Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Fue un cambio imprevisible, aunque puede que en cierto modo Rodney lo hubiera previsto. Ya he dicho que antes del paréntesis del verano la acogida dispensada a mi novela sobre la guerra civil, convertida inesperadamente en un notable éxito de crítica y en un pequeño éxito de ventas, había rebasado mis expectativas más halagüeñas; sin embargo, entre finales de agosto y principios de septiembre, cuando se inicia la nueva temporada literaria y los libros de la anterior quedan confinados al olvido de los últimos estantes de las librerías, sobrevino la sorpresa: como si durante el verano los periodistas se hubiesen puesto de acuerdo para no leer más que mi novela, de repente empezaron a convocarme para hablar de ella periódicos, revistas, radios y televisiones; como si durante el verano los lectores se hubiesen puesto de acuerdo para no leer más que mi novela, de repente empezaron a llegarme noticias alborozadas de mi editorial según las cuales las ventas del libro se habían disparado. Omito los pormenores de la historia, porque son públicos y más de uno los recordará todavía; no omito que en este caso la imagen de la bola de nieve es, pese a ser un cliché (o precisamente por serlo), una imagen exacta: en menos de un año se hicieron quince ediciones del libro, se vendieron más de trescientos mil ejemplares, estaba en vías de traducción a veinte lenguas y había una adaptación cinematográfica en curso. Aquello era un triunfo sin paliativos, que nadie en mis condiciones se hubiese atrevido a imaginar ni en sus delirios más desatinados, y el resultado fue que de un día para otro pasé de ser un insolvente escritor desconocido, que llevaba una vida apartada y provinciana, a ser famoso, tener más dinero del que sabía gastar y verme envuelto en un frenético torbellino de viajes, entregas de premios, presentaciones, entrevistas, coloquios, ferias del libro y fiestas literarias que me arrastró de un lado para otro por todos los confines del país y por todas las capitales del continente. Incrédulo y exultante, al principio ni siquiera supe advertir que giraba sin control en el vórtice de un ciclón demente. Yo intuía que aquélla era una vida perfectamente irreal, una farsa de dimensiones descomunales parecida a una enorme telaraña que yo mismo segregaba y tejía, y en la que me hallaba atrapado, pero, aunque todo fuera un engaño y yo un impostor, estaba deseoso de correr todos los riesgos con la única condición de que nadie me arrebatara el placer de disfrutar a fondo de aquella patraña. Los profesionales del fariseísmo afirman que no escriben para ser leídos más que por la selecta minoría que puede apreciar sus escritos selectos, pero la verdad es que todo escritor, por ambicioso o hermético que sea, anhela en secreto tener innumerables lectores, y que hasta el poeta maldito más inexpugnable, encanallado y valiente sueña con que los jóvenes reciten sus versos por las calles. Pero en el fondo aquel huracán sin gobierno no guardaba ninguna relación con la literatura ni con los lectores, sino con el éxito y la fama. Sabemos que los sabios aconsejan desde siempre acoger con el mismo ademán indiferente el éxito y el fracaso, no ufanarse con la victoria ni envilecerse llorando en la derrota, pero también sabemos que incluso ellos (sobre todo ellos) lloraron y se envilecieron y ufanaron, incapaces de respetar ese ideal magnífico de impasibilidad, y que por eso aconsejaron aspirar a él, porque sabían mejor que nadie que no hay nada más venenoso que ei éxito ní más letal que la fama.

