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– ¿Qué ha pasado? -pregunté mientras me acercaba a los dos agentes.

Jóvenes, graves, casi espectrales a la luz lívida del amanecer, me preguntaron si yo era yo. Dije que sí.

– ¿Qué ha pasado? -repetí.

Uno de los policías señaló la puerta de mi casa y preguntó:

– ¿Podemos hablar un momento dentro, por favor?

Hice pasar a los dos policías, nos sentamos en el comedor, volví a preguntar qué había ocurrido. Quien contestó fue el policía que ya había hablado antes.

– Venimos a comunicarle que su mujer y su hijo han sufrido un accidente -dijo.

La noticia no me sorprendió; con un hilo de voz acerté a preguntar:

– ¿Están heridos?

El policía tragó saliva antes de responder:

– Están muertos.

A continuación el policía sacó una libreta y debió de iniciar un relato aséptico y pormenorizado de las circunstancias en que se había producido el accidente, pero, pese a que me esforcé en atender a la explicación, lo único que capté fueron palabras sueltas, frases incoherentes o desprovistas de sentido. Mi recuerdo de las horas que siguieron es aún más inseguro: sé que aquella mañana fui al hospital donde estaban ingresados Paula y Gabriel, que no vi o no quise ver sus cadáveres, que enseguida empezaron a llegar familiares y algún amigo, que hice alguna confusa gestión relacionada con los funerales, que éstos se celebraron al día siguiente, que no asistí a ellos, que algún periódico incluyó mi nombre en la noticia del accidente y que mi casa se llenó de telegramas y faxes de condolencia que yo no leía o leía como veladas acusaciones. En realidad, de aquellos días sólo hay algo que recuerdo con alucinada claridad, y son mis visitas a la comisaría de los Mossos d'Esquadra. En muy poco tiempo estuve allí cuatro veces, tal vez cinco, aunque ahora todas me parecen casi la misma. Me recibía en un despacho una sargento de uniforme, guapa, fría y esforzadamente profesional, quien, sentados los dos a una mesa de despacho muy alegre, con flores y fotografías de su familia, una y otra vez me exponía la información que la policía había acumulado sobre el accidente, hacía croquis, contestaba mis preguntas. Eran reuniones largas, pero, a pesar de que las causas y circunstancias de la colisión no ofrecían dudas para la policía (el piso de la calzada resbaladizo a causa del relente de la noche, tal vez una distracción mínima, una curva tomada a más velocidad de la debida, un volantazo desesperado que conduce al carril contrario, el horror final de unas luces que te ciegan de frente), yo siempre salía de ellas con nuevos interrogantes, que al cabo de horas o días volvía a tratar de despejar en la comisaría. La sargento me concertó una entrevista con los dos agentes que habían llegado primero al lugar del accidente y se habían encargado de gestionarlo y, en compañía de uno de ellos, una tarde me llevó a la curva exacta donde se había producido; a la mañana siguiente volví al lugar yo solo y me quedé un rato allí, viendo pasar los coches, sin pensar en nada, mirando el cielo y el asfalto y la desolación de aquel descampado barrido por la tramontana. No sabría decir con certeza por qué actuaba de aquella forma, pero no descarto que una parte de mí sospechara que algo no acababa de encajar, que en aquella historia quedaban cabos sueltos, que la policía me estaba ocultando algo y que, si conseguía descubrirlo, al instante se abriría una puerta y Paula y Gabriel aparecerían por ella, vivos y sonrientes, igual que si todo hubiese sido un error o una broma pesada. Hasta que una mañana, al entrar en el despacho de la sargento para nuestra enésima entrevista, la encontré acompañada de un hombre mayor, con barba, vestido de civil. La sargento hizo las presentaciones y el hombre me explicó que era psicólogo y que dirigía una asociación llamada Servicio de Apoyo al Duelo (o algo así), destinada a prestar ayuda a los familiares de los muertos en accidente. El psicólogo continuó durante un rato su exposición, pero yo dejé de escucharle; ni siquiera le miraba: me limitaba a mirar a la sargento, que se cansó de esquivar mis ojos y acabó interrumpiendo al hombre. -Hágame caso y vaya con él -dijo devolviéndome por fin la mirada, y por primera vez percibí una nota de cordialidad o emoción en su voz-. Yo ya no puedo hacer nada más por usted.

