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– Y usted también podía haber hecho algo, ¿no?

No dije nada; no pedí el segundo whisky; salí del local. Fuera hacía un frío que cortaba la carne. Subí por la Rambla en dirección a la plaza de Catalunya y, en cuanto vi un bar abierto, entré y pedí el whisky que no me había atrevido a pedir en Tabú. Me lo bebí de un par de tragos apresurados y pedí otro. Reconfortado por el alcohol, reflexioné sobre lo que acababa de ocurrir. Me pregunté en qué estado habría quedado la mujer, que en el último momento había dejado de resistirse a las patadas de su agresor y yacía inerme en el suelo, desmadejada y tal vez inconsciente. Me dije que, de no haber sido por la intervención in extremis de los dos porteros, nada indicaba que el hombre hubiera dejado de pegar a su víctima hasta quedarse sin fuerzas o hasta matarla. No me pregunté, en cambio, lo que sí se había preguntado la encargada del local: por qué yo no había hecho nada para detener la paliza; no me lo pregunté porque lo sabía: por miedo; tal vez también por indiferencia; y hasta por una sombra de crueldad: es posible que alguna parte de mí hubiera disfrutado con aquel espectáculo de dolor y de furia, y que a esa misma parte no le hubiera importado que continuase. Fue entonces cuando, como si emergiera de una sima de siglos, recordé una escena paralela e inversa a la que acababa de presenciar en Tabú, una escena ocurrida más de treinta años atrás en un bar de una lejana ciudad que no conocía. Allí, en algún lugar de Saigón, mi amigo Rodney había defendido a una camarera vietnamita de la brutalidad alcoholizada de un suboficial de los Boinas Verdes; no había sido indiferente ni cruel: había vencido el miedo y no le había faltado coraje. Exactamente lo que yo no había hecho ni había tenido unos minutos atrás. Más que vergüenza por mi cobardía, por mi crueldad y por mi indiferencia, sentí extrañeza por el hecho de recordar a Rodney precisamente en aquel momento, cuando ya hacía casi dos años que lo había olvidado.

Horas más tarde, recapitulando lo ocurrido aquella noche, pensé que ese recuerdo intempestivo era en realidad una premonición. Lo pensé entonces, pero pude pensarlo mucho antes, justo cuando al terminar de tomarme el whisky en aquel bar de la Rambla y sacar la billetera para pagarlo cayó al suelo el mazo desordenado de papeles que guardaba en ella; me agaché a recogerlos: había tarjetas de crédito, el carnet de conducir y el de identidad, facturas atrasadas, trozos de hojas de bloc garabateados de números de teléfonos y nombres vagamente conocidos. Entre ellos estaba la fotografía, doblada y arrugada; la desdoblé, la miré un segundo, menos de un segundo, reconociéndola sin querer reconocerla, más con incredulidad que con asombro; luego volví a doblarla rápidamente y volví a meterla en la billetera con los demás papeles. Acto seguido pagué, salí a la calle con una sensación de vértigo o de peligro real, igual que si llevara en la billetera una bomba, y eché a andar muy deprisa, sin sentir el frío de la noche, sin reparar en las luces y la gente de la noche, tratando de no pensar en la fotografía pero sabiendo que esa imagen procedente de una vida que casi creía cancelada podía estallar ante la puerta de piedra en que se había convertido mi futuro, abriendo una grieta por la que de inmediato se filtrarían en el presente el futuro y el pasado, la realidad. Subí por la Rambla, crucé la plaza de Catalunya, caminé paseo de Gracia arriba, doblé a la izquierda al llegar a Diagonal y seguí andando muy deprisa, como si necesitara agotarme cuanto antes o juntar coraje o posponer todo lo posible el momento inevitable. Por fin, en una esquina de Balines, a la luz cambiante de un semáforo, me decidí: abrí la billetera, busqué la fotografía y la miré. Era una de las fotografías que Paula y Gabriel se habían tomado con Rodney durante la visita de mi amigo a Gerona, y también la única imagen de Paula y Gabriel que yo había conservado por descuido: de las demás me había deshecho al mudarme a Barcelona. Allí estaban los dos, en aquel pedazo de papel olvidado, como dos fantasmas que se resisten a desvanecerse, diáfanos, sonrientes e intactos en el puente de Les Peixeteries Velles; y allí estaba Rodney, muy erguido entre ambos, con su parche de tela en el ojo y sus dos manos enormes posadas sobre los hombros de mi mujer y mi hijo, igual que un cíclope dispuesto a protegerlos de una amenaza todavía invisible. Me quedé mirando la fotografía; no trataré de describir lo que pensaba: hacerlo sería desvirtuar lo que sentí mientras lo pensaba. Sólo diré que ya llevaba mucho tiempo con los ojos clavados en la fotografía cuando me di cuenta de que estaba llorando, porque las lágrimas, que me caían a chorros por las mejillas, me estaban empapando la camisa de franela y las solapas del abrigo. Lloraba como si no fuese a dejar de llorar nunca. Lloraba por Paula y por Gabriel, pero quizá sobre todo lloraba porque hasta entonces no había llorado por ellos, ni a su muerte ni en los meses de pánico, culpa y reclusión que la siguieron. Lloraba por ellos y por mí; también supe o creí saber que estaba llorando por Rodney y, con una extraña sensación de alivio -como si pensar en él fuese la única cosa que podía eximirme de tener que pensar en Paula y en Gabriel-, lo imaginé en aquel mismo instante en su casa de Rantoul, su casa provinciana de dos plantas y buhardilla y porche y jardín con dos arces en Belle Avenue, con su trabajo apacible y rutinario de maestro de escuela, viendo crecer a su hijo y madurar a su mujer, redimido del destino de inadaptado incurable que durante más de treinta años lo había acorralado encarnizadamente, dueño de todo lo que yo había tenido en el tiempo satinado e inaccesible de la fotografía que ahora me lo devolvía.

