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PRIMERA PARTE

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En la oscuridad total, mis ojos buscaron una referencia y se volvieron a cerrar, sin haber encontrado las rayas horizontales, paralelas, que habitualmente dibujaba la luz eléctrica de la calle, o el sol, al filtrarse por entre las tablillas de la persiana. No me podía despertar; y aunque no recuerdo ninguna imagen, ningún sueño, pienso en mí mismo, ahora, como en un ser que vagaba sin rumbo, con los brazos colgando flojos, sepultado en el fondo de una materia densa y oscura, sin ansiedad, sin identidad, sin pensamientos.

Mucho más tarde, la orden de despertar; y el ser comenzaba a moverse con un asomo de inquietud, como si buscara una salida que no conocía o que no recordaba.

La orden se hacía más apremiante, y con ella la comprensión de la necesidad imperiosa de salir; y hallaba el camino, hacia arriba, hacia una anhelada superficie. La materia tenía varias capas, que se hacían menos densas a medida que ascendía, y la velocidad de mi ascenso se aceleraba progresivamente. Me proyectaba en forma oblicua hacia la superficie; y, por fin, como un nadador que saca la cabeza fuera del agua y respira una ansiosa bocanada de aire, desperté con un profundo suspiro.

Fue entonces cuando mis ojos se abrieron y, desconcertados, volvieron a cerrarse. Mi sueño se hizo luego más liviano, hasta que volví a despertar, con una lucidez mayor.

Advertí varias cosas: que hacía frío, que ese lugar no era mi dormitorio, que estaba acostado sobre un piso de madera sin colchón ni cobijas, en una oscuridad total; y que tenía puesta la ropa de calle.

La lucha contra la pereza fue en esta ocasión necesariamente más breve que de costumbre; la incomodidad del piso desnudo no lo permitía. Me incorporé, gruñendo malhumorado, y mi queja fue acompañada por crujidos de las articulaciones. Me froté brazos y piernas y tosí; los bronquios silbaban al respirar el aire húmedo, y me dolía la garganta.

Mientras buscaba a tientas algún elemento conocido, se me plantearon las preguntas de rigor: dónde estaba, cómo había llegado allí. En realidad esta segunda pregunta tardó un poco más en formularse; aún no había aceptado el hecho de hallarme en un lugar no previsto, y forzaba la memoria, buscando entre las últimas imágenes de mi vigilia, con la certeza de que pronto todo habría de ajustarse con una explicación sencilla: la borrachera en una fiesta, la tormenta que me había sorprendido, en una casa ajena, la aventura inusual que me había llevado a dormir fuera de casa. Alguna vez, aunque no con frecuencia, me había sucedido despertar sin comprender dónde me hallaba; pero era suficiente reconocer la moldura del respaldo de la cama, o el color de una cortina, para hacerme enseguida una composición de lugar, para despertar súbitamente toda la memoria última. En este caso no había-ningún elemento desencadenante, y la misma carencia de elementos no tenía para mí ninguna significación.

Mi memoria se había detenido, empecinada, en un hecho trivial; y se negaba a ir más allá: una tarde soleada, otoñal, y yo que cruzaba la calle en dirección a una parada de ómnibus; había comprado cigarrillos en un kiosco, y daba algunas pitadas al último de un paquete que acababa de tirar a la calle hecho una bola; llegaba a la esquina y me recostaba contra una pared gris. Había otras personas, dos o tres, esperando también el ómnibus. Pensaba que esa noche Ana y yo iríamos al cine. En este punto se detenían los recuerdos.

Mis manos encontraron ahora una pared, y pegado a ella comencé a recorrer lentamente la habitación buscando una ventana o una llave de luz. Era una pared áspera, pintada quizá a la cal.

Llegué a un rincón sin haber hallado nada; seguí mi búsqueda a lo largo de la nueva pared, y luego de cierto trecho mis dedos reconocieron el marco de madera de una puerta, luego la puerta misma, y finalmente su picaporte.

No intenté abrir de inmediato; me tranquilizó saber que había una salida, pero se me creó la inquietud de no saber si era procedente que yo la utilizara; pensaba en gente durmiendo, o en alguna actividad que mi presencia pudiera molestar; o que, por algún motivo, no me conviniera ser visto allí: apelé de nuevo a la memoria, pero no obtuve el menor indicio de dónde estaba, ni de por qué estaba allí. Me sentí al borde de un ataque de nerviosa Traté de controlarme. Tal vez podría haber resistido un tiempo más, permitiéndome seguir rebuscando en la memoria; pero tenía necesidades físicas urgentes: hambre, frío, ganas de orinar, y mis huesos necesitaban reposar sobre algo blando. También tenía ganas de fumar, y el paquete, presumiblemente el mismo comprado en el kiosco, estaba intacto en el bolsillo del saco; lo abrí y saqué un cigarrillo que llevé a los labios, pero luego me fue imposible encontrar el encendedor. Bruscamente tomé el picaporte y lo hice girar; en primer término empujé la hoja de la puerta hacia afuera, luego tiré de ella hacia mí, pero en ninguno de los casos obtuve resultados.

Acerqué un ojo a la cerradura; no logré ver nada. Comencé a sentir un miedo muy intenso. Probé nuevamente el picaporte, sacudí la puerta. La golpeé con los puños y con los pies; no sucedió nada.

Escuché cómo, fuera de mi voluntad, un sonido quejoso escapaba de mi garganta. Con los puños y la mandíbula apretados, y un temblor que me recorría el cuerpo, proseguí entonces mi recorrido, adosado a la pared, arrastrando los pies, extendiendo los brazos.