Me marché de la comisaría y no volví. Aquella misma tarde fui a una agencia inmobiliaria, alquilé el primer piso que me ofrecieron en Barcelona, un apartamento cercano a Sagrada Familia, y, después de malvender a toda prisa la casa de Gerona y de deshacerme de las pertenencias de Gabriel y de Paula, me trasladé a vivir a él, dispuesto a ocuparme a conciencia en la tarea de morir, y no en la de vivir. Una oscuridad total se adueñó entonces de mi vida. Descubrí que el padre de Rodney tenía razón y el mundo es un lugar vacío; pero también descubrí que en aquellos momentos la soledad era para mí menos una condena que el único bálsamo posible, la única posible bendición. No veía a mi familia, no veía a mis amigos, no tenía televisión ni radio ni teléfono. Por lo demás, cuidé de que sólo las personas indispensables conocieran mis nuevas señas, y cuando alguna de ellas (o alguien que me había localizado a través de ellas) llamaba a mi puerta, simplemente no le abría. Es lo que ocurrió con Marcos Luna, quien durante algún tiempo apareció de forma regular por mi casa y se hartó de tocar el timbre sabiendo que yo estaba dentro, oyéndole, hasta que comprendió que no iba a conseguir hablar conmigo y a partir de entonces se limitó a dejar en mi buzón, cada viernes al mediodía, un paquete de tabaco lleno de porros de marihuana recién hechos. También mi agente literaria me enviaba de vez en cuando una relación de las personas que llamaban a su oficina solicitando mi presencia en algún sitio o preguntando por mí, aunque nunca le contesté. Por supuesto, no trabajaba, pero las ventas del libro me habían proporcionado unos ingresos suficientes para vivir sin trabajar durante años, y no veía ninguna razón para no dejar transcurrir el tiempo hasta que se agotase el dinero. Mi único esfuerzo consistía en no pensar, sobre todo en no recordar. Al principio había sido imposible. Hasta que abandoné la casa que había compartido con Paula y Gabriel y me fui a Barcelona no podía dejar de torturarme pensando en el accidente: me preguntaba SÍ en el último momento Gabriel se habría despertado y habría sido consciente de lo que iba a ocurrir; me preguntaba qué había pensado Paula en aquel momento, qué recuerdo la había distraído mientras conducía, provocando el volantazo que a su vez provocó el accidente, qué hubiera ocurrido si, en vez de quedarme en la fiesta, hubiera vuelto a casa con ellos… Quienes conocieron la sevicia programada de los campos de concentración nazis o soviéticos suelen afirmar que, para soportarla, se animaban recordando la felicidad que habían dejado atrás, porque, por remota que fuera, siempre seguían abrigando la esperanza de que algún día podrían recuperarla; yo carecía de ese consuelo: como los muertos no resucitan, mi pasado era irrecuperable, así que me apliqué a conciencia a abolirlo. Tal vez por eso, en cuanto me instalé en Barcelona empecé a hacer vida de noche. Me pasaba semanas enteras sin salir de casa, leyendo novelas policíacas en la cama, alimentándome de sopas de sobre, latas de conserva, tabaco, marihuana y cerveza, pero lo habitual es que pasara la noche fuera, pateándome sin tregua la ciudad, caminando sin rumbo ni propósito fijo, parándome de vez en cuando para tomar una copa y descansar un rato y recuperar fuerzas antes de continuar mi paseo hacia ninguna parte hasta el amanecer, cuando volvía estragado a casa y me tumbaba en la cama, sediento de sueño e incapaz de dormir, enervado por los ruidos ajenos del mundo, que increíblemente seguía su curso imperturbable. El insomnio me convirtió en un teórico apasionado del suicidio, y ahora pienso que si no lo puse en práctica no fue sólo por cobardía o por exceso de imaginación, sino también porque temía que mis remordimientos fueran a sobrevivirme, o más probablemente porque descubrí que, más que morir, lo que deseaba era no haber vivido nunca, y por eso a veces conciliaba un sueño transparente y sin sueños cuando me imaginaba viviendo en el limbo purísimo de la no existencia, en la felicidad de antes de la luz, de antes de las palabras. Me aficioné a jugar con la muerte. De vez en cuando cogía el coche y conducía de forma obsesiva y temeraria durante días enteros, al azar, parándome sólo a comer o a dormir, confortado por la segundad permanente de que en cualquier momento podía dar un volantazo como el que había matado a Gabriel y a Paula, y una noche, en un prostíbulo de Montpellier, me enzarcé en una discusión sin sentido con dos individuos que acabaron pegándome una paliza que me mandó de nuevo a un hospital del que salí con el cuerpo negro de moretones y la nariz rota. También me compré una pistola: la tenía guardada en un cajón y de vez en cuando la sacaba, la cargaba y me apuntaba con ella en la frente o bajo la barbilla o me la metía en la boca y la mantenía allí, saboreando la acidez llameante del cañón y acariciando apenas el gatillo mientras el sudor me chorreaba por las sienes y mí jadeo parecía atronar mí cabeza y Henar a rebosar el silencio del piso. Una noche paseé durante largo rato por el pretil de mi terraza, feliz, desnudo y en equilibrio, con la mente en blanco, consciente sólo de la brisa que me erizaba la piel y de las luces que iluminaban la ciudad y del precipicio de vértigo que se abría junto a mí, canturreando entre dientes una canción que he olvidado.