No sé cuánto tiempo llevaba parado junto al semáforo cuando conseguí meter la fotografía en la billetera, crucé Balmes y, sin dejar de llorar (o eso creo), eché a andar hasta Muntaner y luego hacia la parte alta. De nuevo grataba de no pensar en nada, pero pensaba en Paula y en Gabriel; hacerlo me dolía como una amputación: para evitar el dolor me forcé a pensar de nuevo en Rodney. Recordaba nuestras conversaciones sin descanso de Treno's, mi visita a su padre en Rantoul, mi proyecto siempre postergado de escribir algún día su historia y la conversación que mantuvimos en Madrid, cuando yo había descubierto con una repugnancia que ahora me pareció repugnante que mi amigo cargaba en su conciencia con la muerte de mujeres y niños. Y en algún momento, entre las imágenes que cruzaban como nubes o aerolitos mi cerebro obnubilado, recordé a Rodney en la fiesta del chino Wong, rodeado de gente y sin embargo impermeable, tan solo como un animal extraviado en medio de una manada de animales de otra especie, lo recordé en las escaleras del porche de Wong, aquella misma noche, alto, ruinoso, desamparado y vacilante, abrigándose con su chaquetón de cuero y su gorro de piel mientras yo lo observaba desde una ventana que daba a la calle y la nieve caía en grandes copos sobre la calzada y él miraba a la noche sin llorar (aunque al principio a mí me había parecido que lloraba), la miraba más bien como si caminara por un desfiladero junto a un abismo muy negro y no hubiera nadie que tuviera tanto vértigo y tanto miedo como él. Y entonces entendí de repente lo que no había entendido aquella noche de tantos años atrás, y era que si yo había abandonado la fiesta y había ido en busca de Rodney fue porque observándole desde la ventana supe que era el hombre más solo del mundo y que, por alguna razón indudable que sin embargo no estaba a mi alcance, yo era la única persona que podía acompañarlo, y entendí también que en esta noche de tantos años más tarde las tornas habían cambiado. Ahora yo también era responsable de la muerte de una mujer y un niño (o me sentía responsable de la muerte de una mujer y un niño), ahora era yo el hombre más solo del mundo, un animal extraviado en medio de una manada de animales de otra especie, ahora era Rodney, y quizá sólo Rodney, quien podía acompañarme, porque él había recorrido mucho antes y durante mu-cho más tiempo que yo la misma galería de espanto y remordimientos por la que desde hacía varios meses yo andaba a tientas, y había encontrado la salida: sólo Rodney, mi semejante, mi hermano -un monstruo como yo, como yo un asesino- podía mostrarme una ranura de luz en aquel túnel de desdicha por el que, sin que ni tan sólo tuviera fuerzas para desear salir de él, yo estaba caminando a solas y a oscuras desde la muerte de Gabriel y de Paula, igual que Rodney lo había hecho durante treinta años desde que al doblar algún recodo de algún sendero de algún lugar sin nombre de Vietnam vio aparecer a un soldado que era él. Aquella noche voíví a casa más temprano que de costumbre, me tumbé en la cama con los ojos abiertos y, por vez primera en muchos meses, dormí seis horas seguidas. Tuve dos sueños. En el primero sólo aparecía Gabriel. Estaba jugando al futbolín en un local grande y destartalado y vacío como un garaje, golpeando las bolas con una alegría adulta, casi feroz; no tenía adversario o yo no podía distinguir a su adversario, y no parecía oír los gritos con que yo trataba de atraer su atención; hasta que de repente soltó las manijas y, fastidiado o furioso, se volvió hacía mí. «No llores, papá», dijo entonces con una voz que no era la suya, o que no acerté a reconocer. «No me dolió.» El segundo sueño fue más largo y más complejo, más inconexo también. Primero vi las caras de Paula y de Gabriel, muy juntas, casi mejilla contra mejilla, son-riéndome de forma inquisitiva como si estuvieran al otro lado de un cristal. Luego la cara de Rodney se sumó a ellas y las tres empezaron a superponerse igual que en una transparencia, fundiéndose las unas en las otras, de tal modo que la cara de Gabriel se modificaba hasta convertirse en la de Paula o Rodney, y la cara de Paula se modificaba hasta convertirse en la de Rodney o Gabriel, y la cara de Rodney se modificaba hasta convertirse en la de Gabriel o Paula. Al final del sueño me veía llegando a la casa de Rodney en Rantoul, en un día azul y soleado, y descubriendo con angustia indecible, entre sonrisas falsas y miradas de recelo, que quien vivía con mi amigo no eran su mujer y su hijo, sino Paula y Gabriel, o una mujer y un niño que fingían la voz y el físico y hasta los gestos de afecto de Paula y Gabriel, pero que de algún modo perverso no eran ellos.

