El agua la fue cubriendo, y cuando le llegaba a la cintura se sumergió. Nadó un rato por debajo del agua y apareció un poco más lejos; luego siguió nadando.
Me tendí sobre una roca. El sol no era muy fuerte, y ese calor era exactamente lo que necesitaba. Resolví quitarme la ropa yo también, y volví a tenderme, ahora sobre la arena. Ya no había en mí pensamientos eróticos; después, conseguí alejar todo tipo de pensamientos.
No advertí que había regresado hasta que su carne blanca pasó delante de mis ojos; yo estaba echado de costado, la cabeza apoyada sobre mi brazo derecho extendido, y vi cómo se vestía sin preocuparse de que su cuerpo estuviera todavía mojado, ni de que yo la observara. Mostraba en la cara una felicidad intensa, casi mística.
Me puse mis ropas y fui a sentarme junto a ella. En el bolsillo conservaba el frasco que me había regalado; bebimos unos tragos del licor y ella tomó el frasco vacío y lo arrojó al agua. Flotó unos instantes y luego se hundió.
Nos observamos largamente. Me seguía desconcertando ese tiempo suyo: parecía no esperar nadé, como si se sintiera bien de continuo, sin la necesidad de hacer nada para evadir el minuto presente; no había conocido nunca a un ser tan lejos de la ansiedad o del miedo, una especie de animalito feliz. Me miraba sin ninguna expresión en particular; estaba seguro de ser para ella un objeto lindo, tan lindo como un trozo de la muralla o como el tapón del frasco que había quedado sobre la arena, o como todos y cada uno de los objetos que componían su mundo. Y esta idea no me hacía sentir rebajado a la condición de objeto; por el contrario, me sentía integrado a ese mundo tan especial, donde todo estaba vivo, donde las rocas y los tapones de los frascos adquirían, junto a ella, una dimensión distinta; me sentía orgulloso de formar parte de esa colección, aunque abarcara todos los objetos posibles, quizá porque tenía la certeza de que no debían de ser muchos los seres humanos con los que ella compartía su alegre soledad.
Me sentí humillado cuando necesité tomarle una mano entre las mías; lo sentí como un gesto vano de posesión, que me situaba muy lejos de lo que era ella. Pero ella no varió su actitud, y me siguió contemplando inexpresivamente, y supe que estaba viviendo todo al mismo tiempo, saboreando el aire y el sol y el ruido del mar y mi presencia.
La jornada concluyó esta vez con la puesta de sol, que se había ido hinchando y enrojeciendo sobre el horizonte. Aun antes de que fuera tragado por el mar, el aire se volvió frío, y noté que la muchacha, como yo, temblaba ligeramente. Di un último vistazo a la playa y, de común acuerdo, emprendimos el camino de regreso por donde habíamos venido.
Se me había ocurrido que los otros túneles merecían ser explorados; pero no quise arruinar la paz que había obtenido, ni crear la menor posibilidad de una separación de Mabel. La seguí por el túnel, en un recorrido que ahora me resultaba más fatigoso. Desembocamos en la pieza, que ya estaba a oscuras. Encendí un fósforo.
No había comida sobre la mesa, ni estufa de queroseno. Sin embargo no quise abandonar esta habitación que contaba con el precioso tesoro de la desembocadura del túnel. El fósforo me quemó los dedos; lo arrojé al suelo y encendí otro.
Esta vez Mabel se quitó los zapatos antes de acostarse.
El sueño me iba dominando. Yo tampoco me desvestí: solamente me quité los zapatos y el saco, después de haber arrojado el segundo fósforo, y por algún motivo no razonado, a tientas, empujé la cama contra la pared.
Luego me acosté y pasé el brazo derecho por debajo de la cintura de la muchacha, y me dormí de inmediato.
El despertar trajo consigo un nuevo período de desolación.
La luz estaba encendida, Mabel no estaba a mi lado, y mis bronquios se quejaban con intensidad. El frío y la humedad eran realmente crueles y de las paredes descascaradas parecía desprenderse continuamente un aire maligno, enfermante.
Me costó mucho resolverme a salir de la cama. Cuando lo hice, advertí que la pieza no había sido visitada por los seres anónimos; todo presentaba el mismo aspecto de lugar olvidado. Tampoco Mabel había dejado rastros. Allí no había nada que atestiguara su presencia. Sentí una punzada en el corazón ante el presentimiento, casi una certeza, de que había desaparecido de mi vida para siempre.
Retiré la cama y contemplé el boquete. Me pareció increíble que condujera a una linda playita. Volví a empujar la cama contra la pared, dudando de mis recuerdos del día anterior, y me acosté.
Al rato sentí hambre. Me levanté y busqué detrás de la cortina raída de la estantería; sólo había un paquete de arroz, y otro de fideos.
Fui hasta la puerta de salida y espié hacia la pieza vecina. Estaba tan vacía y presentaba un aspecto tan desolado como ésta. Sobre la mesa no había comida fresca. Tampoco había café.
Volví a la estantería y tomé el paquete de arroz. Sin mucho entusiasmo me puse a calentar agua, y herví unos puñados que más tarde comí con desgano. Luego volví a acostarme.
Así pasó esa jornada, y la siguiente, y la tercera. La única variante era que cada vez me sentía más enfermo. Tuve que abandonar la pipa, porque mis bronquios ya no la toleraban. A menudo tosía, con una tos seca que me hacía doler el pecho, y estornudaba. Por momentos me sentía afiebrado.
