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Medité un momento la respuesta. La boca ya no me sabía a ceniza ni a monedas viejas, sino a algo que se parecía mucho a la sangre pero no era sangre. Sentía horror, pero no acertaba a sentir compasión, y en algún momento también sentí -odiándome por sentirlo y odiando a Rodney por haberme obligado a sentirlo- que todos los sufrimientos que le había infligido su estancia en Vietnam estaban justificados.

– No -contesté finalmente-. Pero se le parece.

Rodney continuó hablando, de pie frente a mí, pero yo estaba demasiado aturdido para procesar sus palabras, y al cabo de un rato sacó una mano del bolsillo y señaló el reloj de pared.

– Mi tren sale dentro de poco más de una hora -dijo-. Es mejor que suba a buscar mis cosas. ¿Me esperas aquí?

Dije que sí y me quedé esperándole en el salón, mirando a través del ventanal amanecido a la gente que entraba en la estación de Príncipe Pío y el tráfico y la animación incipiente de la mañana en el barrio de La Florida, mirándolos sin verlos porque lo único que ocupaba mi mente era la certidumbre equivocada y agridulce de que la historia entera de Rodney acababa de cobrar sentido ante mis ojos, un sentido atroz que nada podría suavizar o enmendar, y al cabo de diez minutos Rodney regresó cargado de maletas y recién duchado. Mientras cancelaba la cuenta del hotel un tipo entró en uno de los dos locutorios que escoltaban la conserjería y, no sé por qué, al verle marcar un número y aguardar respuesta, con un sobresalto recordé un nombre, y a punto estuve de pronunciarlo en voz alta. Sin dejar de mirar al tipo encerrado en el locutorio oí que Rodney le preguntaba al conserje cómo ir a la estación de Atocha, y que el conserje le contestaba que lo más rápido era tomar un tren en Príncipe Pío. Entonces Rodney se volvió hacia mí para despedirse, pero yo insistí en acompañarle hasta la estación.

Bajamos al hall y, antes de salir al paseo de La Flo rida, Rodney se puso en el ojo el parche de tela. Cruzamos el paseo, entramos en la estación, Rodney compró un billete y nos dirigimos hacia el andén bajo un enorme armazón de acero y cristales translúcidos semejante al esqueleto de un enorme animal prehistórico. Mientras aguardábamos en el andén le pregunté si podía hacerle una última pregunta.

– No si es para tu libro -contestó. Traté de sonreír, pero no pude-. Hazme caso y no lo escribas. Cualquiera puede escribir un libro si se lo propone, pero no cualquiera es capaz de guardar silencio. Además, ya te he dicho que esa historia no puede contarse.

– Puede ser -admití, aunque ahora no quise callarme-: Pero a lo mejor las únicas historias que merece la pena contar son las que no pueden contarse.

– Otra frase bonita -dijo Rodney-. Si escribes el libro, acuérdate de no incluirla en él. ¿Qué es lo que querías preguntarme?

Sin dudarlo un segundo pregunté:

– ¿Quién es Tommy Birban?

La cara de Rodney no se alteró, y yo no supe leer la mirada de su ojo único, o quizá es que no había nada que leer en ella. Cuando habló a continuación consiguió que su voz sonara natural.

– ¿De dónde has sacado ese nombre?

– Lo mencionó tu padre. Dijo que antes de que te marchases de Urbana tú y él hablasteis por teléfono, y que por eso te marchaste.

– ¿No te dijo nada más?

– ¿Qué más debería haberme dicho?

– Nada.

En aquel momento anunciaron por megafonía la llegada inminente del tren de Atocha.

– Tommy era un compañero -dijo Rodney-. Llegó a Quang Nai cuando yo ya era un veterano, y nos hicimos muy amigos. Nos marchamos de allí casi al mismo tiempo, y desde entonces no he vuelto a verle… -Hizo una pausa-. Pero ¿sabes una cosa?

– ¿Qué cosa?

– Cuando te conocí me recordaste a él. No sé por qué. -Con una levísima sonrisa en los labios Rodney aguardó mi reacción, que no llegó-. Bueno, en realidad sí lo sé. ¿Sabes? En la guerra están los que se hunden y los que se salvan. No hay más. Tommy era de los que se hunden, y tú también lo hubieras sido. Pero Tommy se salvó, no sé cómo pero se salvó. A veces pienso que más le hubiese valido no hacerlo… En fin, ése era Tommy Birban: un hundido que se hundió aún más por salvarse.

– Eso no contesta a mi pregunta. -¿Qué pregunta?

– ¿Por qué te marchaste después de hablar por teléfono con él?

– No me habías hecho esa pregunta.

– Te la hago ahora.

Sabiendo que el tiempo jugaba a su favor, Rodney se limitó a contestar con un gesto de impaciencia y una evasiva:

– Porque Tommy quería meterme en un lío.

– ¿Qué lío? ¿Estuvo Tommy en My Khe?

– No. Él llegó mucho más tarde.

– ¿Entonces?

– Entonces nada. Cosas de compañeros. Créeme: si te lo explicara no lo entenderías. Tommy era muy débil y seguía obsesionado con historias de la guerra… Rencores, enemistades, cosas así. Yo ya no quería saber nada de eso.

– ¿Y sólo por eso te marchaste?

– Sí. Creía ¿que estaba curado de todo aquello, pero no lo estaba. Ahora no lo hubiese hecho.

Comprendí que Rodney me estaba mintiendo; también comprendí o creí comprender que, contra lo que había pensado en el salón del hotel hacía sólo un rato, el horror de My Khe no lo explicaba todo.

