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TERCERA PARTE

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El camino se transformó en una calle asfaltada y las casas se agruparon en manzanas rodeadas de veredas. La ciudad parecía desierta. La luz anaranjada de unos faroles daba a las cosas un color extraño, fantasmal. Las puertas y las ventanas estaban cerradas.

Después apareció alguna gente, que caminaba en la misma dirección que yo; primero en forma aislada, casi subrepticia, luego en pequeños grupos silenciosos. Mucho más tarde, a los lejos, escuché una música metálica. A medida que me acercaba al centro de la ciudad, los grupos de gente crecían, y se juntaban en una sola corriente; siempre en silencio y manteniendo un ritmo constante al andar.

En el centro, los edificios crecían y la iluminación se multiplicaba, pero no había luz blanca. Las veredas y las calles, por las cuales no circulaban vehículos, estaban repletas de gente que se movía, como insinuando apenas que bailaba, al son de la música metálica que transmitían unos parlantes, instalados en altas columnas, dos o tres por cuadra. Había confiterías y bares abiertos y cantidad de hoteles. La temperatura había aumentado, sin duda por algún sistema artificial de calefacción.

Se oía también un ruido confuso, que era tal vez la suma de sonidos de unas radios portátiles que, descubrí, la mayor parte de la gente llevaba colgando del hombro o del cuello. Casi no hablaban entre sí, parecían desfilar por la ciudad sin un fin determinado. Sorprendí, sin embargo, algunas frases; y noté que allí se hablaban varios idiomas. Francés, alemán, italiano, y otros desconocidos para mí.

Un hombre muy gordo dijo algo a la mujer que iba a su lado; en español. Lo detuve:

– ¿Qué ciudad es ésta? -le pregunté, y me miró con espanto o crueldad; se limitó a extender un dedo índice. Miré en esa dirección y vi una enorme cola, de varias hileras, de gente que esperaba su turno ante un mostrador.

Me acerqué todo lo posible, y estábamos en una especie de pequeña plaza, y vi que unas muchachas de uniforme atendían a las personas que llegaban al mostrador. Sin duda era la mejor manera de informarse, pero yo preferí seguir dando vueltas.

Vagaba mareado por la música, la gente y la luz de color. Me sentía mal. Pensé en entrar en un bar o una confitería, pero temí que mi dinero no sirviera allí, o, lo que era peor, que me delatara . Sin saber por qué, temía que descubrieran que yo no era de ese lugar.

Anduve mucho tiempo entre la gente. Vi de pronto que un hombre y una mujer eran violentamente conducidos por cuatro hombres armados y uniformados, que no se parecían a los policías habituales; usaban largas túnicas blancas, o que parecían blancas a esa luz incierta. La concentración humana se iba haciendo mayor a medida que avanzaba la noche.

Súbitamente, a mi derecha, vi a una mujer parada en la puerta de un hotel; a pesar de la iluminación y la distancia, tuve la certeza de que se trataba de Ana. Comencé a luchar por abrirme paso entre la masa compacta que desfilaba en una sola dirección; la masa me arrastraba y me empujaba, y Ana, o quien fuera, dio media vuelta y entró en el hotel. Yo grité.

Cuando logré abrirme paso, el hotel estaba desierto. Era moderno, lujoso. Toqué timbre con insistencia en el mostrador, pero no vino nadie. Comencé a subir una escalera. A medida que ascendía, la luz iba cambiando, se hacía más rojiza. Los pasillos del primer piso, que recorrí de punta a punta, estaban desiertos. Probé una puerta, y la encontré cerrada con llave. Luego las fui probando todas, también sin éxito.

Me pareció que, afuera, se escuchaban disparos aislados de armas de fuego. Logré entrar en una habitación del segundo piso. Estaba vacía. Me encerré en el baño y me di una ducha, que no me calmó el mareo ni la angustia. En el dormitorio había un enorme ventanal que no pude abrir. Sentía que me faltaba el aire; otra vez la claustrofobia, exagerada ahora por la intensa calefacción.

