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Debí de decirlo en voz demasiado alta, porque dos hombres que estaban acodados a la barra junto a mí se volvieron para mirarme. La expresión del camarero había cambiado: ahora la burla se había convertido en una mezcla de extrañeza e interés; él también se acodó a la barra, como si mi respuesta hubiera disipado su prisa. Era un hombre de unos cuarenta años, compacto y oscuro, de cara rocosa, ojos achinados y nariz de boxeador; llevaba puesta una gorra sudada con la insignia de los Red Socks, que dejaba escapar por la nuca y las sienes mechones de pelo grasiento.

– ¿Conoce a Rodney? -preguntó.

– Claro -contesté-. Trabajamos juntos en Urbana.

– ¿En la universidad?

– En la universidad.

– Entiendo -asintió con la cabeza, pensativo. Luego añadió-: Rodney no está en su casa.

– Ah -dije, y a punto estuve de indagar dónde estaba o cómo sabía él que no estaba en casa, pero para entonces ya debía de sentirme inquieto, porque no lo hice-. Bueno, da igual. -Repetí-: ¿Podría decirme dónde queda el 25 de Belle Avenue?

– Claro -sonrió-. Pero ¿no le apetece tomarse antes una cerveza?

En aquel momento noté que los hombres sentados a la barra seguían escudriñándome, y absurdamente imaginé que toda la clientela del bar estaba pendiente de mi respuesta; una espuma fría se me acumuló de golpe en el estómago, igual que si acabara de ingresar en un sueño o en una zona de riesgo de la que debía escapar cuanto antes. En eso es en lo que pensé en aquel momento: en salir cuanto antes de aquel bar. Por eso dije:

– No, gracias.

Tal y como me había indicado el camarero, la casa de Rodney quedaba a apenas quinientos metros del Bud's Bar, justo al doblar la esquina de Belle Avenue. Era una casa más antigua, más amplia y más sólida que las que se alineaban junto a ella; salvo el tejado a dos aguas, de un gris pizarra, el resto del edificio estaba pintado de blanco: además de una estrecha buhardilla, tenía dos plantas, un porche al que se accedía por una escalera de peldaños marrones y un jardín delantero de césped quemado por la nieve, en el que se erguían dos arces copudos y un mástil con la bandera americana ondeando suavemente en la brisa del anochecer. Aparqué el coche frente a la fachada, subí las escaleras del porche y llamé al timbre. No contestaron y volví a llamar. Ya estaba a punto de atisbar el interior de la casa por una de las ventanas de la planta baja cuando se abrió la puerta y en el vano apareció un hombre de pelo completamente blanco, de unos setenta años, vestido con un batín azul muy grueso y con unas zapatillas del mismo color, sosteniendo con una mano el pomo de la puerta y un libro con la otra; en la penumbra del vestíbulo, tras él, entreví un perchero, un espejo con molduras de madera, el arranque de una escalera alfombrada que ascendía hacia la oscuridad del segundo piso. Salvo por la corpulencia y por el color de los ojos, el hombre apenas se asemejaba a Rodney, pero de inmediato adiviné en él a su padre. Sonreí y, embarulladamente, le saludé y le pregunté por Rodney. De pronto adoptó una actitud defensiva y, con intemperante severidad, me preguntó quién era. Se lo expliqué. Sólo entonces pareció relajarse un poco.

– Rodney me habló de usted -dijo, sin que se hubiera apagado la lucecita de desconfianza que destellaba en sus ojos-. El escritor, ¿no?

Lo dijo sin atisbo de ironía y, como me había ocurrido casi un año atrás con Marcelo Cuartera en El Yate, sentí que se me incendiaban las mejillas: era la segunda vez en mi vida que alguien me llamaba escritor, y me abrumó una mezcla inextricable de vergüenza y de orgullo, y también una oleada de afecto por Rodney. No dije nada, pero, como el hombre no parecía dispuesto a invitarme a entrar, ni a deshacer el silencio, por decir algo le pregunté si era el padre de Rodney. Me dijo que sí. Luego volví a preguntarle por Rodney y me respondió que no sabía dónde estaba.

