La cafetería estaba llena de gente. Me senté a la única mesa libre, pedí una cerveza y me enfrasqué en la novela que me había traído de casa. Vanas cervezas después pedí un bocadillo, y luego un café y un whisky dobles. Pasó el tiempo; la gente entraba y salía del local, pero Rodney seguía sin aparecer. Ya debía de ser muy tarde, porque se había desvanecido el efecto euforizante del whisky y el café, cuando pedí un segundo café. «Lo siento», contestó el camarero. «Vamos a cerrar.» Le convencí de que me sirviera el café en un vaso de plástico y, cargado con él, subí al salón, donde en aquel momento el conserje atendía a una pareja de turistas rezagados. Horas atrás, cuando había bajado a cenar, el salón estaba bien iluminado por una hilera de focos encastados en el techo, pero ahora se había adueñado de él una oscuridad sólo atenuada por la luz de la conserjería y la de un par de lámparas de pie cuyo cerco de luz apenas alcanzaba a arrancar de la sombra los grabados del viejo Madrid, las litografías goyescas y los bodegones sin gracia que decoraban las paredes. Me senté a la luz de una de las lámparas, de espaldas al ventanal que recorría el salón de un extremo al otro y casi frente a la escalera que subía desde el hall, junto a la cual había un reloj de pared que marcaba las dos; más allá, bajo otra lámpara, un hombre veía a solas en la tele una película en blanco y negro. El hombre no tardó mucho tiempo en apagar la tele y en tomar el ascensor hacia su habitación. Para entonces hacía ya rato que el conserje se había deshecho de la pareja de turistas y dormitaba tras el mostrador. Seguí esperando y, en una pausa de la lectura, desalentado por la fatiga y el sueño me pregunté si Rodney no se habría escabullido de nuevo y lo más sensato no sería irme a la cama.
Poco después apareció. Oí abrirse la puerta del hall y, como cada vez que eso ocurría, me quedé un momento expectante, al cabo del cual vi emerger a Rodney de la penumbra de la escalera y, sin reparar en mi presencia, dirigirse con su paso rápido y trompicado al mostrador de conserjería, Mientras Rodney despertaba al conserje de su duermevela, sentí que el corazón se me desbocaba: dejé el libro en la mesita del tresillo donde estaba sentado, me levanté y me quedé allí, de pie, sin acertar a dar un paso ni a decir nada, corno hechizado por la esperada aparición de mi amigo. La voz del conserje rompiendo e! silencio del salón anuló el hechizo.
– Aquel señor está esperándole -le dijo a Rodney señalando a su espalda.
Rodney se dio la vuelta y, después de unos segundos de duda, empezó a avanzar hacia mí, escudriñando la semioscuridad del salón con una mirada más inquisitiva que incrédula, como si sus ojos lastimados no acertaran a reconocerme.
– Bueno, bueno, bueno -graznó por fin cuando estuvo a unos pasos de mí, sonriendo con toda su maltrecha dentadura y abriendo unos brazos como aspas-. No puedo creerlo. El insigne escritor en persona. Pero ¿se puede saber qué demonios estás haciendo aquí?
No me dejó contestar: nos dimos un abrazo.
– ¿Hace mucho que estás esperando? -preguntó otra vez.
– Un rato -contesté-. Ayer llamé al teléfono de Pamplona que le diste a Paula y me dijeron que te alojabas aquí. Intenté ponerme en contacto contigo, pero no pude, así que esta tarde cogí un avión y me vine para Madrid.
– ¿Sólo para verme a mí? -fingió sorprenderse, sacudiéndome los hombros-. Por lo menos podrías haberme avisado de que ibas a venir. Te hubiera estado esperando.
Como si se disculpara, Rodney relató la circunstancia que había trastocado sus planes de viaje. En un principio, explicó, su proyecto consistía en pasar la semana de San Fermín en Pamplona, pero cuando el domingo anterior llegó a la ciudad y se instaló en el Albret -un hotel bastante alejado del centro, cercano a la Clínica Universitaria- comprendió que había cometido un error y que no merecía la pena correr el riesgo de que los Sanfermines reales degradaran los radiantes Sanfermines ficticios que le había enseñado a recordar Hemingway. Así que al día siguiente hizo otra vez las maletas, canceló la reserva del hotel y, sin permitirse siquiera un vislumbre de la ciudad en fiestas, se marchó a Madrid. Dicho esto, Rodney pasó a detallarme el tortuoso itinerario de su viaje por España, y luego habló con entusiasmo de su visita a Gerona, de Gabriel y de Paula. Mientras lo hacía yo trataba de superponer la precaria memoria que conservaba de él con la realidad del hombre que ahora tenía delante; pese a los catorce años transcurridos desde la última vez que lo había visto, ambas encajaban sin apenas necesidad de ajustes, porque en todo aquel tiempo el físico de Rodney no había cambiado mucho: tal vez los kilos que había puesto le conferían un aspecto menos rocoso o más vulnerable, tal vez las facciones se le habían difuminado un poco, tal vez su cuerpo se escoraba un poco más a la derecha, pero vestía con el mismo militante desaliño de siempre -zapatillas de deporte, vaqueros gastados, camisa azul a cuadros-, y el pelo largo, rojizo y un poco caótico, la inquietud permanente de sus ojos de colores casi diversos y su destartalada corpulencia de paquidermo seguían dotándole del mismo aire de extravío con que yo lo recordaba.
En algún momento Rodney interrumpió en seco su explicación con otra explicación.
