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Me vestí, y examiné brevemente la habitación. Repetía con bastante exactitud la de la pareja, con pequeñas diferencias. La cama era de una plaza; no había sillas, sólo una mecedora; la cantidad de comida era menor.

Encontré una caja de fósforos sobre la mesa, y comprobé que estaba llena. Encendí de inmediato un cigarrillo y me senté en la mecedora.

El biombo que ocultaba los artefactos sanitarios tenía una tela estampada, con el dibujo multiplicado de una flor en colores desteñidos. Mientras fumaba no dejé de observar este dibujo, que me despertaba alguna resonancia en la memoria. Pero no pude ubicar ningún recuerdo concreto.

Las paredes estaban pintadas a la cal, de color amarillo claro deprimente. Las dos puertas, en cambio, eran de un azul brillante que me resultaba pesado. Cerca del techo, no muy alto, había molduras en forma de flor, como recordaba haber visto en las casas antiguas; el detalle me chocó, porque había asociado siempre estas molduras con los techos muy altos; después pensé que estaba perdiendo el tiempo con estas observaciones.

Me levanté y abrí la puerta de salida, para mirar la pieza siguiente. Era similar a ésta y también estaba deshabitada. A primera vista noté alguna variante: había dos sillas y la cama era grande; también me pareció más recargada de objetos. Cerré la puerta y volví a mi mecedora con la idea, que ya se había insinuado en algún momento pero que ahora cobraba un cuerpo más definido, de que esta habitación me estaba destinada.

Al menos, estaba preparada para una persona sola. En la pieza siguiente había más cosas de las que yo necesitaba.

Esta idea me hizo sentir aún más incómodo.

Tiré al suelo la colilla y volví a levantarme. Observé todos y cada uno de los objetos y rincones de la pieza. Detrás de la cortinita de la repisa había cacharros con comida y algunas comidas envasadas. No descubrí nada de mayor interés. No llegué a ninguna conclusión, ni siquiera a un punto de partida.

Parecía que me daban la posibilidad, a veces tan ansiada, de casa y comida gratis. Sonreí. Sospechaba que de cualquier manera algún precio debería pagar por todo aquello si resolvía quedarme. Hacía ya tiempo que sabía que nada es gratuito. Volví a sonreír, ante mis propios pensamientos en torno a la posibilidad de quedarme allí. Me pregunté luego por qué me hacía gracia, y qué había de sustancialmente distinto en mi vida cotidiana para rechazar esa posibilidad tan de plano.

– Ana -me respondí en voz alta. Sustancialmente, Ana. Y luego los parques, y el mar, y los amigos, y quizá algunas otras cosas. Pero todo, en conjunto, no pesaba tanto como Ana. Aunque ella no fuera, también, más que una posibilidad.

Nuestras relaciones no estaban bien definidas. Recordé que la tarde anterior, o lo que parecía ser la tarde anterior, pensaba llevarla al cine. En principio ella había aceptado; después de algunas negativas anteriores, esta aceptación me había parecido un avance notable.

En cambio ahora me encontraba allí en esa pieza, que no tenía nada que ver con nada. Mis pensamientos comenzaron a deprimirme. Guardé de forma mecánica la caja de fósforos en el bolsillo y llevé los dedos al plato con carne fría; noté que tenía otra ven las mandíbulas apretadas y una rabia intensa. Me dispuse a salir.

De pronto, la luz guiñó.

Fue un guiño largo, como los que hacen que se detengan los relojes eléctricos. Me pareció un aviso. Pensé que la luz estaría por apagarse definitivamente.

Me llené la boca de comida, mastiqué y tragué. Encendí un nuevo cigarrillo. El apagón no se hizo esperar; pronto la habitación quedó en una oscuridad total.

Me dirigí a tientas hacia la puerta de salida, y la abrí; en la pieza siguiente tampoco había luz. Retrocedí, y sin recordar que no era posible, quise abrir la puerta de la pieza de la pareja: de todos modos, tampoco se filtraba luz por debajo.

Resolví entonces volver a acostarme. Eché una maldición en voz alta. Recién me había levantado, y cobrado el impulso necesario para seguir avanzando.

Esperé unos minutos, y al fin me acosté. Di unas últimas pitadas furiosas al cigarrillo y lo aplasté contra el piso. Rezongué un rato en voz alta, repasando todo mi repertorio de malas palabras, aunque no sabía contra quién dirigirlas. Y muy pronto, aunque hasta ese momento no había sentido ni pizca de sueño, volví a quedar dormido.

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Tiempo después aprendí que estos apagones eran el equivalente de la puesta de sol; cuando desperté, la luz eléctrica estaba nuevamente encendida y comenzaba entonces mi segunda jornada en ese lugar.

Volví a lavarme la cara y las manos, a toser, escupir y orinar. Decidí dejarme el pelo sin peinar, y noté que otra vez tenía hambre. Me dirigí a la mesa y me sorprendió encontrar el plato lleno de carne. Y algo en que no había reparado: una cacerolita con café. Elegí el café, y puse la cacerolita sobre una de las hornallas de la cocina, que era de gas. Encendí con un fósforo.

Estuve meditando sobre la aparición de la comida; evidentemente, alguien había entrado al cuarto durante mi sueño. Pensé que sería interesante sorprender a esta persona; me prometí no volver a dormir hasta lograrlo. Si todo aquello que me estaba sucediendo tenía algún sentido, podría tal vez averiguarse por intermedio de ese ser, aunque, pensé, ya lo consideraba un enemigo.