En ese estado de funambulismo sin salida pasé la primavera, el verano y el otoño, y no fue hasta una noche de principios del invierno pasado cuando, gracias a la alianza providencial de un incidente desagradable, un descubrimiento azaroso y un recuerdo resucitado, de repente tuve un atisbo fugaz de que no estaba condenado a llevar para siempre la vida de subsuelo que había llevado en los últimos meses. Todo empezó en Tabú, un club nocturno situado en la parte baja de la Rambla y frecuentado por turistas, que acuden allí en busca de espectáculos de pomo local a precio asequible. Es un local oscuro y raído, con una barra dispuesta en ángulo recto a la derecha de la entrada y un escenario rodeado de mesas y sillas de metal y sobrevolado por globos de luz con lentejuelas plateadas, a la izquierda del cual un telón oculta los reservados para las parejas de pago. Yo ya había estado allí en un par de ocasiones, siempre muy tarde, y, como había hecho en mis visitas anteriores, aquella noche le pedí un whisky a la mujer vieja, menuda y pintarrajeada que parecía la encargada del local y me quedé en un extremo de la barra, bebiendo y fumando y contemplando el espectáculo a distancia. Debía de ser un día de diario, porque aunque entre el público sobresalía un grupo de jóvenes ruidosos y enfervorizados que confraternizaban efusivamente con las artistas y subían al escenario en cuanto ellas se lo insinuaban, el resto del local estaba casi desierto, y sólo había un par de parejas acodadas a unos metros de mí: una en el centro de la barra, la otra un poco más allá. Ya me había tomado el primer whisky y estaba a punto de pedir el segundo cuando, justo en el momento en que en el escenario una mujer desnuda le practicaba una felación a un hombre vestido de soldado romano, sentí que algo anómalo ocurría a mi lado; me volví y vi a la pareja que estaba en el centro de la barra discutiendo violentamente. Miento: no vi eso; lo que vi, en apenas unos segundos fulgurantes de estupefacción, fue que el hombre y la mujer se gritaban desencajados, que el hombre le cruzaba la cara a la mujer de una bofetada, que la mujer intentaba devolvérsela sin éxito, que, presa de una furia ciega, el hombre empezaba a golpear a la mujer, y que seguía golpeándola y golpeándola hasta tumbarla en el suelo, desde donde ella trataba de defenderse entre lágrimas, insultos, puñetazos y patadas al aire. También vi que la pareja que estaba más allá se alejaba de la escena, fascinada y amedrentada, que el volumen al que sonaba la música impedía que el público que estaba frente al escenario reparase en la pelea, y que la única persona que parecía empeñada en pararla, desgañitándose detrás de la barra, era la vieja encargada del local. En cuanto a mí, me quedé inmóvil, paralizado, mirando la pelea aferrado a mi vaso de whisky vacío, hasta que, sin duda alertados por la encargada, aparecieron dos porteros del local, sujetaron a duras penas al agresor y lo sacaron a la calle con un brazo retorcido a la espalda, mientras escoltada por otras pupilas la encargada se llevaba a la chica detrás del escenario. Fue también la encargada quien, una vez de regreso en la sala, se ocupó de apaciguar la inquietud de una clientela que en su mayor parte sólo había tenido un confuso vislumbrad el final del altercado, y también fue ella quien, después de asegurarse de que el espectáculo continuaba, al pasar junto a mí para regresar a su lugar en la barra me espetó sin siquiera mirarme, como si yo fuese un cliente habitual y conmigo pudiera desahogar la tensión acumulada:

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