– Se fue hace un par de semanas y no ha vuelto -dijo.

– ¿Le ha pasado algo? -pregunté.

– ¿Por qué iba a pasarle algo? -contestó.

Entonces le conté lo que me habían contado en el departamento.

– Es verdad -dijo el hombre-. Fui yo quien les avisó de que Rodney no volvería a dar ciase. Espero que eso no les haya causado ningún trastorno.

– En absoluto -mentí, pensando en el jefe del departamento y en su secretaria.

– Me alegro -dijo el padre de Rodney-. Bueno -añadió luego, iniciando el gesto de cerrar la puerta-. Discúlpeme, pero tengo cosas que hacer y…

– Espere un momento -le interrumpí sin saber cómo iba a continuar; continué-: Me gustaría que le dijera a Rodney que he estado aquí.

– No se preocupe. Se lo diré.

– ¿Sabe cuando volverá?

En vez de contestar, el padre de Rodney suspiró, y enseguida, como si la vista no le alcanzara para distinguirme con nitidez en la oscuridad creciente del anochecer, soltó el pomo de la puerta y accionó un interruptor: una luz blanca barrió de golpe el crepúsculo del porche.

– Dígame una cosa -dijo entonces, parpadeando-. ¿Para qué ha venido aquí?

– Ya se lo he dicho -contesté-. Soy amigo de Rodney. Quería saber por qué no había vuelto a Urbana. Quería saber si le había pasado algo. Quería verle.

Ahora el hombre me escrutó con fijeza, corno si hasta entonces no me hubiera visto de veras o como si mi respuesta le hubiera decepcionado, tal vez sorprendido; inesperadamente, un instante después sonrió, una sonrisa al tiempo dura y casi afectuosa, que sembró de arrugas su cara, y en la que sin embargo reconocí por vez primera un eco distante de las facciones de Rodney.

– ¿De verdad cree que Rodney y usted eran amigos? -preguntó.

– No le entiendo -contesté.

Suspiró de nuevo y quiso saber cuántos años tenía. Se lo dije.

– Es usted muy joven -dijo-. Dígame otra cosa: ¿Rodney le habló alguna vez de Vietnam? -Él mismo contestó su pregunta-: No, por supuesto que no. ¿Cómo iba a hablarle a usted de Vietnam? No entendería nada. Ni siquiera a mí me hablaba de eso, o sólo al principio. A su madre sí, hasta que murió. Y a su mujer, hasta que no aguantó más. ¿Sabía que Rodney estuvo casado? No, tampoco lo sabía. Usted no sabe nada de Rodney. Nada. ¿Cómo iba a ser amigo suyo? Rodney no tiene amigos. No puede tenerlos. Lo entiende, ¿verdad?

A medida que hablaba, el padre de Rodney había ido levantando la voz, cargándose de razón, enfureciéndose, las palabras convertidas en el carburante de su ira, y por un momento temí que fuera a cerrarme la puerta en la cara o a echarse a llorar. No me cerró la puerta en la cara, no se echó a llorar. Quedó en silencio, bruscamente decrépito, un poco acezante, mirando con el libro en las manos a la noche que caía sobre Belle Avenue, mal iluminada por globos de luz amarillenta que despedían una luz escasa. Yo también quedé en silencio, sintiéndome muy pequeño y muy frágil frente a aquel anciano encolerizado, y sintiendo sobre todo que nunca debería haber ido a Rantoul en busca de Rodney. Entonces fue como si el hombre me hubiese leído el pensamiento, porque dijo en tono afligido:

– Discúlpeme. No debería haberle hablado así.

– No se preocupe -lo tranquilicé.