Al día siguiente me despertó la ansiedad. Me afeité, me duché, me vestí y, mientras tomaba café y fumaba un cigarrillo, decidí escribir a Rodney. Recuerdo bien la carta. En ella empezaba disculpándome por haber dejado de escribirle; luego le preguntaba por su vida, por su mujer y su hijo; luego le mentía: le hablaba de Gabriel y de Paula como si todavía estuvieran vivos, y también le hablaba de mí como si desde muchos meses atrás no estuviera ocupado en morir sino en vivir y no me hubiera convertido en un fantasma o un zombi y siguiera viviendo y escribiendo igual que si no tuviera destruida la morada del alma. De inmediato noté que escribir a Rodney obraba sobre mí como un lenitivo y, mientras veía brotar las palabras como insectos en la pantalla del ordenador, casi sin advertirlo concebí la ilusión sin argumentos de que visitar a Rodney en Rantoul era la única forma de romper la lógica de aniquilación en la que me hallaba atrapado. Apenas acabé de formular esta idea empecé a ponerla por escrito, pero, porque comprendí que era apremiante y brutal y que exigía demasiadas explicaciones, de inmediato la suprimí, y, tras darle muchas vueltas y hacer y rehacer varios borradores, acabé expresándole simplemente mi deseo de volver algún día a Urbana y de que volviéramos a vernos allí o en Rantoul, una declaración lo bastante vaga como para que no desentonase con el talante sosegado y casual del resto de la misiva. Terminé de redactarla cuando ya era de noche, y por la mañana la envié a Rantoul por correo urgente.

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