– Bueno -dijo Rodney mientras el tren de Atocha se detenía ante nosotros-. Nos hemos pasado la noche hablando de tonterías. Te escribiré. -Me dio un abrazo, cogió las maletas y, antes de montarse en el tren, añadió-: Cuida mucho de Gabriel y de Paula. Y cuídate tú.

Asentí, pero no acerté a decir nada, porque sólo podía pensar en que era la primera vez en mi vida que abrazaba a un asesino.

Volví al hotel. Cuando llegué a la habitación estaba pegajoso de sudor, así que me duché, me cambié de ropa y me tumbé en la cama a descansar un rato antes de tomar el avión de regreso. Tenía la boca amarga y me dolía la cabeza y me zumbaban las sienes; no podía dejar de darle vueltas a mí encuentro con Rodney. Me arrepentía de haber ido a verle a Madrid; me arrepentía de saber la verdad y de haberme empeñado en averiguarla. Por supuesto, antes de la conversación de aquella noche yo imaginaba que Rodney había matado: había estado en una guerra y morir y matar es lo que se hace en las guerras; pero lo que no podía imaginar era que hubiese participado en una masacre, que hubiera asesinado a mujeres y niños. Saber que lo había hecho me llenaba de una aversión sin piedad ni resquicios; habérselo oído contar con la indiferencia con que se cuenta un anodino episodio doméstico incrementaba ese horror hasta el asco. Ahora el calvario de remordimientos en el que se había desangrado Rodney durante años me parecía un castigo benévolo, y me preguntaba si el hecho inverosímil de que hubiera sobrevivido a la culpa, lejos de constituir un mérito, no aumentaba el peso espantoso de su responsabilidad. Había desde luego explicaciones para lo que me había contado, pero ninguna de ellas igualaba el tamaño de la ignominia. Por otra parte, no entendía que, habiéndome revelado sin ambages lo ocurrido en My Khe, Rodney hubiera evitado en cambio explicarme quién era y qué representaba Tommy Birban, a menos que con sus evasivas hubiera querido ocultarme un horror superior al de My Khe, un horror tan injustificable e inenarrable que, a sus ojos y por contraste, convirtiera al de My Khe en un horror narrable y justificable. Pero ¿qué inimaginable horror de horrores podía ser ése? Un horror en cualquier caso suficiente para pulverizar catorce años atrás el equilibrio mental de Rodney y obligarle a abandonar su casa y su trabajo y a reanudar su vida de fugitivo en cuanto Tommy Birban había reaparecido. Claro que también era posible que Rodney no me hubiera contado toda la verdad de My Khe y que Tommy Birban ya hubiera llegado a Vietnam cuando ocurrió y estuviera de algún modo vinculado a la matanza. ¿Y qué había querido decir con eso de que Tommy Birban era débil y de que no hubiera debido salvarse y de que se parecía a mí? ¿Significaba eso que había protegido a Tommy Birban o le estaba protegiendo como me había protegido a mí? Pero ¿de qué había protegido a Tommy Birban, si es que le había protegido? ¿Y de qué me había protegido a mí?

A las doce, cuando el conserje me despertó para comunicarme que debía abandonar la habitación, me costó unos segundos aceptar que estaba en un hotel de Madrid y que mi encuentro con Rodney no había sido un sueño o más bien una pesadilla. Dos horas después tomaba un avión de vuelta a Barcelona, decidido a olvidar para siempre a mi amigo de Urbana.

No lo conseguí. O mejor dicho: fue Rodney quien impidió que lo consiguiera. En las semanas siguientes recibí varias cartas suyas; al principio no las contesté, pero mi silencio no le arredró y continuó escribiendo, y al poco tiempo me rendí a la testarudez de Rodney y a la incómoda evidencia de que nuestro encuentro en Madrid había sellado entre los dos una intimidad que yo no deseaba. Sus cartas de aquellos días trataban de asuntos diversos: de su trabajo, de sus conocidos, de sus lecturas, de Dan y de Jenny, sobre todo de Dan y de Jenny. Supe así que la mujer con la que Rodney tenía un hijo era casi de mi edad, quince años más joven que él, que había nacido en Middlebury, un pueblecito cercano a Burlington, y que trabajaba de cajera en un supermercado; en vanas cartas me la describió con detalle, pero curiosamente las descripciones discrepaban, como si Rodney tuviese un conocimiento demasiado profundo de ella para poder capturarla con unas cuantas palabras improvisadas. Otro detalle curioso (o que ahora me parece curioso): al menos en dos o tres ocasiones Rodney trató de disuadirme de nuevo, como ya lo había hecho en Madrid, de mi proyecto de contar su historia; tanta insistencia me extrañó, entre otras cosas porque la juzgaba superflua, y creo que en algún momento acabó infundiéndome la sospecha efímera de que en el fondo mi amigo siempre había querido que yo escribiese un libro sobre él, y de que la conversación que habíamos tenido en Madrid, como todas las que habíamos tenido en Urbana, contenía en cifra una suerte de manual de instrucciones sobre cómo escribirlo, o al menos sobre cómo no escribirlo, igual que si Rodney hubiera estado adiestrándome, de forma subrepticia y desde que nos conocimos, para que algún día contara su historia. A principios de agosto Rodney me anunció que acababan de concederle la plaza de profesor que había estado esperando y que se disponía a mudarse con Dan y con Jenny a la vieja casa familiar de Rantoul. En las semanas siguientes Rodney casi dejó de escribirme y, para cuando a mediados de septiembre su correspondencia empezó a recobrar el ritmo anterior, mi vida había experimentado un cambio cuyo alcance real ni siquiera podía sospechar por entonces.

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