– Rodney volverá -declaró sin mirarme a los ojos-. No sé cuándo volverá, pero volverá. O eso creo. -Dudó un momento y luego prosiguió-: Durante años no paró mucho tiempo en casa, anduvo de aquí para allá, no se encontraba bien. Pero últimamente todo había cambiado, y en la universidad estaba muy a gusto. ¿Sabía que estaba muy a gusto en la universidad? -Asentí-. Estaba muy a gusto, sí, pero no podía durar: demasiado bueno para ser cierto. Así que pasó lo que tenía que pasar. -Volvió a coger el pomo de la puerta con la mano libre; volvió a mirarme: no sé lo que había en sus ojos, no sé lo que vi en ellos (ya no era recelo, tampoco gratitud), ni siquiera sabría definir lo que sentí al verlo, pero lo que sí sé es que se parecía mucho al miedo-. Y eso es todo -acabó-. Créame que le agradezco mucho que se haya molestado en venir hasta aquí, y disculpe mi descortesía. Usted es una buena persona y sabrá entenderlo; además, Rodney le apreciaba. Pero hágame caso: vuélvase a Urbana, trabaje mucho, pórtese lo mejor que pueda y olvídese de Rodney. Ése es mi consejo. De todos modos, si no puede o no quiere olvidarse de Rodney, lo mejor que puede hacer es rezar por él. Esa noche volví a Urbana confuso y tal vez un poco asustado, como si acabara de cometer un error de consecuencias imprevisibles, sintiéndome más solo que nunca en Urbana y sintiendo también, por vez primera desde mí llegada allí, que no debía permanecer mucho más tiempo.'en aquel país que no era el mío y cuya idiosincrasia imposible nunca alcanzaría a descifrar, dispuesto en cualquier caso a olvidar para siempre mi equivocada visita a Rantoul y a seguir al pie de la letra los consejos del padre de Rodney. Esto último no lo conseguí, desde luego, o por lo menos no lo conseguí del todo, y no sólo porque hacía ya mucho tiempo que se me había olvidado rezar, sino también porque muy pronto descubrí que Rodney había sido demasiado importante para mí como para eliminarlo de golpe, y porque todo en Urbana conspiraba para mantener vivo su recuerdo. Es verdad que, ni en las semanas que siguieron ni en todo el tiempo que todavía permanecí en Urbana, apenas nadie en el departamento volvió a mencionar su nombre, y que ni siquiera cuando alguna vez me crucé por los pasillos de la facultad con Dan Gleylock me decidí a preguntarle si tenía alguna noticia de él. Pero también es verdad que cada vez que pasaba por delante de Treno's, y pasaba por allí a diario, me acordaba de Rodney, y que precisamente por aquella época yo empecé a leer a algunos de sus autores favoritos y no podía abrir una página de Emerson o de Hawthorne o de Twain -no digamos de Hemingway- sin pensar de inmediato en él, como no podía escribir una línea de la novela que había empezado a escribir sin sentir a mi espalda su aliento vigilante. Así que, aunque Rodney se había volatilizado por completo, la realidad es que estaba más presente que nunca en mi vida, exactamente igual que si se hubiera convertido en un fantasma o un zombi. Sea como sea, lo cierto es que no pasó mucho tiempo antes de que me convenciera de que nunca volvería a oír hablar de Rodney.

Por supuesto, me equivoqué. Una noche de principios de abril o finales de marzo, justo después de Spring Break -el equivalente norteamericano de las vacaciones de Semana Santa-, llamaron a mi casa. Recuerdo que estaba terminando de leer un cuento de Hemingway titulado «Un lugar limpio y bien iluminado» cuando sonó el teléfono; también recuerdo que lo cogí pensando en aquel cuento tristísimo y sobre todo en la oración tristísima que contenía -«Nada nuestro que estás en la nada, nada es tu nombre, tu reino nada, tú serás nada en la nada como en la nada»-: era el padre de Rodney. Aún no me había repuesto de la sorpresa cuando, después de confesarme que había conseguido mi número de teléfono en el departamento, empezó a disculparse por el modo en que me había tratado en mi visita a Rantoul. Lo interrumpí; le dije que no tenía por qué disculparse, le pregunté si sabía algo de Rodney. Me contestó que unos días atrás le había llamado desde algún lugar de Nuevo México, que habían hablado un rato y que se encontraba bien, aunque de momento no era probable que volviera a casa.

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