Cuando comenzaba a desvestirme para acostarme y dormir, se abrió la puerta y entró una mujer: era la misma que había visto en la puerta, parecida a Ana. Pero de cerca no se le parecía tanto y me resultaba más bien desagradable. Me dedicó una sonrisa y comenzó a desvestirse, como en un espectáculo de strip-tease .

Mi claustrofobia aumentaba, y sentía algo odioso en esa mujer; la sentí de pronto como una versión negativa de Ana. Su desnudez, lejos de excitarme, me parecía ofensiva y ridícula. El mareo y la falta de aire se hicieron intolerables. En un estallido de angustia y de cólera, tomé una silla y la arrojé contra el ventanal, que se hizo añicos, y me llegó la música confusa y el vaho caliente de la calle. Respiré hondo, sin sentirme por ello mejor. La mujer había gritado, y ahora apretaba un timbre próximo a la cama. Me pareció cada vez más ridícula, medio desnuda y con unas caravanas demasiado grandes; ahora afectaba un ademán de pudor, cubriéndose los pechos con un brazo; en la mano sostenía una prenda de colores.

Volvió a gritar; salí de la pieza antes de que viniera alguien. Escuché pasos precipitados que subían la escalera, y pasé al tercer piso. Allí terminaba, al parecer, el edificio. No hallé más escaleras, ni un ascensor, que me permitieran seguir subiendo; sin embargo, yo había visto desde afuera que era un edificio alto. En el ambiente flotaba un olor a desinfectante que me descomponía el estómago. Afuera, sonó un tiroteo más intenso.

Por el corredor avanzaba hacia mí un ser de túnica blanca, flotante, que la luz hacía aparecer como un fantasma. Al principio pensé que era una mujer; pero al acercarse vi que era un hombre, con la cara maquillada y los labios pintados. Se me aproximó y me agarró de los brazos, hablándome con voz melosa, afeminada, en un idioma extranjero. Trató de arrastrarme hacia una habitación; yo me sentía cada vez peor, y ahora la actitud y el perfume y los ojos pintados de este hombre me llevaban al borde del vómito. Le di un empujón y me alejé, pero él se lanzó en mi persecución y debí correr. Encontré de pronto una escalera, que era más estrecha que las anteriores y ubicada en el extremo opuesto. Subí al cuarto piso; la luz era distinta y escasa, y se hacía difícil distinguir las cosas. El hombre me alcanzó y lo golpeé con el puño, luego lo hice rodar escaleras abajo. Dio unos chillidos histéricos mientras caía envuelto en su túnica; luego no oí más nada.

Me introduje en la única habitación cuya puerta pude abrir. Un grupo de hombres, cuatro de ellos desnudos y un quinto encapuchado, azotaba a una mujer que tenía las muñecas y los tobillos unidos a la pared por cadenas metálicas. Los hombres tenían acentuados rasgos mongólicos. Intenté huir pero me dieron alcance en el corredor. Silenciosamente me llevaron de vuelta a la pieza y colocaron el látigo en mis manos. Me enfrentaron a la mujer, que sangraba y balanceaba su cabeza pesadamente sobre los hombros, y gemía. Me golpearon las costillas y descargué un latigazo sobre la mujer; les pareció demasiado suave y volvieron a golpearme. Tomé el látigo del revés, por donde terminaba la parte rígida, y comencé a dar golpes con el mango, en todas direcciones. El encapuchado exhibió un revólver, pero yo había conseguido alcanzar la puerta; hacia el final del corredor sentí que una bala me rozaba el brazo sin llegar a herirme.

Bajé al tercer piso; oí un rumor y pensé que me seguían buscando; en el segundo probé algunas puertas; una se abrió a un largo pasillo que llevó a otro sector del hotel, de apariencia aún más irreal, con tablones y andamios, como si estuviese en demolición o en construcción. Las puertas a ambos lados del pasillo estaban en su mayoría abiertas, y había un constante ir y venir entre las habitaciones.

