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Cuando salí de esa pieza repetí la acción en forma consciente; tampoco pude, esta vez, volver a abrirla. Saqué la obvia conclusión de que había un mecanismo que permitía avanzar sólo en la dirección que yo llevaba; y aunque no tuviera el menor interés en retroceder, me aterró la idea de no poder hacerlo, llegado el caso. En adelante, tuve buen cuidado de no cerrar ninguna puerta; pero, de todos modos, estaban aquellas dos, que había cerrado, y sentí como si hubiese perdido algo valioso.

La insensibilidad dejó paso a algo distinto; mis movimientos exteriores quizá no hayan variado, pero fui invadido por un cansancio teñido de tristeza, o melancolía, y predominaba un adormecimiento, como si me hubiesen anestesiado. La insensibilidad anterior era más sana. No me gustó mi nuevo estado de ánimo, e imaginé que pronto habría de sentirme muy mal, y que modificaría mi conducta.

Por fortuna, se produjo una variante en la situación: al entrar en una pieza vi, de inmediato, que por debajo de la puerta de enfrente (las que ya había comenzado a llamar «de salida», cuando estaba dentro de la pieza, y «de entrada» apenas pasaba a la siguiente) se filtraba una delgada y débil raya de luz.

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La timidez me volvió a frenar, y en lugar de precipitarme en la habitación golpeé la puerta con los nudillos. Del otro lado se hizo oír un ruido breve, como si alguien apartara una silla o se levantara de ella bruscamente. Aguardé unos instantes, y al no obtener respuesta repetí el llamado.

Ahora, unos pasos pesados y vacilantes se dirigieron hacia la puerta y allí se detuvieron; escuché una respiración un tanto asmática o nerviosa. Pasaron algunos minutos sin que el desconocido mostrara otra intención que la de permanecer allí respirando ruidosamente.

Consideré que mi cortesía había sido excesiva. Abrí la puerta unos centímetros y miré hacia el interior de la pieza. Una lamparita eléctrica, desnuda y de escaso poder, colgada de su cable desde el centro del techo, iluminaba un recinto que parecía tener las mismas dimensiones de las piezas oscuras; pero contaba con una serie de elementos; en el estrecho campo visual había una mesa pequeña, de cocina, con dos o tres platos y algunos utensilios, junto a la pared de enfrente; observé que en los platos había comida, y la boca se me llenó de saliva una vez más.

El ambiente era más cálido gracias a una estufa de queroseno, de formato antiguo, que vi luego próxima a una mecedora, en el centro de la habitación, debajo de la lamparita eléctrica. Por encima de la mesa, y contra la pared, había una estantería rectangular, con una cortina verdosa que impedía ver su contenido.

Empujé un poco más la hoja de la puerta; la persona que había estado parada allí todo el tiempo se vio obligada a retroceder un par de pasos al chocar levemente la hoja contra la punta de sus zapatos. Resultó ser un individuo extraño: era muy gordo, y de estatura apreciablemente inferior a la normal; usaba lentes redondos, grandes, y el detalle que más llamaba la atención era su ropa, de tamaño excesivo y desproporcionada al cuerpo, lo que le daba un aspecto payasesco. El ridículo se acentuaba por la actitud del hombrecillo, quien, evidentemente atemorizado y muy sorprendido por mi presencia, me miraba con fijeza y trataba de ser grave y digno.

Cuando di un paso adelante tuvo que esforzarse por no retroceder; se le contrajeron algunos músculos de la cara, así como los párpados, pero se mantuvo firme en su sitio. Sonreí, tratando de parecer simpático, y murmuré un saludo que no le hizo variar de actitud.

Me animé a dar otro paso y ya decididamente dentro de la pieza eché un vistazo alrededor; lo primero que vi fue a la presunta esposa del hombrecillo, una mujer que aparentaba su misma edad, que podría situar por los cincuenta años; tejía, sentada en una silla, a mi izquierda, próxima a un biombo que ocultaba el rincón formado por la pared izquierda y la puerta «de entrada».

La mujer estaba concentrada en su trabajo, con la vista baja, y no parecía prestar atención a-lo que sucedía; descubrí, sin embargo, que de vez en cuando levantaba la vista con disimulo para espiarme, y que también tenía miedo.

Detrás de la mujer, y contra esa pared izquierda, había una cama que no llegaba a ser matrimonial, aunque más grande que las de una plaza. Entre la cama y la mesa de cocina, sobre la pared correspondiente a la puerta «de salida», había una cocinilla. No recuerdo otros elementos del mobiliario, o decorativos. Mis ojos se posaron finalmente en los platos de comida. Había carpe, cortada en pequeños trozos, y pan y queso; también un par de manzanas no muy atractivas.

Comencé a hablar con fluidez, a explicar mi situación. Al cabo de unos instantes los músculos del hombrecillo parecieron relajarse un poco, y la mujer me miraba ahora sin disimulo. Continué hablando unos instantes, con cierto entusiasmo por el avance logrado, y finalicé con una exhortación a ser invitado a comer.

El hombre permaneció mudo un par de minutos, y al fin carraspeó y abrió la boca; luego la cerró. Volvió a carraspear, y por último dijo algo que no entendí.

Lo miré en forma interrogativa. El hombre repitió su frase y me di cuenta de que hablaba en un idioma que me era desconocido. Pregunté entonces si no habían entendido nada de mi discurso; respondió el hombre encogiéndose de hombros y mostrando las manos vacías.

