nombre. La mujer parpadeó y me pidió que se lo repitiera; se lo repetí. Entonces, sin dejar de mirarme, soltó la mano del niño, lo tomó del hombro, lo apretó contra su cadera y, después de apartar la vista por un segundo, como si algo la hubiera distraído, sentí que todo su cuerpo se distendía. Antes de que hablara comprendí que sabía quién era yo, que Rodney le había hablado de mí. Dijo:

– Llegas tarde.

– Ya lo sé -dije, y quise añadir algo, pero no supe qué añadir.

– Me llamo Jenny -dijo al cabo de un momento, y sin bajar la vista hacia su hijo añadió-: Él es Dan.

Le alargué la mano al niño, y tras un instante de vacilación me la estrechó: un suave manojo de huesitos envuelto en carne sonrosada; al soltársela él también me miró: escuálido y muy serio, sólo sus grandes ojos marrones recordaban los grandes ojos marrones de su padre. Tenía el pelo claro y vestía unos pantalones de pana fina y una camiseta azul.

– ¿Cuántos años tienes? -le pregunté.

– Seis -contestó.

– Acaba de cumplirlos -dijo Jenny.

Aprobando con la cabeza comenté:

– Ya eres un hombre.

Dan no sonrió, no dijo nada, y hubo un silencio durante el cual se oyó el estruendo de un tren de mercancías circulando a mi espalda, rumbo a Chicago, mientras un soplo de brisa aliviaba el calor del mediodía, agitando la bandera americana en el mástil del jardín y enfriándome el sudor contra la piel. Una vez hubo pasado el tren, Dan preguntó:

– ¿Fuiste amigo de mi padre?

– Sí -dije.

– ¿Muy amigo?

– Bastante -dije, y añadí-: ¿Por qué lo preguntas?

Dan se encogió de hombros en un gesto adulto, casi desafiante.

– Por nada -dijo.

Quedamos de nuevo en silencio, un silencio menos largo que embarazoso, durante el cual pensé que la cerca de alambre de espino iba a quedar intacta. Pisé el cigarrillo en la acera.

– Bueno -dije-. Tengo que marcharme. Me alegro de haberos conocido.

Di media vuelta para abrir el coche, pero entonces oí la voz de Jenny a mi espalda:

– ¿Has comido ya?

Al volverme repitió la pregunta. Contesté la verdad.

– Iba a preparar algo para Dan y para mí -dijo Jenny-. ¿Por qué no nos acompañas?

Entramos en la casa, fuimos a la cocina y Jenny se puso a preparar la comida. Intenté ayudarla, pero no me dejó y, mientras observaba a Dan observándome, apoyado en el dintel de la puerta, me senté en una silla, junto a una mesa cubierta con un mantel a cuadros azules y rojos, frente a una ventana que daba a un jardín trasero en el que crecían macizos de hortensias y crisantemos; supuse que en ese jardín estaría el cobertizo en el que se había colgado Rodney. Sin dejar su trabajo Jenny me preguntó si quería tomar algo. Le dije que no, y le pregunté si podía fumar.

– Mejor que no, si no te importa -dijo-. Es por el niño.

– No me importa.

– Yo antes fumaba mucho -explicó-. Pero lo dejé con el embarazo. Desde entonces sólo echo un cigarrillo de vez en cuando.

Mientras Dan se perdía en el interior de la casa, como si ya se hubiese cerciorado de que todo marchaba bien entre su madre y yo, Jenny empezó a hablarme del modo en que se había liberado de la dependencia del tabaco. La tenía de perfil, y me dediqué a observarla. Apenas guardaba algún parecido con la mujer que mi imaginación había construido a partir de las descripciones curiosamente discrepantes que contenían las cartas de Rodney. Menuda y delgadísima, poseía una de esas discretas bellezas cuyo destino o cuya vocación es pasar inadvertidas; de hecho, sus facciones no sobrepasaban el límite de lo correcto: los pómulos un poco salientes, la nariz exigua, los labios afilados y sin carne, los ojos de un gris mate; dos sencillos pendientes dorados brillaban en los lóbulos de sus orejas y hacían resaltar el color castaño oscuro del pelo, lacio y mal recogido en un moño. Vestía unos vaqueros desteñidos y un jersey de lana azul que apenas disimulaba la pujanza de sus pechos. Por lo demás, y pese a su fragilidad física, toda ella irradiaba una suerte de enérgica serenidad, y mientras la escuchaba hablar casi sin quererlo traté de imaginármela junto a Rodney, pero no pude y, casi sin quererlo también, me pregunté cómo aquella mujer de apariencia fría e insignificante habría conseguido quebrantar el solipsismo afectivo de mi amigo.