Llegué a otro rincón y la nueva pared se presentó al tacto de mis dedos tan desnuda como el resto conocido de la pieza.

Mi memoria seguía trabajando por su cuenta; me presentó más detalles de su último registro; la cara del hombre del kiosco, sus bigotes caídos, su mirada azul aguachenta; un árbol próximo a la esquina, con brillos dorados en las hojas secas, y la hoja que caía, recién desprendida de la rama, mientras yo cruzaba la calle; el número exacto de, las personas que esperaban el ómnibus en la parada: eran tres, dos mujeres (una con tapado marrón, la otra con saco rojo, ambas de espaldas) y un hombre pequeño, recostado contra el árbol, un pie apoyado en el suelo y el otro en el árbol.

Llegué a un nuevo rincón de la pieza y muy cerca de él, al parecer enfrente de la otra, hallé una nueva puerta. Las manos me temblaban al hacer girar el pomo: empujé la hoja y esta vez sí, la puerta se abrió.

Me encontré ante una nueva oscuridad.

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Luego, hasta donde me era dado conocerlo, comprobé que esa habitación repetía exactamente a la anterior. La misma oscuridad, el mismo frío, las mismas dimensiones; igual en su desnudez y mutismo.

Cuando hallé, justo enfrente a la puerta que había usado para entrar, una nueva puerta que abría a una tercera pieza obscura, el desconcierto y el miedo me dominaron ya sin ningún disimulo.

Estaba parado junto a la nueva puerta abierta, y me derrumbé. Me dejé caer al suelo y el torbellino mental se desató incontrolable. No puedo calcular cuánto tiempo estuve tirado allí, ovillado, sollozando, todo el cuerpo recorrido por un temblor constante.

No buscaba, ya, comprender ni recordar; sólo anhelaba un refugio, un lugar cómodo y abrigado donde permanecer, tapado con mantas, entregado al sueño o a la locura. Pero las condiciones eran realmente crueles, y como mi mente resistió hasta el final el largo estallido, el agotamiento nervioso se tradujo en tranquilidad, o más bien insensibilidad, y resolví seguir moviéndome. No tenía otra elección. De haberla tenido, habría optado por la otra, cualquiera que fuese. Pero así, presionado por las urgencias físicas, no pude hacer otra cosa que incorporarme, sacudirme el polvo de la ropa, y proponerme a mí mismo algunas palabras de consuelo y esperanza. Al mismo tiempo traté de contener las preguntas que seguían bullendo, diciéndome que ya encontraría, a su tiempo, una respuesta para todo.

Me dediqué a examinar la nueva pieza con el mismo cuidado que las anteriores. Hice un alto para:orinar contra la pared, en un rincón. El alivio de la necesidad, y por otro lado su formulación agresiva, hicieron que me sintiera mejor.

Había perdido, sin darme cuenta, el cigarrillo sin encender que llevaba en los labios; extraje otro y lo mantuve en un costado de la boca. Mecánicamente mi mano buscó otra vez el encendedor en los bolsillos, sin éxito, y al mismo tiempo noté que además me faltaba el reloj; pero en el bolsillo interior del saco estaba aún la billetera con los documentos y, aparentemente, todo mi dinero.

Ahora me movía con mayor facilidad, y pude calcular que la habitación era cuadrada, o casi cuadrada, y que tendría algo más de tres metros de lado. Allí tampoco hallé ventanas, ni llaves de luz, ni muebles; sólo la puerta por la que había entrado y otra, enfrente, por la que debería salir.

Pasé, entonces, a una cuarta pieza, y a una quinta, y a una sexta,,y así hasta perder la cuenta. Afortunadamente conservaba esa calma insensible conseguida después del estallido; continué actuando con método, como si se tratara de un trabajo de rutina que no tuviera nada que ver conmigo. Sentía desfilar distintas emociones, que examinaba y dejaba pasar sin que mi mente interviniera en mayor grado. Tuve un debilitamiento cuando apareció la imagen de Ana; allí se me hizo más difícil mantener el control; pero, de alguna manera, comprendí que estaba haciendo lo único posible y que cualquier debilidad podría llevarme, justamente, a perder a Ana en forma definitiva. Me las arreglé de manera que su imagen permaneciera presente pero sin cargarme de ansiedad. Pensaba que en cualquier momento podría romperse este equilibrio; ese lugar parecía extenderse sin fin, y el hambre y las ganas de fumar me seguían escarbando; también pensé que si encontraba una última puerta, cerrada, sería el fin de mi razón.

No tengo idea del número de piezas oscuras ni tampoco del tiempo que me llevó recorrerlas; tengo la impresión de que no fueron menos de diez, ni más de veinte, y que transcurrieron varias horas, por lo menos tres o cuatro; pero no puedo ser más preciso, y quizá esté muy lejos de lo cierto.

Me movía cada vez con mayor soltura, aunque sin perder el miedo a toparme con algo; esta combinación me hacía efectuar una nueva clase de movimientos, de elasticidad controlada, como los de un bailarín. Y la actividad física me hizo entrar en calor y pude así descartar uno de los inconvenientes del lugar. El cigarrillo se humedecía en mis labios y periódicamente debía tirarlo y sustituirlo por otro; era el hambre, que me llenaba la boca de saliva.

En una de las piezas hice un descubrimiento descorazonador. Al entrar, y por distracción o por un movimiento reflejo, cerré la puerta a mis espaldas. Tuve de inmediato el íntimo convencimiento de que había cometido un error, y traté de abrirla. Me fue imposible.

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