Sentado a una puerta había un mendigo, las ropas deshechas, lleno de llagas, que se tiró a mis pies cuando pasé y trató de agarrarme una pierna. De otra pieza salió un hombre que se arrastraba, como en el fin de sus fuerzas, y se metió en la pieza de enfrente, donde parecía haber una fiesta: escuché música y risas, y alcancé a ver cuerpos que se movían en convulsiones.

Se hacía difícil caminar por esos tablones y más adelante había manos que trataban de agarrarme y me tironeaban de las ropas, desgarrándolas a veces, y caras horribles de mendigos o de prostitutas viejas, desdentadas. La náusea jugaba en la boca del estómago y amenazaba con subir. El corredor se me hacía interminable, extenuado por el esfuerzo de liberarme de las manos, dedos duros y uñas puntiagudas que se me prendían, y un coro de voces que se lamentaban y me llamaban en distintos tonos, tratando de fingir dulzura, o amenazándome e insultándome.

Hacia el fin del corredor había una escalera de madera, muy endeble y temblequeante, remendada en algunos lugares con trapos anudados; me llevó penosamente al tercero y luego al cuarto piso de este sector. Escuché un tiroteo más nutrido. Una explosión cercana hizo vibrar las paredes de todo el edificio. Sonó una alarma 'en alguna parte, y las puertas se abrieron y vi salir todo tipo de gente, a medio vestir o desnuda, que corrían hacia una escalera, hacia el quinto piso; me arrastraron, aunque no se detenían ante mi presencia ni parecían reparar en mí; alcancé a ver que por la escalera de ascenso al cuarto piso aparecían los policías de túnicas blancas.

La gente siguió subiendo: yo apenas podía caminar, con gran dificultad. La luz roja del quinto piso tendía a hacerse violeta; me apoyé en una puerta que no estaba bien cerrada y caí dentro de una habitación; la luz era roja. Alguien pasó ante mí y cerró con llave. En el corredor sonaron disparos. Fuera, el tiroteo ya no cesaba y las explosiones se hacían más frecuentes.

Era una mujer muy gorda, quizá la mujer más gorda que haya visto en mi vida. Tenía la cara excesivamente pintada de colores tal vez verdosos. Estaba tan pintarrajeada y perfumada que llegué a pensar que pudiera tratarse de otro hombre. Me arrastró hacia la cama y me desvistió, sin que pudiera oponer resistencia. Luego se quitó un vestido que era como la carpa de un circo, dejando a la vista una masa de carne que la luz roja hacía más repugnante. La náusea me acariciaba ácidamente la garganta. Entonces sentí que el brazo me dolía y noté que realmente la bala me había resguñado; las sábanas tenían manchas de sangre cerca de mi brazo, pero casi no se veían con la luz roja.

Los enormes pechos gelatinosos me rodearon el cuerpo mientras la mujer trataba de excitarme frotándome el sexo con las manos. Cerré los ojos y apreté los dientes, tratando de contener el vómito. La mujer hablaba suavemente en italiano, elogiaba mi virilidad y me prometía mil delicias mientras se refregaba contra mí, asfixiándome con la carnosidad de los pechos y con ese perfume denso mezclado con olor a transpiración. Luego se tendió en la dirección opuesta y se puso mi sexo en la boca; y enseguida separó una pierna y la pasó por encima de mi cabeza y la apoyó junto a mi hombro derecho, y fue aproximando a mi cara su sexo velludo, de labios abultados y entreabiertos. Vomité sobre la almohada y después me incorporé a medias y seguí vomitando sobre la mujer y sobre las sábanas. Ella saltó a un rincón de la pieza y yo hice el tremendo esfuerzo de levantarme de la cama e intentar vestirme; oí que me insultaba y vi que trataba de volver a acercarse. La amenacé con un pesado cenicero de cristal de roca que había sobre la mesa de luz, y se refugió en el cuarto de baño.

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