Me di cuenta de que no podía intentar una aventura hacia lo desconocido. Utilicé todas mis escasas fuerzas para hacer el recorrido de regreso a la pieza.
Esta vez sí se hizo interminable; creo que incluso llegué a dormitar en algunos lugares del túnel, y no tengo idea del tiempo que demoré en llegar, arrastrándome, hasta la cama.
Allí me dejé caer, sin poder ni siquiera sacudir de mis ropas la tierra recogida en el camino.
De las jornadas siguientes conservo una débil memoria de la luz, que se encendió y apagó varias veces, no podría decir cuántas, y de mí mismo levantándome trabajosamente de la cama sólo para abrir la boca bajo la canilla, o utilizar los artefactos sanitarios. Recuerdo también haber hablado mucho, en voz alta, aunque no tengo idea de lo que pude haber dicho.
Cuando me bajó la fiebre y recuperé algo de la lucidez, me levanté para alejarme de allí lo antes posible. Todo mi cuerpo estaba insensibilizado, los movimientos eran mecánicos y apenas si podía pensar. Sé que descarté totalmente la idea de utilizar el túnel, aunque tuve la precaución de dejar abierta la puerta de salida, y poner una silla contra ella para evitar que se cerrara sola. Al meter la mano en el bolsillo del saco, cuando me lo puse, encontré el paquete de arroz que había preparado en días anteriores. Era toda una masa sólida de gusto rancio, pero lo comí con avidez.
Al recorrer las piezas siguientes, dejando siempre abiertas las puertas -aunque luego no cuidaba de poner una silla, un poco porque me sentía demasiado débil para hacer movimientos extra, y otro poco porque algo en mi interior me decía que no valía la pena-, noté que el deterioro del edificio se acentuaba en grados alarmantes; la suciedad se iba acumulando, e incluso en algunas piezas se hacía difícil transitar entre los escombros y las materias en descomposición que cubrían el piso.
En una de ellas me detuve ante un descubrimiento que, entonces, no pude analizar como lo hubiese hecho en algunas jornadas anteriores; me limité a conmoverme muy íntimamente y proseguí mi camino con la mente en blanco y sintiendo el corazón mucho más viejo y débil. Supe que alguien antes que yo había transitado por mi camino. Sobre una puerta, la de salida, alguien había escrito una frase en español; decía: «no hay salida. esto es el infierno.» Había sido grabada con un cuchillo, rayando la pintura y hendiendo un poco la madera; el cuchillo estaba clavado, con rabia, muy hundido en la puerta, debajo de la frase, como única firma.
Luego hallé una pieza con una pared semiderruida; sin embargo, por detrás de esa pared había otra, descascarada, con el ladrillo a la vista, pero entera, sólida. Me entró el terror de pensar que podría haber una cantidad infinita de paredes superpuestas, como las capas de una cebolla. En adelante los derrumbes se hacían muy frecuentes, y llegaban a faltar trozos enormes de paredes, e incluso del techo: pero el techo derrumbado no dejaba ver el cielo, sino otro techo, y detrás de una pared había siempre otra pared superpuesta.
Ahora, las canillas que funcionaban eran muy escasas, y a menudo debía recorrer grandes distancias antes de poder tomar agua. Mi sed era enorme, e incluso el gusto del agua había variado, se había hecho más salobre, o más bien metálico, y no encontraba manera de saciar mi sed.
Era inútil, también, buscar algo de comer. Sólo encontraba restos de muebles. Pero afortunadamente mi hambre podía esperar; la fiebre me la había quitado casi por completo. De todos modos, aquello se aproximaba a un final; presentí que no era un final agradable, y que muy probablemente se tratara del mío propio.
Ya era imposible regular las jornadas por la luz eléctrica; en muchas piezas las lamparitas estaban quemadas, o simplemente faltaban, y en las otras la luz se hacía cada vez más débil, como si la tensión fuera en constante caída, y al parecer nunca se apagaban; o, quizá, yo tenía muy alterado mi sentido del tiempo, o se encendían y se apagaban a un ritmo distinto.
Para dormir me arrojaba sobre el montón de escombros que me parecía menos incómodo, y no se me ocurría pensar que la luz fuera una molestia.
El paso siguiente, no sé si después de jornadas o de pocas horas, fue comprobar que de algunos caños rotos manaba agua, y que ésta inundaba el piso de algunas piezas. Se me ocurrió que lo mejor que podía hacer era regresar por donde había venido, volver al túnel y a la playa y de allí explorar los otros túneles. Me reí; no podría haberlo hecho. Por otra parte me aferraba a mi teoría de que aquello tenía que terminarse, de alguna manera, pronto; al mismo tiempo sentía curiosidad por saber de mi predecesor, esperaba alguna otra de sus huellas.
Pensé que si resistía lo suficiente, en algún momento, después del peor grado de lo peor, las cosas tenían que mejorar; y de cualquier manera, ya sin voluntad ni fuerzas, me hubiese resultado muy difícil hacer algo distinto que avanzar, hacia donde pudiera.
A pesar de que mi cabeza trabajaba de continuo, siempre impulsada por la fiebre, muy pocos razonamientos llegaban a la superficie. Por lo general me movía de una manera insensible, mecánica, con un ruido en la mente como el de las olas del mar, y percibía confusamente una maraña de pensamientos entremezclados que pugnaban por hacerse oír, pero no tenía ganas de desenredarlos.
