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Terminé de vestirme y abrí la puerta. El corredor estaba desierto. Sentía un gusto horrible en la boca y tenía sed. Comencé a bajar las escaleras, con una lentitud que me enloquecía. El tiroteo se oía adentro y afuera. En el cuarto piso volví a encontrarme con los hombres desnudos de rasgos mongólicos. No pude oponer resistencia. Me llevaron a la misma pieza, a través de un pasillo. Las explosiones se oían próximas y casi continuas. La luz de la pieza era ahora blanca, demasiado blanca, me quemaba los ojos. La mujer seguía encadenada a la pared, con la cabeza colgando flojamente, como muerta, bañada en sangre. Me ataron a una camilla, los brazos a los costados, las piernas.

Se pusieron en la cara unos pañuelos blancos atados a la nuca, como jugando a los cirujanos. Me abrieron la camisa y uno de los hombres desnudos le alcanzó un bisturí al encapuchado. Sentí que la hoja me trazaba un surco en la piel, y abrí los ojos y vi brotar mucha sangre, que a la luz blanca parecía negra, y vomité nuevamente, hacia un costado.

Una explosión sacudió el edificio, y cayeron varios trozos de revoque. Los torturadores no se inquietaron. Ahora algo me arañaba las piernas y los brazos y una cosa húmeda se apoyaba en mi vientre. El bisturí repitió un recorrido vertical en mi pecho, hundiéndose apenas un poco más. Acercaron a mi nariz un trapo húmedo, de olor penetrante, pero no era anestesia, no me hizo perder el sentido. Me clavaron agujas en brazos y piernas y en los costados del cuerpo. Luego otra explosión, y la luz se apagó; y otra explosión y cayó más revoque y se desprendieron algunos cascotes; y otra explosión y me pareció que todo se derrumbaba.

25

De los hechos siguientes sólo tengo la vaga memoria de algunas sensaciones, y visiones fugaces que no sé hasta qué punto corresponden a una realidad. Varias manos me aferraron brazos y piernas y fui levantado bruscamente, y así me transportaron; más tarde pasaron mis brazos por los hombros de quienes caminaban a mis costados, y me obligaban a caminar; mis pies arrastraban la mayor parte del tiempo, y a veces intentaban dar unos pasos, pero no podía mantener la misma velocidad de los que me llevaban, y tropezaba o me golpeaba los pies contra algo; era más fácil dejarme llevar.

Luego me arrojaron como a un objeto; apenas sentí el choque contra el suelo, algún lugar incómodo, con escombros o piedras de gran tamaño. Allí me abandonaron y quedé solo. No estaba exactamente dormido, pero tampoco despierto; no podía abrir los ojos, y es posible que a ratos cayera realmente en el sueño; me fue imposible moverme durante un tiempo. Luego hubo más explosiones, algunas muy próximas. Me levanté, con un tremendo esfuerzo, y eché a andar.

El camino se hizo largo y penoso; me caía, volvía a levantarme después de un tiempo y seguía andando hasta caer otra vez; si lograba abrir los ojos, veía sólo una oscuridad espesa, perforada de tanto en tanto por alguna luz intensa y que abarcaba un radio muy pequeño; mis ojos volvían a cerrarse, me agarraba de muros que pronto se terminaban y volvía a caer, mientras se repetían una y otra vez las explosiones, y las luces, y los lugares alfombrados de escombros y la oscuridad total.

Luego el frío se hizo más intenso, y abrí los ojos y me encontré caminando por un lugar donde flotaba una bruma espesa, que formaba halos en torno de algunos reflectores y transformaba su luz en algo amarillento y pobre que no permitía ver nada; las explosiones ya no se escuchaban y mis pies caminaban sobre pedregullo.

A pesar de tener los ojos abiertos me daba la sensación de estar dormido. Tenía el cuerpo insensible al frío y al dolor, sólo el aire al pasar por la nariz y la garganta me hacía percibir el frío; la piel parecía como aislada del sistema nervioso por una coraza elástica. El lugar brumoso me recordó aquella imagen de mi primer sueño en ese lugar, la sensación de estarme moviendo en una capa de materia oscura y densa.

También en esta oportunidad me llegó la orden de despertar; sentí la misma ansiedad que había sentido en el sueño, por encontrar una salida inmediata, y tuve el recuerdo lejano de que la salida era hacia arriba. Pero aquello no era como agua, y seguí arrastrando los pies sobre el pedregullo, cayendo aún para volver a levantarme; y como en una borrachera muy fea, no llegaba a perder totalmente la conciencia, aunque el cuerpo y la mente me respondían mal. Era como si me hubiesen borrado la inteligencia.

Me golpeé contra algo que resultó ser un enorme portón de rejas de hierro, las que sin llegar a ver imaginé como antiguas y oxidadas, y lo empujé trabajosamente; del otro lado la niebla comenzaba a disiparse. Pronto pude ver que andaba por un amplio camino de pedregullo, a cuyos costados crecían matorrales; junto con la niebla exterior, parecía que las telarañas de mi mente comenzaban también a disiparse con gran lentitud.

Después anduve por calles y veredas angostas, y toqué paredes descascaradas, a las que los restos de niebla se pegaban y humedecían; luego, una callecita empedrada, iluminada por un solo farol, y más tarde toda una zona que comencé a reconocer como la periferia de la ciudad, próxima al puerto.

La niebla se había transformado en una débil neblina, y el cielo comenzaba a aclarar. Pasé por algunos cafetines cerrados, y por un bar que, después que hube pasado, hizo sonar su cortina metálica que se levantaba.