Aunque al principio apenas fui consciente de ello, el éxito y la fama empezaron a envilecerme enseguida. Alguien dice que quien rechaza un elogio es porque quiere dos: el que ya le han hecho y aquel al que la modestia mentirosa del elogiado obliga con su rechazo. Yo aprendí muy pronto a reclamar más elogios, rechazándolos, y a ejercer la modestia, que es la mejor forma de alimentar la vanidad; también aprendí muy pronto a fingir la fatiga y el disgusto de la fama y a inventar pequeñas desgracias que atrajeran la compasión y ahuyentaran la envidia. Estas estratagemas no siempre fueron eficaces y, como es lógico, a menudo fui víctima de mentiras y calumnias; pero lo peor de las calumnias y las mentiras es que casi siempre acaban por contaminarnos, porque es muy difícil que no cedamos a la tentación de defendernos de ellas convirtiéndonos en mentirosos y calumniadores. Nada me complacía más en secreto que codearme con los ricos, los poderosos y los triunfadores, ni que exhibirme a su lado. La realidad no parecía ofrecer resistencia (o sólo ofrecía una resistencia ínfima comparada con la que ofrecía antes), de manera que, de un modo vertiginoso, todo cuanto antes había deseado parecía hallarse ahora a mi alcance, y poco a poco todo cuanto antes tenía un sabor ahora empezó a resultarme insípido. Por eso bebía a todas horas: cuando me aburría, para no aburrirme; cuando me divertía, para divertirme más. Fue sin duda la bebida la que acabó de subirme a una montaña rusa de noches de euforia alcohólica y sexual y días de resacas apocalípticas, y la que me descubrió la culpa, no como un malestar ocasional fruto de la violación de unas normas autoimpuestas, sino como una droga cuya dosis debía incrementar de continuo para que siguiera surtiendo su efecto narcotizante. Tal vez por ello -y porque la borrachera del éxito me cegaba con un espejismo de omnipotencia, susurrándome al oído que había llegado el momento tanto tiempo esperado de vengarme de la realidad- me convertí de golpe en un mujeriego indiscriminado; yo seguía queriendo a Paula y seguía sintiéndome culpable cada vez que la engañaba, pero ni podía ni quería dejar de engañarla. Por las mismas razones, y también porque sentía que la celebridad me había elevado de golpe por encima de ellos y que ya no los necesitaba, desprecié a quienes siempre había admirado y a quienes siempre me habían demostrado su afecto, mientras adulé a quienes me habían despreciado o me despreciaban, o a quienes yo había despreciado, con la esperanza insaciable -porque cuando uno tiene éxito ya sólo quiere tener éxito- de conquistar también su aprobación. Recuerdo por ejemplo lo que ocurrió con Marcelo Cuartera. Una tarde de aquel otoño frenético a punto estuvimos de cruzarnos en una calle del centro de Barcelona, pero mientras nos acercábamos me incomodó de repente la idea de tener que pararme a hablar con él y en el último momento cambié de acera y lo esquivé. No mucho tiempo después de ese encuentro frustrado alguien sacó a colación el nombre de Marcelo en un corrillo improvisado en un cóctel literario. Ignoro quistaríamos discutiendo, pero el caso es que en algún momento un crítico que quería ser ensayista mencionó un libro de Marcelo como ejemplo del ensayismo árido, estéril y estrecho de miras que triunfaba en la universidad, y un ensayista de éxito que quería ser novelista secundó esa opinión con un comentario más sangrante que agudo. Fue entonces cuando intervine, seguro de ganarme la aquiescencia sonriente del corrillo.

– Claro -dije conviniendo con el comentario del ensayista, a pesar de que había leído el libro de Marcelo y me había parecido brillante-. Pero lo peor de Cuartero no es que sea aburrido, ni siquiera que pretenda que le admiremos porque demuestra que ha leído lo que nadie ha querido leer. Lo peor es que está chocho, coño.

Tampoco he olvidado lo que ocurrió en esos meses con Marcos Luna. Si es verdad que nadie se entristece del todo con la desgracia de un amigo, entonces también lo es que nadie se alegra del todo con la alegría de un amigo; es posible sin embargo que en aquella época nadie estuviera más cerca que Marcos de alegrarse del todo con mis alegrías. Éstas, por lo demás, coincidieron con un periodo ingrato para él. En septiembre, justo cuando mi libro iniciaba su despegue hacia la notoriedad, Marcos fue operado de un desprendimiento de retina; la intervención no salió bien, y a las dos semanas hubo que repetirla. La convalecencia fue larga: Marcos pasó en total más de dos meses en el hospital, postrado por la seguridad deprimente de que sólo saldría de allí convertido en un minusválido. Pero en esta ocasión tuvo suerte, y cuando volvió a casa había recuperado casi por completo la visión del ojo enfermo. Durante el tiempo que pasó en el hospital hablé varias veces con él por teléfono, cuando me llamaba desde la cama para felicitarme cada vez que en la radio oía hablar de mi libro o me oía hablar a mí, o cada vez que alguien le comentaba mis triunfos; pero, atrapado como estaba por las obligaciones proliferantes del éxito, nunca encontré tiempo para visitarlo, y para cuando volví a verle fugazmente, en una terraza del Eixample, justo antes de alguna cena de negocios, a punto estuve de no reconocerle: viejo y disminuido, el pelo escaso y completamente gris, me pareció la viva estampa de la derrota. Tardamos bastante tiempo en volver a vernos, pero mientras tanto adoptamos la costumbre (o la adopté yo, o se la impuse) de hablar casi cada semana por teléfono. Lo hacíamos los sábados por la noche, cuando yo ya llevaba muchas horas bebiendo y, con la coartada de nuestra antigua intimidad, le llamaba y me desahogaba con él de las angustias que me causaba el cambio repentino que había experimentado mi vida, y de paso halagaba mi orgullo demostrándome que el éxito no me había cambiado y seguía siendo amigo de mis amigos de siempre; sé que hay una vanidad inversa en quien se mortifica atribuyéndose infamias que no ha cometido, y no quiero incurrir en ella, pero no puedo dejar de sospechar que aquellas confidencias alcohólicas de madrugada funcionaban también entre Marcos y yo como un periódico y subliminal recordatorio de mis victorias, y que tal vez eran otra forma de infligirle a mí amigo, bajo el disfraz embustero de la queja por mi situación de privilegio, la humillación de mis triunfos en un momento en que, con su salud maltrecha y su carrera de pintor estancada, él sentía con razón lo mismo que los dos habíamos sentido sin ella cuando muchos años atrás compartíamos el piso de la calle Pujol: que su vida se estaba yendo a la mierda. Tal vez lo anterior explique que una de esas noches de sábado, arrebatado por la soberbia hipócrita de la virtud, yo recordara la conversación que había mantenido con Rodney en Madrid.

