La pregunta no hubiera debido pillarme desprevenido. Ya he dicho que en mi novela de Urbana había un personaje semideshauciado cuyo aspecto físico excéntrico estaba inspirado en el aspecto físico de Rodney, y en aquel momento recordé que, mientras escribía la novela, a menudo imaginé que, en el caso improbable de que la leyera, Rodney no dejaría de reconocerse en él. Supongo que para ganar tiempo y encontrar una respuesta convincente que, sin faltar a la verdad, no hiriese a Rodney, pregunté:
– ¿Qué profesor? ¿Qué novela?
– ¿Qué novela va a ser? -contestó Rodney-. El inquilino. ¿Olalde soy yo o no?
– Olalde es Olalde -improvisé-. Y tú eres tú.
– A otro perro con ese hueso -dijo en castellano, como si acabara de aprender la expresión y la usara por primera vez-. No me vengas con el cuento de que una cosa son las novelas y otra la vida -continuó, regresando al inglés-. Todas las novelas son autobiográficas, amigo mío, incluso las malas. Y en cuanto a Olalde, bueno, yo creo que es ¡o mejor del libro. Pero, la verdad, lo que más gracia me hace es que me vieras así.
– ¿Cómo? -pregunté, ya sin tratar de ocultar lo evidente.
– Como el único que se entera de verdad de lo que está pasando.
– ¿Y eso por qué te hace gracia?
– Porque así era exactamente como yo me veía a mi.
Ahora nos reímos los dos, y yo aproveché la circunstancia para desviar la conversación. Por supuesto, estaba deseoso de hablarle de Vietnam y de mis intentos frustrados de contar su historia, pero, porque pensé que podía ser contraproducente por precipitado o prematuro y podía disuadirlo de abordar un asunto que nunca había querido abordar conmigo, opté por esperar, seguro de que la noche acabaría deparándome el momento propicio sin convertir aquel reencuentro de amigos en un interrogatorio y sin que Rodney concibiera la sospecha no del todo infundada de que sólo había ido a verle para sonsacarlo. Así que, tratando de recobrar en la madrugada veraniega de aquel hotel de Madrid la complicidad de las noches invernales de Treno's -con la nieve azotando los ventanales y ZZ Top o Bob Dylan sonando en los altavoces-, me las arreglé para que habláramos de Urbana: de John Borgheson, de Giuseppe Rota, del chino Wongy del americano patibulario, cuyo nombre los dos habíamos olvidado o nunca supimos, de Rodrigo Ginés, de Laura Burns, de Felipe Vieri, de Frank Solaún. Luego hablamos largamente de Gabriel y de Paula, y le resumí mi vida en Urbana después de que él desapareciera y también mí vida en Barcelona y Gerona después de que desapareciera Urbana, y al final, sin que yo se lo pidiese, Rodney me contó con algunos añadidos lo que ya me había contado Paula: que desde hacía casi diez años vivía en Burlington, en el estado de Vermont, que tenía un hijo (se llamaba Dan) y una mujer (se llamaba Jenny), que estaba empleado en una inmobiliaria; también me contó que en los próximos días le iban a comunicar si le habían concedido una plaza de maestro en una escuela pública de Rantoul, cosa que según subrayó deseaba fervientemente, porque tenía muchas ganas de volver a vivir en su ciudad natal. Apenas pronunció el nombre de ésta comprendí que había llegado mi oportunidad.
– La conozco -dije.
– ¿De veras? -preguntó Rodney.
– Sí -contesté-. Después de que dejases de dar clase en Urbana fui a buscarte a tu casa. Vi un poco la ciudad, pero sobre todo estuve con tu padre. Supongo que te lo habrá contado.
– No -dijo Rodney-. Pero es normal. Lo raro hubiese sido que me lo contara.
– Espero que se encuentre bien -dije por decir algo.
Rodney tardó en contestar; de repente, a la luz amarillenta de la lámpara de pie, asediado por la oscuridad del salón, pareció fatigado y con sueño, tal vez bruscamente aburrido, como si nada pudiera interesarle menos que hablar de su padre. Dijo:
– Murió hace tres años. -Ya iba a resignarme a algún tópico de consolación cuando Rodney intervino para ahorrármelo-: No te preocupes. No hay nada que lamentar. Desde hacía muchos años mi padre no hacía otra cosa que atormentarse. Ahora por lo menos ya no se atormenta.
Rodney encendió otro cigarrillo. Creí que iba a cambiar de tema, pero no lo hizo; con alguna sorpresa le oí continuar:
– Así que fuiste a verle. -Asentí-. ¿Y de qué hablasteis?
– La primera vez de nada -expliqué, eligiendo con cuidado las palabras-. No quiso. Pero al cabo de un tiempo me llamó y fui a verle. Entonces me contó una historia.
Ahora Rodney me miró con curiosidad, alzando inquisitivamente las cejas. Entonces dije:
– Espérame aquí un momento. Quiero enseñarte una cosa.
Me levanté, a toda prisa crucé frente al conserje, que pegó un respingo de adormilado, tomé el ascensor, subí a mi habitación, cogí los tres portafolios negros, bajé de vuelta al salón y los puse encima de la mesa, delante de Rodney. Con un brillo irónico en los ojos y en la voz, mi amigo preguntó:
– ¿Qué es esto?
No dije nada: me limité a señalar los portafolios. Rodney abrió uno de ellos, contempló el mazo de sobres ordenados cronológicamente, cogió uno, leyó las señas del destinatario y del remitente, me miró, sacó la carta que contenía el sobre y, mientras trataba de descifrar su propia caligrafía en el ajado papel del ejército norteamericano, porque el silencio se prolongaba pregunté:
– ¿Las reconoces?