Cuando el café estuvo pronto lo serví en una tacita, le agregué azúcar y lo bebí lentamente. Encendí un cigarrillo. Luego eché un vistazo general, más bien inútil, a la habitación, y pasé a la siguiente. Hice una inspección desganada. Sentía que algo en mí no funcionaba bien. Sin embargo, continué con mi tarea, sin ningún resultado y después pasé a otra habitación.

Estaba también desocupada, y los elementos ofrecían pequeñas variantes. Adecuada para una persona sola, se parecía más a la pieza en que había dormido que a la inmediata anterior.

Algo dentro de mí seguía enviando señales de angustia. Inspeccioné detrás del biombo, levanté la cortinita de la estantería, descubrí como novedad un cuadrito tonto colgado en la pared (el dibujo, o reproducción de una pintura, que quería representar una habitación parecida a éstas, en el estilo de las reproducciones de las revistas ordinarias).

La angustia desbordó de pronto. Me sentí oprimido, lleno de rabia y de impotencia. Recordé mi cita con Ana, y toda esta situación no prevista, no buscada, no explicada, se me presentó de golpe con efecto aniquilador.

Pensé que era estúpido hacer las cosas que estaba haciendo. Me precipité en la pieza siguiente, y luego en la otra, y así recorrí como un huracán una serie de piezas desocupadas, todas parecidas entre sí, hasta que me encontré otra vez con seres humanos.

Me quedé cortado. Había entrado como una tromba, y el hombre -tan gordo, tan pequeño, con ropas tan ridículas como el anterior, aunque no era el mismo- saltó de su asiento y quedó también cortado, frente a mí, a dos pasos. La mujer, que en el instante anterior debía de tener una expresión plácida, o tonta, sentada en su mecedora, dio un pequeño grito ahogado y se llevó la mano a la garganta. Tenía los ojos muy abiertos.

– Disculpen -dije, y se notaba en mi voz toda mi irritación-. No estoy aquí por mi gusto. Supongo que no entienden nada de lo que digo, ¿verdad?

Mi tono interrogativo recibió una sacudida negativa de cabeza por toda respuesta.

– Bueno, adiós -dije, y retomé mi ritmo de fuga. Salí por la puerta de salida y me encontré en otra pieza deshabitada; luego, otra pieza deshabitada. Ahora, el encuentro último me hacía pasar de una pieza a otra con mayor precaución, para no provocar situaciones violentas. Pero seguía bullendo de rabia, y de todas maneras mis movimientos eran bruscos.

En otra habitación había toda una familia; a la pareja se había sumado un par de muchachos jóvenes. Saludé a todos con una pequeña reverencia y seguí mi camino, dejando atrás expresiones de asombro.

Más piezas desocupadas, más familias de diversa composición; alguien, en una de ellas, me dirigió la palabra; algo que por supuesto no pude entender. Sin embargo me detuvo. Era un hombre que no se destacaba en absoluto de los que había visto allí hasta el momento; con todo, su expresión era un tanto más benigna, casi diría más inteligente. La mujer estaba ocupada en alguna tarea doméstica, manipulando los objetos de la mesa; apenas interrumpió su labor cuando aparecí.

El hombre volvió a hablarme y su tono era amable. Yo sonreí, y le hice entender que no comprendía.

Sacudió la cabeza varias veces, con pena, y cuando iba a continuar mi camino pareció querer detenerme con un gesto. Luego miró a su mujer con el rabo del ojo, como considerando un problema.

Me miró nuevamente. Supuse que estaría dudando entre escaparse conmigo o continuar allí. Me pareció que la posibilidad de un compañero de viaje de su condición no me significaba ninguna ventaja; por algún motivo había desarrollado desde el primer momento una especie de odio, o más bien desprecio, hacia toda esa gente de las piezas. No le concedí mucho tiempo para resolverse. Apenas murmuré una palabra de despedida y salí; esperé unos instantes en la pieza siguiente, que estaba deshabitada, pero el hombre no se animó a seguirme.

Mi velocidad fue reduciéndose en forma apreciable. No sólo estaba cansado físicamente; la angustia que me había proyectado con furia hacia adelante ya se había ido diluyendo con el ejercicio, los nuevos encuentros, y el fracaso de mi búsqueda de una salida; había dejado paso a otra clase de angustia, más resignada, y también la duda tendía a inmovilizarme. Había llegado el momento de replantear mis métodos; sospechaba que el anterior, la inspección minuciosa de cada pieza, era más correcto que la huida desenfrenada; pero tampoco tenía seguridad de que me sirviera de algo, y siempre quedaba la posibilidad de que en la pieza siguiente estuviera la ansiada salida al exterior.

Al mismo tiempo intuía que no iba a ser tan simple hallar una salida: que, independientemente de cómo había llegado a ese lugar, esta llegada no podía ser casual, y supuse que la salida tampoco habría de serlo. De todos modos no tenía ánimos para proseguir con la inspección metódica. Contemplé la posibilidad de instalarme en alguna de esas piezas desocupadas durante un tiempo, para descansar y dejar que se restablecieran un poco mis nervios. Pero sentí que la ansiedad no me permitiría descansar.

Mientras manejaba estos pensamientos seguía mi recorrido, a paso normal, y no prestaba más que escasa atención a lo que veía. Debí de atravesar una larga serie de piezas desocupadas antes de hallar una familia, y luego otra; y al continuar avanzando advertí que las piezas ocupadas comenzaban a darse con mayor frecuencia. En cada una de ellas se producía algún incidente menor; debí de concluir que no sólo no era habitual que alguien hiciera este recorrido, sino que debía de ser un fenómeno muy ‘, poco frecuente o tal vez no previsto. El denominador común era la sorpresa, a la que a menudo se agregaba el miedo.

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