De vez en cuando volvía a mi memoria la imagen de Mabel; a veces se mezclaba con la de Ana, y notaba que ya las había agrupado a ambas en un distante pasado, un pasado que me resultaba ajeno, como una película vista, y ya no me dolía no estar cerca de ellas. Me sentía como habiendo dado los primeros pasos en la muerte; seguía vivo, pero muchas cosas habían muerto dentro de mí, y sentía que todo lo que quedaba de mí era ese cuerpo moviéndose insensiblemente, y una vaga memoria, y una mente que se destruía a gran velocidad.
Me acostumbré a hacer un poco de alpinismo sobre los escombros, sobre todo en aquellos lugares en que confluían los charcos de agua de distintos caños y la inundación alcanzaba un nivel molesto; aún no era un problema grave, y en la mayor parte del recorrido sólo alcanzaba a mojarme los zapatos.
Sobre uno de estos montones de escombros, al dar un rodeo en busca de un camino más seco, encontré a mi predecesor, agonizante.
Nunca había visto agonizar a un hombre. Tenía los ojos abiertos y dejaba escapar un ronquido casi constante. Su cabeza estaba próxima a la pared húmeda, por la que chorreaba un hilo de agua; supuse que hasta hacía muy poco tiempo le bastaba estirar un poco la cabeza para mojar los labios en esa agua, no muy limpia.
Ahora parecía impedido de todo movimiento; su cuerpo estaba contraído, un poco siguiendo la disposición de los escombros. Sus ropas estaban tan raídas que a primera vista parecían retazos de género que le hubieran tirado por encima de cualquier manera.
Aparentaba ser muy viejo; sin embargo, sus cabellos no eran blancos, sino que estaban sucios de tierra y revoque, lo mismo que la barba, larga y tupida; cerca de su cuerpo vi un par de lentes, rotos.
Sabía que no podía hacer nada por él, pero me resistía a irme. Lo único que se me ocurrió fue llenar de agua el hueco de mi mano y dejarla deslizar entre sus labios; pero no vi que hiciera ningún movimiento para tragar.
Me senté a contemplarlo, sobre un montículo de escombros. A todos los elementos deprimentes, más bien demoledores, que había ido coleccionando a lo largo de aquellos días, se sumaba ahora esta imagen que parecía un ejemplo de lo que habría de ser yo mismo en pocas horas.
De pronto dejó escapar un ronquido distinto y me pareció que en sus ojos había una variante, algo parecido a un brillo inteligente. En efecto: volvió con mucha lentitud sus ojos hacia mí, y sus labios se movieron apenas.
– … el infierno -dijo, y siguió murmurando cosas incomprensibles. Me acerqué todo lo que pude; nuestras cabezas llegaron a estar muy juntas.
– ¿Qué puedo hacer? -pregunté con desesperación, pensando en él más que en mí. Sabía que la pregunta era inútil. No me respondió. Volvió a hablar del infierno y empezó a mezclar palabras, muchas incomprensibles.
– … arañas, es el infierno, la noche, ahora… el túnel… violeta, la luz violeta, el infierno… el mar, el mar.
– ¿Estuviste en la playa? ¿Debo volver allá?
Me miró con horror. No sé si lograba verme.
– … la playa, las arañas…
Continuó así, un rato, hasta que sus ojos quedaron otra vez en punto muerto, y recuperó el ronquido monótono.
Me volví a sentir muy afiebrado y a punto de desmayarme. Le alcancé más agua y esta vez la escupió decididamente. Resolví abandonarlo. No podía más.
Pienso que no me gustaría, en una situación similar, que un ser humano hiciera lo mismo conmigo. Me sentí cobarde, impotente, y me fui cargando de culpa por anticipado; se veía claramente que nada podía hacer por él, ni siquiera sabía si podía hacer algo por mí mismo. Sin embargo había un sentimiento atávico, supersticioso, religioso o no 'sé qué diablos que me reprochaba la idea de abandonarlo; al mismo tiempo, quedarme significaba también la culpa de mi impotencia y del deseo -que ya sentía salir a flote- de que ese hombre muriera de una buena vez. Con horror, con pena, me di vuelta y continué mi camino sin mirar atrás, tratando de no pensar.
Al cabo de un trecho el agua que inundaba las piezas era ya la norma, algo habitual, y subía. Después, mucho más adelante, empezaron a aparecer los esqueletos humanos, y las ratas.
Al principio fue uno, colgado por el cuello, de una cuerda, o un cinturón, que pendía de una viga del techo descubierta por un derrumbe; luego se fueron haciendo más frecuentes, y algunos estaban aún vestidos con restos de ropas, y en una pieza había una familia entera de ellos, muy próximos uno del otro, como en una reunión final.
Debí dormir en lugares oscuros con la sospecha de la proximidad de algún esqueleto. Sólo dormía cuando no podía dar un paso más. Luego no me atrevía a dormir en ningún lado; al principio por la certeza de que había esqueletos por todas partes, y que sólo bastaría con remover un poco los escombros sobre los que me echaba, para encontrar alguno; luego por las ratas.
Debí armarme con la pata de una mesa rota, y llenarme los bolsillos de escombros de tamaño apropiado; las ratas iban en aumento y se volvían cada vez más atrevidas; incluso llegaron a acercarse nadando, en lugares muy inundados, para atacarme.
Ya no existían puertas, que parecían haber sido arrancadas de sus marcos, y cuando hallaba alguna era imposible moverla, por los escombros acumulados. Los derrumbes incluían ahora también trozos de la otra pared, la superpuesta, pero tampoco llegaba a verse qué había del otro lado: una tercera pared, sólida y entera, cubría las derrumbadas.