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Intenté, honestamente, adaptarme al lugar y a las circunstancias. Alicia me había hecho comprender, en largas conversaciones, que mis peripecias iniciales me habían dañado el sistema nervioso; que no tenía sentido continuar esa búsqueda, seguir saltando de un sitio a otro sin aceptar ninguno; que debía controlar la ansiedad, tratar de ver con otros ojos lo que me rodeaba. En la casita, situada en un lugar apacible, podría recuperarme, tranquilizar mis nervios, buscar una solución verdadera.

Sentí que había mucho de cierto en todo eso, cada día me costaba más razonar con claridad, y pasaba largas horas de aparente meditación en las que en realidad tenía la mente en blanco, o trabajando por su cuenta ajena a mi conciencia, sin que yo participara mayormente.

Decidí que, por lo menos, necesitaba unas vacaciones. Me dediqué a una huerta que había en el fondo, y aunque no creo que mi trabajo haya sido muy útil, me sentí mejor durante un tiempo. También mi relación sexual con Alicia, sin alcanzar niveles excepcionales, me ayudaba a la pacificación interior.

De forma irregular hallábamos a veces paquetes con carne, o comida envasada; y una mañana aparecieron en la huerta dos gallinas atadas con un hilo a una estaca clavada en la tierra.

Algunas de las casitas y ranchos vecinos estaban habitados. No logramos, sin embargo, la menor comunicación con esas gentes. En su mayoría eran viejos campesinos que nos miraban con temor y cerraban las puertas a nuestro paso; si saludábamos a alguien con quien nos cruzáramos en el camino, respondía brevemente sin detenerse ni mostrar simpatía, o seguía de largo sin responder.

Un viejo de grandes bigotes y sombrero de alas pasó un día frente a nuestra puerta, llevando una azada al hombro, y pareció mostrar cierta curiosidad. Me acerqué a él e intenté el diálogo; a pesar de la buena voluntad por su parte, resultó también imposible. Hablaba el mismo idioma, o uno muy similar, que los habitantes de las piezas de mi recorrido. Se encogió de hombros y siguió su camino.

En dos o tres oportunidades di paseos largos, que me llevaron allá donde las casas se veían más concentradas. Quedaba bastante lejos, y a veces me daban ganas de seguir alejándome y ver qué aparecía más allá.

El poblado no tenía un mecanismo muy distinto al de la zona en que nos encontrábamos; no llegaba a ser un pueblo, no parecía haber organización ni mucha mayor conexión entre los habitantes. Tampoco vi comercios de ningún tipo.

Aunque me fue imposible comunicarme con ninguna persona, me enteré, sorprendido, de que allí el idioma variaba ligeramente, e intercalaban abundantes palabras de raíz latina, algunas españolas, con ciertas deformaciones. Esto me llevó a pensar que quizá si seguía en esa dirección, llegaría a encontrar un lugar donde pudiera entenderme con la gente.

Un día descubrí que Alicia intercambiaba algunas palabras con el niño, en el idioma extraño. Sin saber por qué me sentí atacado por un gran enojo repentino. Apreté los puños y la sangre me bullía. Pensé decir algo, pero me mordí los labios; no tenía, racionalmente, ningún motivo para enfurecerme.

El niño parecía feliz todo el tiempo. Su vitalidad era desbordante y allí tenía espacio de sobra para sus juegos. Cada vez se llevaba mejor con Alicia; más allá de las pocas palabras que podían intercambiar, se entendían a la perfección; pensé que mucho más que si él fuera su verdadero hijo.

Me entretuve mucho tiempo en mis apuntes: los copié a máquina, pues ya eran demasiado nutridos y abultaban mucho en mi saco, y a veces me resultaba difícil entender mi propia letra. Trataba de no separarme de ellos. Suprimí muchas partes, que ahora veía demasiado detalladas y sin importancia, tratando de conservar y mejorar la redacción de aquellas partes que ahora sentía como fundamentales. Así se fue estructurando este relato; no es un diario de viaje, no es una versión estricta y cronológica, sino apenas un registro de mis impresiones y razonamientos, una visión subjetiva de las cosas vividas, que tal vez difiriera enormemente de la versión de otra persona que hubiese vivido los mismos hechos. No sé, tampoco, por qué me tomaba ese trabajo; pero me gustaba, me hacía bien, más allá del cansancio físico, también saludable, que me producía.

Lentamente fui sufriendo un proceso, en el que noté la agudización de mis males. El remedio, que pareció funcionar bien durante los primeros tiempos, comenzó a parecerme una postergación y nada más.