Llegué a una plaza y la reconocí. La luz eléctrica seguía iluminando débilmente los árboles, el monumento y las pequeñas rejas de hierro que la bordeaban. Me senté en un banco.

Aún no salía el sol pero el cielo estaba más claro. Eché la cabeza hacia atrás, pero no pude descansar. Pensé que mi casa estaba cerca. Tenía necesidad de acostarme. Noté que estaba vestido, con las ropas muy desgastadas y sucias. Tenía la camisa desprendida; antes de abrochar los botones, mis dedos recorrieron una larga y antigua cicatriz vertical en el pecho. En los bolsillos del saco estaban aún las hojas escritas a máquina; las toqué como a un objeto familiar y querido y me dieron cierta tranquilidad. Los zapatos estaban deshechos. Mis cabellos eran una masa que no pude desenredar.

Me puse de pie y comencé a caminar lentamente en dirección a mi apartamento. Las calles seguían desiertas. Era una hermosa madrugada; ahora no hacía frío; podía ser primavera.

A lo lejos sonó el tableteo de una ametralladora. Mucho más tarde, el aullido de la sirena de un coche policial. Al llegar al zaguán de mi apartamento, y casi cuando comenzaba a subir la escalera, el tiroteo se repitió más cercano.

El apartamento estaba en desorden. Fui derecho a la pieza del frente y me apoyé en el balcón. Ahora sí, asomaban débilmente algunos rayos de sol.

Estuve largo rato allí. Pasaron algunos ómnibus y dos o tres taxímetros. Se escuchaban aún disparos lejanos. Como hipnotizado, no podía moverme del balcón.

Después fui despertando del todo, saliendo de aquel estado de embotamiento, y mi cabeza comenzó a funcionar. El cielo estaba mucho más claro, ya había amanecido, aunque los edificios todavía tapaban el sol.

Pensé que Ana estaría vistiéndose para ir a la oficina, o probablemente tomando el desayuno. Pensé en llamarla por teléfono. Recordaba su número. Pero sentí que no hubiese podido decirle nada. Quizá, el número de su teléfono estaba mejor grabado en mi memoria que ella misma. Recordé que guardaba una foto suya en el cajón del escritorio; pero tampoco me moví para buscarla.

Fui hasta el cuarto de baño, que me pareció encontrarse muy lejos. El corredor de mi apartamento es demasiado largo; me hizo recordar los otros corredores por donde anduve tanto tiempo.

Me desnudé, y vi reflejada en el espejo la imagen de un ser que no se parecía mucho al recuerdo que tenía de mí mismo. La cicatriz era una delgada raya blanca, apenas visible. En la canilla del lavatorio no había agua, tampoco en la ducha.

Pasé al dormitorio. Mostraba un reguero de ropas, y los cajones estaban volcados sobre el piso. Durante mi ausencia habían revuelto todas las cosas. No tuve ganas de examinar nada; ahora me sentía invadido por verdadero sueño. Me acosté y me tapé con ropas húmedas. Me dormí.

26

Al despertar comprobé el mismo desorden en el resto de la casa. En alguna parte habría un caño roto, y el agua había humedecido las paredes y el piso de la cocina. Las marcas en las paredes indicaban que en algún momento la inundación había sido considerable. También había revoque caído en varios sitios, y se veía el ladrillo. De un canasto que estaba en el suelo, nacían varias guías verdes, probablemente boniatos que habían crecido con el agua; la enredadera trepaba por las patas de la mesa y de dos sillas.

En la cocina tampoco había agua, ni funcionaba la electricidad en toda la casa. Volví a la pieza del frente, sin haber podido lavarme la cara. Tenía los ojos irritados, y un cansancio general muy grande. A pesar de todo me senté al escritorio, a continuar mis apuntes, y de pronto, al escribir, pensé que no podía ser casual que en aquel lugar siempre hubiera tenido a mano papel y lápiz; que al hacer apuntes quizá estaba cumpliendo sin saberlo con la voluntad de quienes me habían llevado allí. Pero no tienen sentido, ya, estas cavilaciones. Nunca lo tuvieron.

En este momento me detengo. El cansancio que me abruma es más que físico; viene, tal vez, de muy lejos. Quiero pensar un instante en mi futuro, pero mi mano no deja de escribir. Quiero preguntarme por qué no me atrevo a llamar a Ana por teléfono, o a mis amigos. Por qué no me entusiasma la idea de volver a mi trabajo, a mis cosas cotidianas. Por qué esta ciudad, ahora que comienza nuevamente a anochecer, me resulta extraña y hostil. Mi memoria se obstina en volver una y otra vez a la aventura vivida en el lugar aquel.

Los túneles no explorados, las puertas no abiertas, el idioma no aprendido, los hombres con quienes no llegué a hacer amistad, las mujeres a quienes no llegué a amar ni conocer. Recuerdo a Mabel, y pienso que quizá realmente estuviera esperando un barco en aquella playa. Recuerdo a mi predeceso4 agonizante junto a sus lentes rotos, y mi impotencia. Pienso que por miedo pude haber matado al Francés de un balazo. Y que quizá Alicia realmente me amaba, y yo no llegué a verla. Y que por algún motivo el niño rubio alzaba a menudo sus brazos hacia mí.

Ahora que la ciudad, mi ciudad, me resulta ajena y aun repulsiva, pienso que estoy repitiéndome en mi actitud de aquel otro lugar. Que no lograré aproximarme realmente a ninguno de mis amigos, ni a Ana, ni a ninguna otra mujer; que sólo los utilizaba para olvidar la soledad, para evadirme de este, ser que me habita, que me odia, que me obliga a actuar en contra de mí mismo.

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