A pesar del intento de diálogo, el miedo persistía en la pareja, revestido de ese aspecto de indiferencia o dignidad. Seguían a la expectativa y ninguno “se movía de su sitio. Se notaba claramente que todo lo que deseaban era que me fuera de allí lo más pronto posible. Me pareció estar en la situación de alguien que se pierde en un hotel y entra por error en una habitación ajena: correspondía sin duda pedir disculpas y alejarse, pero para mí las cosas no eran tan sencillas.

Me pregunté si aquello no sería realmente un hotel; ello explicaría muchas cosas; pero pensé que, desgraciadamente, no todas: cómo había llegado allí, por qué no se podía avanzar más que en una dirección, y atravesando forzosamente las habitaciones, en lugar de pasillos; pero el momento no era muy indicado para cavilaciones. Intenté, entonces, otros idiomas; tanto al inglés, como al francés, como a las tres palabras que sé de alemán y a las dos de ruso, el hombrecillo respondió con un movimiento negativo de cabeza. Después dijo una frase más larga que la anterior.

Con cautela, pues temía que el miedo pudiera inducirlos a una reacción violenta, me fui moviendo hacia la mesa. Cuando estuve al lado miré al hombrecillo y le señalé el plato de carne, y luego me señalé el estómago. Él se encogió de hombros. Miré la mujer, quien no hizo ningún gesto de oposición. Siempre la expectativa temerosa. Entonces tomé con la mano un trocito de esa carne cocida, y me lo llevé a la boca. Después otro, que acompañé con un pedazo de pan, y terminé por comer la mitad de la carne y buena parte del queso y del pan.

Después me encontré sin saber qué hacer. Tenía ganas de tirarme en la cama a descansar; pero la pareja seguía firme, cada uno en su sitio, sin mostrar signos de cortesía; incluso parecían malhumorados. Pensé que si desde un primer momento hubiese utilizado en mi provecho el miedo que les producía, habría podido conseguir alguna otra ventaja. Pero no lo había hecho, y ahora las fuerzas estaban parejas. No se animaban a echarme, pero ya era demasiado tarde para conseguir una invitación a permanecer.

Me llevó un instante resolver el problema de la puerta que debía usar; si salía por la que había entrado no hallaría nada que valiera la pena; era volver a la oscuridad y al frío; pero tenía una ventaja; la próxima vez que tuviese hambre podría regresar allí, cosa que me sería imposible si usaba la puerta «de salida» y el hombre decidía cerrarla. Pero enseguida concluí en que no tenía sentido volver a los mismos lugares; mi problema principal no era alimentarme, sino salir de ese lugar, donde ya había perdido demasiado tiempo.

Me acerqué a la puerta de salida y la abrí con precaución; del otro lado también había luz. Asomé la cabeza por la puerta entornada y miré al interior; no estaba vacía, sino que se repetían más o menos los mismos elementos que en ésta, pero sí deshabitada. También advertí platos de comida en la mesa.

Esto me alentó a dar unos pasos más en la habitación. A mis espaldas sonó de inmediato el estampido de la puerta cerrándose con fuerza. El hombrecillo había decidido actuar enérgicamente; ya me sería imposible volver atrás.

A pesar de todo probé el picaporte, y empujé y tiré; como esperaba, no conseguí nada. Golpeé la puerta con los puños y grité una serie de insultos contra el hombre de ropas ridículas y su mujer. No recibí ninguna respuesta.

Eché un vistazo desganado a la habitación. Me pareció que correspondería hacer una inspección a fondo, aprovechando la iluminación, pero me sentía sin fuerzas. Casi sin quererlo me encontré quitándome parte de la ropa y metiéndome en la cama que, como en la pieza anterior, estaba ubicada sobre la pared izquierda; durante breves instantes medité sobre si debía o no apagar la luz; no había visto ninguna llave, pero podía aflojar la lamparita; y también pensé en el peligro de dejar encendida la estufa de queroseno. Resolví estos problemas volviéndome hacia la pared y quedándome dormido casi de inmediato.

4

Al parecer, durante el sueño no había concebido mayores esperanzas de que aquello fuese una pesadilla; desperté con la idea más o menos clara de que’ estaba viviendo algo distinto. Eso no evitó mi malhumor ni la prolongación del desconcierto inicial. Por el contrario, ahora que tenía comodidad y estaba libre de algunas urgencias, podía desesperarme haciéndome preguntas y tratando inútilmente de responderlas. Eran varios los problemas planteados: qué me había sucedido mientras esperaba el ómnibus, quién me había llevado allí y por qué; qué era ese lugar y, fundamentalmente, cómo podría salir. Me revolví un buen rato en la cama y al fin me levanté, pensando que el juego intelectual no contestaría las preguntas ni resolvería por sí solo estos problemas.

Tal como sospechaba, detrás del biombo encontré una canilla, en el extremo de un caño que sobresalía pocos centímetros de la pared, y unos artefactos de latón a los que atribuí fines sanitarios. No había toalla y usé mi pañuelo para secarme las manos y la cara: tampoco había espejo.

Al pasarme las manos por la cara noté un poco de barba; supuse que no debía de hacer mucho tiempo que estaba en ese lugar, a lo sumo veinticuatro o treinta y seis horas: a menos que alguien se hubiera tomado el trabajo de afeitarme, para confundirme más.

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