La idea de irme, sin embargo, se había hecho borrosa. Estaba siempre presente, pero exclusivamente como imagen, como algo detenido, que no tenía fuerza para moverme a la acción. Me sentía cómodo y seguro; por momentos, al pasar por mi imaginación, la idea de partir, la encontraba ridícula. Sin embargo, la necesidad de hacerlo iba cobrando cuerpo, se iba apoderando de mi ser de tal manera que me fui transformando.

Noté que también Alicia se transformaba. Pero ella parecía no tener conflictos, en cierta forma se transformaba en una dirección opuesta a la mía. Una vez la vi, por un instante, exactamente igual a una de aquellas mujeres viejas de la primera etapa de mi recorrido. Quizá fuera una alucinación momentánea; pero en adelante no pude verla con los mismos ojos. La espiaba, y notaba siempre algún detalle, del rostro o del cuerpo, o algún gesto, algo que me, traía de forma inevitable aquella imagen fugaz.

En un principio mi propia transformación fue apenas la agudización de la indiferencia hacia Alicia y hacia todo lo que me rodeaba; procuraba esquivarla la mayor parte del tiempo, ocupado en mis apuntes o en largos paseos, o en la huerta.

Luego comencé a odiarla, y tuvimos discusiones, cada vez más fuertes; hacia el anochecer, en los últimos días, sentía que la angustia me alteraba también físicamente. La mandíbula se me apretaba, los hombros se encogían, el izquierdo más alzado que el derecho (y sólo me daba cuenta de ello cuando los músculos acalambrados me dolían), y luego sentía que se me hinchaban el cuello y la cara. De nuevo se me embotaba la mente, y más de una vez encontré alivio en el llanto.

Pero, en general, la tensión buscaba evadirse en las interminables discusiones con Alicia, acerca de cualquier cosa, que a veces se prolongaban hasta el amanecer.

Un día resolví irme. Fue la discusión más seria. Alicia lloraba y llegó a insultarme. Yo sentí ganas de estrangularla; pero de pronto me invadió una gran serenidad.

La resolución de irme. Esto era lo único que me había serenado, siempre. Y esta resolución había sido nuevamente tomada en lo profundo de mi ser, y supe que nada podría cambiarla; y esta confianza me devolvió, en el momento, a mí mismo. Dejé de discutir y adopté un tono más cariñoso.

Había vuelto a la indiferencia; ya no sentía odio, ni sentimientos de ninguna clase hacia esa mujer. Ella se confundió, y creyó ver en mí una vacilación; trató de ganarme.

Le expliqué una vez más que no había nada que hacer. Vino, entonces, el reproche lloroso de que yo no podía abandonarla así.

– No te abandono -respondí, con calma, y le acaricié una mejilla-. Sigo mi camino. Recuerda nuestro convenio, al salir de aquel patio. Nos acompañaríamos hasta llegar el momento de separarnos. Por otra parte, no te impido que vengas conmigo.

Los argumentos no la convencían, y, seguía llorando.

– ¿No comprendes que me estoy muriendo, aquí? -le dije, pero esto no le interesaba. Sólo pensaba en su propia situación. Entonces junté mis escasas pertenencias, cosas que me cabían en los bolsillos, besé al niño y también a Alicia, y eché a andar por el camino.

Atardecía.

Ella no se atrevió a seguirme. Me miraba desde la puerta, llorando siempre. A mí, el renovado miedo a la soledad y la incertidumbre me volvían a apretar el pecho y la garganta; pero mi corazón saltaba con felicidad nerviosa. El niño también me miraba desde la puerta, sin comprender. Por un instante, al darme vuelta y mirarlos por última vez, las piernas se me aflojaron, me cargué de culpa y de dolor, y mi voluntad flaqueó por última vez. «No se debe mirar hacia atrás», pensé, y seguí andando a paso marcial, tratando de no pensar.

Llegué al poblado y seguí de largo. Caminaba sin esforzarme ni detenerme, a buen paso pero sin apuro. Al caer la noche vi que, más allá, se encendía luz eléctrica en algunos lugares. Cuando me sentí cansado, entré en una casa y dormí.

A la mañana siguiente comí algo y seguí viaje, al mismo ritmo indiferente y mecánico; pasé por nuevos lugares poblados, cada vez más densos y amplios; pero recién a la noche, cuando el sol apenas se había puesto, llegué a la ciudad.

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