– El éxito no te convierte en un cretino o un hijo de puta -le dije en un determinado momento a Marcos-. Pero puede sacar al hijo de puta o al cretino que algunos llevan dentro. -Y entonces añadí-: Quién sabe: si hubieses sido tú, y no yo, quien hubiera tenido éxito, a lo mejor ahora mismo no estaríamos hablando.

Marcos no me colgó el teléfono en aquel momento, pero sí al día siguiente, cuando le llamé para pedirle disculpas por mi mezquindad: no aceptó mis disculpas, me recordó mis palabras, me las recriminó, me llamó hijo de puta y cretino, me exigió que no volviera a llamarle y sin más explicaciones me colgó. Al cabo de dos días, sin embargo, recibí un correo electrónico suyo en el que me rogaba que le perdonara. «SÍ ni siquiera soy capaz de conservar una amistad de más de treinta años, entonces es que de verdad estoy acabado», se lamentaba. Marcos y yo nos reconciliamos, pero pocas semanas más tarde tuvo lugar un episodio que resume mejor que cualquier otro la dimensión de mi deslealtad con él. No entraré en muchos detalles; al fin y al cabo, el hecho en sí mismo (no lo que revela) tal vez carezca de importancia. Fue tras la presentación de un libro de un fotógrafo mexicano que yo había prologado. El acto se celebró en algún lugar de Barcelona (tal vez fue el MACBA, tal vez el Palau Robert) y a él acudieron Marcos y Patricia, su mujer, a quien al parecer unía una antigua amistad con el fotógrafo. Durante el cóctel que siguió a la presentación, Marcos, Patricia y yo estuvimos charlando, pero al terminar, alegando que al día siguiente tenía que levantarse pronto, mi amigo se negó a sumarse a la cena, y Patricia y yo no conseguimos hacerle cambiar de opinión. Mi recuerdo de lo que sigue es borroso, más incluso que el de otras noches de aquella época, porque es posible que en este caso mi memoria se haya esforzado en eliminar o confundir lo ocurrido. Lo que recuerdo es que Patricia y yo asistimos a una cena multitudinaria en Casa Leopoldo, que nos sentamos juntos y que, aunque siempre habíamos mantenido una relación cordial pero distante -como si los dos hubiésemos convenido en que mi amistad con Marcos no nos convertía automáticamente en amigos-, aquella noche buscamos una complicidad que nunca habíamos deseado o nos habíamos permitido. Creo que fue con el primer whisky de la sobremesa cuando me pasó por la cabeza el deseo de acostarme con ella; asustado de mi temeridad, traté de apartar ese pensamiento de inmediato. No lo conseguí, o al menos no conseguí que de]ara de rondarme la cabeza de forma insidiosa, como una obscenidad cada vez menos obscena y más verosímil, mientras unos cuantos noctámbulos prolongábamos la noche en la barra del Giardinetto y yo trasegaba whískies hablando con éste o el otro, pero sabiendo siempre que Patricia seguía allí. Finalmente, cuando ya de madrugada cerraron el Giardinetto, Patricia me llevó al hotel. Durante el trayecto no dejé de hablar ni un momento, como si buscara una fórmula con que retenerla, pero al aparcar su coche frente a la puerta e ir a despedirse de mí con un beso sólo encontré coraje para proponerle que tomáramos una última copa en mi habitación. Patricia me miró divertida, casi como si yo fuera un adolescente y ella una vieja enfermera obligada a desnudarme.

25
{"b":"88305","o":1}