Pero el secreto de mi enfermedad no estaba tanto en el aire que respiraba como en la espera inútil del regreso de la muchacha.
También sabía que las condiciones se habían hecho más duras, y que cualquier resolución que tomara debería ser formulada dentro de un plazo fijo, muy breve; no podía seguir en esa pieza insalubre, y la comida -el arroz, los fideos- estaba tocando a su fin.
A la jornada siguiente debería resolver qué rumbo tomar: si continuar avanzando, o si retornar a la playa y explorar los nuevos túneles. También, y esta última posibilidad era más acorde con mi estado de ánimo, podría continuar allí, a esperar la muerte, dándome por vencido. Pero sabía que no habría de hacerlo aunque me lo propusiera. Siempre me resultó imposible elegir un callejón sin salida. Un poco por cobardía, otro poco por curiosidad, siempre había optado por seguir viviendo un rato más.
Al despertar en la cuarta jornada en esa habitación, ya había tomado, íntimamente, una resolución que me pareció atinada: volvería a utilizar el túnel para ir a la playa; era, aunque no contaba con ello, una esperanza de encontrar a Mabel. Una vez en la playa elegiría cualquiera de los otros dos túneles para una exploración cautelosa; en caso de fracasar, siempre tenía la posibilidad de volver a esta pieza, y de allí seguir avanzando en la línea anterior.
Por otra parte, la idea de seguir el avance de rutina también era atractiva. Me parecía evidente que muy pronto debería producirse algún cambio; el deterioro de las piezas no podía continuar de forma indefinida, y aquello tenía que desembocar en algo distinto o, de acuerdo con mi teoría de un lugar circular, encontrarme nuevamente en la primera de las piezas. La verdad es que la única diferencia entre aquella pieza y esta última era la iluminación y el escaso mobiliario.
Pero, de todos modos, elegí la playa. Envolví los últimos granos de arroz cocido en uno de mis papeles y puse el paquete en el bolsillo del saco. Eché un vistazo a mi alrededor y volví a retirar la cama y a dejar el agujero al descubierto. Dudé unos instantes, como buscando inspiración, y al fin me largué por allí.
En esta ocasión, quizá por estar transitando un lugar conocido, el recorrido no me pareció tan largo ni tan penoso, a pesar de mis condiciones físicas, del aire irrespirable y de una nueva sensación de claustrofobia, derivada de la falta de compañía, lo cierto es que llegué a la playita en lo que me pareció un plazo razonable.
Hay imágenes que permanecen en la memoria, que no deberían ser ensuciadas con nuevas versiones. La playita se había registrado en mi mente como un lugar paradisíaco. Con el correr de los días que había pasado en la pieza, esta memoria se había agigantado y ya la playa había pasado a ser un símbolo, no sé si del amor o de la libertad o de la felicidad. De alguna manera había logrado borrar todo el sufrimiento anterior, y sentía que, si alguna vez retornaba a mis lugares cotidianos y narraba a alguien esta historia, ella se habría reducido casi a la escena de la playa, y todos los demás detalles se habrían hecho triviales, como la narración de las vacaciones de un oficinista.
Ahora me enfrentaba a una playa pobre y triste. El sol era pálido, tapado por nubes grises, el mar me parecía sucio y monótono, y el aire me mortificaba en la misma medida que el de la pieza. Una gaviota pasó volando y me gritó algo antes de desaparecer por encima de la muralla, hacia lugares que yo no podía transitar.
Sufrí un acceso de tos. Me subí las solapas del saco y con las manos metidas en los bolsillos contemplé el mar, y el gris de la muralla que se metía en el mar, como el paisaje más triste que hubieran visto mis ojos. Volví a toser.
De pronto me sentí muy viejo y enfermo. Tuve conciencia de un conjunto de cosas que quizá haya ido advirtiendo poco a poco sin tenerlas en cuenta; conciencia de la barba despareja que poblaba mi rostro, del desgaste imposible de mis ropas, de todos los dolores que sentía en cuerpo y espíritu. Conciencia del dinero inútil que aún conservaba en la billetera, que no había podido evitar que me fuera sumiendo lenta e insensiblemente en una miseria que nunca había imaginado. Conciencia del peso de mis hombros, que me curvaban la espalda, y de mi miedo atroz a esta nueva soledad, que en realidad era la misma de siempre. Algunas situaciones insólitas, algunas mujeres, como últimamente Mabel, lograban a veces disimularla, hacer que me olvidara de ella. Pero ahora que estaba presente con toda su potencia, sentía que esa soledad era quizá la única cosa que poseía en este mundo, la compañera fiel que se me había destinado, a la que nunca podría abandonar.
Me dejé caer en la arena y estuve llorando hasta que el frío llegó a hacerse sentir como un dolor en los huesos. Me levanté, me soné la nariz con el pañuelo, y decidí continuar con mi plan de acción, a pesar de la mente y del cuerpo.
Pero me dio mucho trabajo recorrer los pocos pasos que me separaban de la boca del segundo túnel, y me apoyé contra ella en lo que parecía ser el límite de mis fuerzas. Me sentía muy afiebrado. El dolor se había localizado en un punto sobre el pulmón izquierdo, y se extendía levemente por toda la espalda y la cintura. Las piernas estaban flojas, y los ojos me ardían no sólo por las lágrimas.