Rodney volvió a mirarme, esta vez de forma fugaz, y sin contestar dejó la carta sobre la mesa, cogió otro sobre, sacó otra carta, se puso también a leerla.
– ¿Te las dio mi padre? -murmuró, blandiendo la que tenía en la mano. No respondí-. Es raro -dijo al cabo de unos segundos.
– ¿Qué es lo raro?
– Que estén aquí, en Madrid -contestó sin levantar la vista de las cartas-. Que yo las haya escrito y ya no las entienda. Que mi padre te las diera.
Con lentitud volvió a meter las cartas en los sobres, volvió a colocar los sobres en el portafolios, cerró el portafolios, preguntó:
– ¿Las has laido?
Dije que sí. Asintió, indiferente, olvidándose de las cartas y recostándose de nuevo en el sofá. Tras otra pausa volvió a preguntar con aparente interés:
– ¿Qué te pareció?
– ¿Esto? -dije, señalando los portafolios.
– Mi padre -me corrigió.
– No lo sé -reconocí-. Sólo lo vi dos veces. No pude formarme una opinión. Pero creo que no estaba seguro de haber actuado bien.
– ¿En relación a qué?
– En relación a ti.
– Ah. -Sonrió débilmente: en su cara no quedaba ni rastro de la vivacidad que la había animado hasta hacía unos minutos-. En eso te equivocas. En realidad nunca estaba seguro de haber actuado bien. Ni en relación a mí ni en relación a nadie. Ese tipo de gente nunca lo está.
– No entiendo -dije.
Rodney se encogió de hombros; a modo de explicación añadió:
– No sé, al final a lo mejor es verdad que sólo hay dos tipos de personas: las que actúan mal y siempre creen que actúan bien, y las que actúan bien y siempre creen que actúan mal. Al principio mi padre era del primer tipo, pero luego se convirtió en un campeón del segundo. Supongo que le ocurre a mucha gente. -Se pasó una mano nerviosa por el pelo en desorden y por un momento pareció a punto de reírse, pero no se rió-. Lo que quiero decir es que a partir de un determinado momento mi padre no me dio muchas oportunidades para que me sintiese orgulloso de él. Claro que yo tampoco le di muchas oportunidades para que se sintiese orgulloso de mí. Así que supongo que todo fue un maldito malentendido. Pero, bueno, estas cosas le pasan a todo el mundo. -Suspiró sin dejar de sonreír, al tiempo que apagaba el cigarrillo en el cenicero atestado de colillas. Iniciando el gesto de incorporarse del sofá, señaló el reloj de pared que había junto a la escalera: marcaba las cinco-. En fin, te estoy dando la lata. Esta historia ya no le interesa a nadie, y yo debería dormir un rato, ¿no te parece?
Pero yo ya no estaba dispuesto a dejar escapar aquella ocasión. Le dije que esperara un momento, que aquella historia me interesaba a mí. Un poco sorprendido, Rodney me interrogó en silencio con una especie de candidez maliciosa. Entonces, consciente de que era ahora o nunca, de un tirón le conté que su padre me había llamado a Rantoul precisamente para hablarme de ella, le hablé de lo que su padre me había contado y le pregunté por qué creía que había hecho eso, por qué, además, me había entregado sus cartas y las de Bob. Rodney me escuchó con atención y volvió a arrellanarse en su asiento; después de un largo silencio, durante el cual su mirada se perdió más allá del cerco de luz que nos hurtaba a la oscuridad del salón, me miró de nuevo y soltó una carcajada.
– ¿De qué te ríes? -pregunté.
– De que a menos que hayas cambiado mucho ésa es una pregunta retórica.
– ¿Qué quieres decir?
– Sabes perfectamente lo que quiero decir -contestó-. Lo que quiero decir es que después de hablar con mi padre tú saliste de mi casa convencido de que lo que él quería era que contases mi historia, o por lo menos de que tú tenías que contarla. ¿Me equivoco?
No me ruboricé; tampoco negué la verdad. Rodney movió a un lado y a otro la cabeza en un gesto que parecía de reproche, pero que en realidad era de burla.
– La presunción -masculló-. La jodida presunción de los escritores. -Hizo un silencio y mirándome a los ojos dijo-: ¿Y entonces?
– ¿Y entonces qué?
– ¿Y entonces por qué no la has contado?
– Lo intenté -reconocí-. Pero no pude. O más bien no supe.
– Ya -dijo Rodney, como si mi respuesta le hubiese decepcionado, y a continuación preguntó-: Dime una cosa. ¿Qué es lo que te contó mi padre?
– Ya te lo he dicho: todo.
– ¿Qué es todo?
– Lo que sabía, lo que tú le habías contado, lo que imaginaba, lo que está en las cartas -expliqué-. También me contó que había cosas que no sabía. Me habló de un incidente en una aldea, por ejemplo. My Khe se llamaba. No sabía lo que había pasado allí, pero me explicó que después de ese incidente pasaste una temporada en un hospital, y que luego te reenganchaste en el ejército. En fin, eso también está en las cartas.
– Las has leído todas -dijo Rodney como si preguntara.
– Claro -dije-. Tu padre me las dio para que las leyera. Además, ya te he dicho que en algún momento quise contar esa historia.
– ¿Por qué?
– Por lo que se cuentan todas las historias. Porque me obsesionaba. Porque no la entendía. Porque me sentía responsable de ella.