Dan apareció otra vez en la puerta de la cocina; interrumpiendo a su madre me preguntó si quería ver sus juguetes.

– Claro -se me adelantó Jenny-. Enséñaselos mientras yo acabo de preparar la comida.

Me levanté y lo acompañé hasta el mismo salón de paredes forradas de libros, ventana al porche, sofá y sillones de cuero donde quince años atrás el abuelo de Dan me había contado, a lo largo de una tarde interminable de primavera, la historia inacabada de Rodney. La estancia apenas había cambiado, pero ahora el suelo cubierto de alfombras de colores vinosos estaba a su vez cubierto de un desorden campamental de juguetes que de forma inevitable me recordó el desorden que reinaba en el salón de mi casa cuando Gabriel tenía la edad de Dan. Éste, sin más explicaciones, empezó a mostrarme sus juguetes, uno a uno, ilustrándome acerca de sus características y su funcionamiento con la reconcentrada seriedad de la que los niños son capaces en cualquier momento y los hombres sólo en el trance de jugarse la vida y, cuando al cabo de un rato Jenny anunció que la comida estaba lista, ya nos unía a los dos una de esas corrientes subterráneas de complicidad que a los adultos nos cuesta a menudo meses o años establecer.

Comimos una ensalada, unos espaguetis con salsa de tomate y un pastel de frambuesa. Dan acaparó por entero la conversación, de modo que apenas hablamos de otra cosa que no fuera su colegio, sus juguetes, sus aficiones y sus amigos, y ni una sola vez aludimos a Rodney. Jenny estuvo todo el tiempo pendiente de su hijo, aunque en un par de ocasiones me pareció sorprenderla espiándome. En cuanto a mí, a ratos no podía evitar que me asaltara la sospecha insidiosa de estar en un sueño: todavía conmocionado por la noticia de la muerte de Rodney, me costaba librarme de la extrañeza de estar comiendo en su casa, con su viuda y su hijo, pero al mismo tiempo me sentía apaciguado por un sosiego casi doméstico, como si no fuera la primera vez que compartía la mesa con ellos. El final de la comida, sin embargo, no fue tranquilo, porque Dan se negó en redondo a dormir su siesta preceptiva, y lo único que después de muchas negociaciones consiguió su madre fue que accediera a tumbarse en el sofá del salón, a la espera de que ella y yo nos tomáramos allí el café. Así que, mientras Jenny preparaba el café, fui al salón y me senté junto a Dan, quien, después de teclear furtivamente la Gameboy a la que su madre acababa de prohibirle jugar y de quedarse un rato mirando el cielo raso, se durmió en una postura extraña, con un brazo un poco retorcido a su espalda. Me quedé mirándole sin atreverme a mover su brazo por temor a despertarle, sumido como estaba en esas profundidades insondables donde duermen los niños, y recordé a Gabriel dormido junto a mí, respirando a un ritmo silencioso, regular, infinitamente apacible, transfigurado por el sueño y gozando de la seguridad perfecta que le procuraba el hecho de que su padre estuviera vejándolo, y por un momento sentí el deseo de abrazar a Dan como tantas veces había abrazado a Gabriel, sabiendo que no le abrazaba para protegerlo, sino para que él me protegiese a mí.

– Ahí tienes -dijo en voz baja Jenny, irrumpiendo en el salón cargada con la bandeja del café-. Siempre la misma historia. No hay manera de que quiera dormir la siesta, y luego cuesta Dios y ayuda despertarle.

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