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Milagrosamente crecía de tanto en tanto algún arbusto, en húmedos huecos en las paredes, y por todas partes había musgo y yuyos. En una pieza encontré, emergiendo de una rajadura muy profunda, una tímida flor amarilla.

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Me había convertido en un ser fantasmal que avanzaba tambaleante; sin embargo, a pesar del hambre, el sueño, el dolor y los mil motivos de desesperación acumulados, había logrado liberarme de todo sentimiento, de toda sensibilidad, y me había aferrado a la única idea en la que creía firmemente: que sólo se trataba de un torneo de resistencia, entre ese lugar y yo. Una de las dos cosas habría de terminarse, por fuerza, muy pronto. Lo único que cabía era avanzar; detenerse era simplemente morir. Mientras tanto, la edificación se prolongaba, agregando deterioros hasta grados increíbles, pero seguía en pie, tan hermética como al principio.

Mi paso no sólo no se debilitaba, sino que mis piernas me llevaban, o al menos así lo creía yo, a mayor velocidad. El sueño me hacía confundir las cosas, y estaba ya acostumbrado a caerme a menudo, por pisar mal, o por ver un camino allí donde había escombros o agua.

Todo había adquirido un tinte tan pesadillesco -y mi vigilia era algo tan parecido al sueño- que, en medio de la fiebre, comencé a sentir cierta felicidad de estar viviendo esta experiencia insólita. Me alegraba, incluso, de estar despierto; me hubiese decepcionado despertar de una pesadilla.

Interiormente estaba convencido de mi derrota, y ya me daba por muerto, como a mi predecesor. Entonces a cada paso perdía un poco más el interés por mí mismo, y lo particular de todo lo que me rodeaba cobraba, por contraste, mayor interés. Me había casi despersonalizado, integrándome como un elemento más a aquella decoración, que llegaba a ser hermosa en toda su miseria; como un esqueleto más, una rata más, un pedazo de ladrillo.

Pero el recorrido entre las piezas llegó justo al límite de lo transitable; me vi obligado a apartar escombros para poder seguir avanzando. No pude serle fiel a mi teoría hasta el final.

Pienso, porque no quiero engañarme, que mi teoría era correcta, aunque no tengo modo de demostrarlo. Pienso que estaba muy próxima una solución favorable.

Pero la tentación de una tercera puerta, que inesperadamente se mostraba en la pared izquierda de una nueva pieza, una tercera puerta libre de escombros -mientras que la abertura de salida estaba casi totalmente tapada-, era insoslayable. No dudé un instante; ni siquiera tuve fuerzas, o la inteligencia de planteármelo, para quitar algunos escombros y, mirar, al menos, hacia la pieza siguiente. Abrí la tercera puerta y empecé a andar por un corredor, largo y mal iluminado, pero seco, que allí nacía.

El corredor no presentaba aberturas, al menos por mí perceptibles en estos momentos; en cambio, de vez en cuando se bifurcaba, y yo elegía al azar; me apoyaba con las manos en las paredes, a veces me detenía unos momentos, para luego continuar tambaleando, pegando con un hombro contra una pared, rebotando hacia la otra, dando, alguna vez, algún paso hacia atrás, fuera de mi voluntad, hasta que hallé, nuevamente, una puerta.

La abrí.

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