– Mañana tomo el tren hacia Sevilla a las siete -dijo-. Tenemos toda la noche por delante. ¿Vamos a tomar algo?
Preguntamos al conserje por algún bar cercano donde tomar una copa, pero nos dijo que en el barrio todo estaba cerrado a aquellas horas, y que en el centro sólo encontraríamos abiertas las discotecas. Contrariados, le preguntamos si podía servirnos algo en el salón.
– Lo siento -dijo-. Pero, si les apetece, en el primer piso hay una máquina de café.
Subimos al primer piso mientras nos reíamos de las «interminables noches madrileñas» que, según Rodney, pregonaban las guías turísticas, y al rato volvimos al salón con el mejunje que expendía la máquina de café y nos sentamos en el tresillo donde había estado esperándole. Rodney no resistió la tentación de echarle un vistazo fugaz a la portada de la novela que descansaba sobre la mesa; porque noté que hacía una mueca de perplejidad, yo tampoco resistí la tentación de preguntarle si conocía al autor.
– Claro -contestó-. Pero es demasiado inteligente para mí. En realidad me temo que es demasiado inteligente para ser un buen novelista. Siempre está exhibiendo lo inteligente que es, en vez de dejar que sea la novela la inteligente. -Dando un sorbo de café se recostó en el sofá y continuó-: Y hablando de novelas, supongo que ya habrás empezado a convertirte en un cretino o en un hijo de puta, ¿no?
Le miré sin entender.
– No pongas esa cara, hombre -se rió-. Era una broma. Pero, en fin, después de todo en eso es en lo que acaban convirtiéndose todos los tipos con éxito, ¿no?
– No estoy seguro -me defendí-. A lo mejor lo que hace el éxito es sólo sacar al cretino o el hijo de puta que algunos llevan dentro. No es lo mismo. Además, lamento decirte que mi éxito es demasiado poca cosa: ni siquiera alcanza para eso.
– No seas tan optimista -insistió-. Desde que estoy en España ya me han hablado dos o tres veces de tu libro. Malum signum. Por cierto: ¿te dijo Paula que hasta yo lo he leído?
Asentí y, para no humillarme precipitándome a preguntarle qué le había parecido, con un solo movimiento acabé de tomarme el café y me puse un cigarrillo en los labios. Rodney se inclinó hacia mí con el viejo Zippo amarillento y herrumbrado que conservaba de Vietnam.
– Bueno, en realidad creo que los he leído todos -precisó.
Me atraganté con la primera calada.
– ¿Todos? -inquirí una vez acabé de toser.
– Creo que sí -dijo después de encenderse él también un cigarrillo-. De hecho, creo que me he convertido en un notable especialista en tu obra. ¿Obra con mayúscula o con minúscula?
– Vete a la mierda.
Rodney volvió a reírse, feliz. Parecía realmente contento de que estuviéramos juntos; yo también lo estaba, pero menos, quizá porque las provocaciones de Rodney no me permitían descartar del todo el temor paranoico de que mi amigo hubiera viajado desde Estados Unidos sólo para ridiculizar mi éxito, o por lo menos para bajarme los humos. Tal vez para descartar del todo ese temor, o para confirmarlo, como Rodney no parecía dispuesto a continuar pregunté:
– Bueno, ¿no me vas a decir qué te ha parecido?
– ¿Tu última novela?
– Mi última novela.
– Me ha parecido bien -dijo Rodney, haciendo un gesto inseguro de asentimiento y mirándome con sus ojos marrones y regocijados-. Pero ¿puedo decirte la verdad?
– Claro -dije, maldiciendo la hora en que se me había ocurrido viajar a Madrid en busca de Rodney-. Siempre que no sea demasiado ofensiva.
– Bueno, la verdad es que me gusta más la primera que escribiste -dijo-. La de Urbana, quiero decir. ¿Cómo se titula?
– El inquilino.
– Eso.
– Lo celebro -mentí, pensando en Marcelo Cuartera o en el discípulo de Marcelo Cuartera que había escrito sobre el libro-. Tengo un amigo que opina lo mismo. Creo que fue el único que la leyó. En una reseña venía más o menos a decir que entre Cervantes y yo había un inmenso vacío en la literatura universal.
Rodney soltó una risotada que desnudó su maltrecha dentadura.
– Lo que me gusta de ella es que parece una novela cerebral, pero en realidad está llena de sentimiento -dijo luego-. En cambio, esta última parece estar llena de sentimiento, pero en realidad es demasiado cerebral.
– Justo lo contrario de lo que opinan los críticos a los que no les ha gustado. Dicen que es una novela sentimental.
– ¿No me digas? Entonces es que acierto. Hoy, cuando un papanatas no sabe cómo cargarse una novela, se la carga diciendo que es sentimental. Los papanatas no entienden que escribir una novela consiste en elegir las palabras más emocionantes para provocar la mayor emoción posible; tampoco entienden que una cosa es el sentimiento y otra el sentimentalismo, y que el sentimentalismo es el fracaso del sentimiento. Y, como los escritores son unos cobardes que no se atreven a llevarles la contraria a los papanatas que mandan y que han proscrito el sentimiento y la emoción, el resultado son todas esas novelas correctitas, frías, pálidas y sin vida que parecen salidas directamente de la ventanilla de un funcionario vanguardista para complacer a los críticos… -Rodney dio una calada avariciosa a su cigarrillo y durante unos segundos pareció abstraído-. Oye, dime una cosa -añadió luego, mirándome de golpe a los ojos-. El profesor chiflado de la novela soy yo, ¿no?