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Precisamente yo, muy cansado por la guardia de la noche anterior, iba a proponerme para ocupar ese lugar. No tenía ninguna intención erótica con respecto a la muchacha, quien realmente no me resultaba muy atractiva; simplemente quería dormir cómodo y por otra parte romper la rigidez pudorosa del grupo.

Pero el Francés se me adelantó; explicó que le tocaba guardia esa noche y que tenía necesidad de descansar; que mientras ellos se ponían de acuerdo en la organización de los turnos, él iría a acostarse; y que si su presencia molestaba a la chica sería ella, y no los demás, la encargada de hacerlo saber. Dicho lo cual tomó una manta y se metió en la carpa; al parecer, Alicia no puso inconvenientes.

En el grupo reinaba un silencio resentido; yo también lo estaba en cierta medida, pero me gustó la actitud del Francés. Tomé una manta y me acosté, envuelto en ella, sobre la tierra, cerca de la fogata. Bermúdez estaba pálido de cólera. Tiró al fuego el lápiz y el papel y dijo que así no se podía seguir. El Alemán y el Farmacéutico asintieron gravemente.

– No se lo tomen a la tremenda -dije, sin asomo de ironía, tratando de que mi acento fuese cálido; pero ellos siguieron rezongando; y aún los oía entre sueños; sentí que decían algo sobre la disciplina indispensable, y me dormí profundamente.

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Lo que pude saber de la historia de Alicia reproducía en buena medida mis propias aventuras iniciales en ese lugar; también había recorrido piezas con puertas que sólo le permitían un sentido determinado; pero más que piezas eran verdaderos apartamentos; y cuando alguno estaba habitado, los seres, generalmente una familia, eran de otra clase que los que yo conocía. Más parecidos, tal vez, a nosotros; pero su lenguaje era también incomprensible. El trato también era distinto; había cierta amabilidad, y se lograba cierto entendimiento a pesar de las insuperables dificultades con el idioma. De una de estas familias había salido el niño rubio que ahora estaba con nosotros; un niño extraño, que había mostrado de inmediato un gran apego por Alicia, y que desconcertaba a sus padres con sus misteriosas desapariciones. Después que Alicia se despidió de esa familia y continuó su recorrido, en más de una oportunidad apareció el niño junto a ella, llegando por conductos que Alicia no logró conocer. Muchas veces lo había enviado de vuelta a su hogar, y otras tantas, tarde o temprano, el niño había regresado. Ahora no mostraba ningún interés por irse de este patio.

Entre las variantes fundamentales del lugar de Alicia con respecto al mío, figuraban dos que es necesario destacar: una, que la gente que habitaba los apartamentos realizaba trabajos. Los hombres disponían de unos aparatos, incomprensibles para Alicia, que manejaban durante algunas horas en cada jornada; las mujeres se ocupaban de tareas de cocina y limpieza. La otra, era la presencia de algunos implementos de espionaje: pequeños lentes y micrófonos adosados a las paredes, cuya finalidad debía ser probablemente desconocida para los habitantes del apartamento; y más aún, parecían tenerles un respeto de orden religioso, tal vez porque sus partes metálicas daban fuertes choques eléctricos a quien los tocara.

No explicó, por ahora, cómo había llegado allí; y todos estos datos los fuimos juntando con dificultad, ya que la muchacha se mostraba propensa a sufrir un nuevo ataque de nervios al recordar ciertas cosas. Por lo demás, lentamente se fue integrando a nuestro grupo y ya la proximidad del Farmacéutico le era más tolerable.

Durante esa jornada prosiguieron las discusiones acerca de problemas organizativos, y comenzó a planificarse una especie de excursión con fines de aprovisionamiento. Yo me mantuve al margen de las tediosas discusiones y en principio mostré de antemano mi conformidad con las resoluciones que se tomaran, aunque no estaba muy seguro de que en realidad fuera a aceptarlas.

Esa madrugada me despertaron a las cuatro, cuando el cambio de guardia. También habían despertado al Francés, que tenía los ojos hinchados y la voz más enronquecida, y decía merde mientras se lavaba la cara en la fuente. El Alemán y el Farmacéutico dormían bajo una misma manta, fuera de la carpa; Bermúdez, que se había mantenido despierto, fue a ocupar mi lugar, fiel al principio de no dormir bajo la misma carpa ocupada por una dama.

Yo vacilé un rato y al fin decidí acompañar al Francés en la guardia, para no crear mayores incomodidades con el asunto de la carpa; pensé que después debería resignarme a discutir con los otros.

Estuvimos conversando en voz baja y el tiempo de la guardia pareció transcurrir mucho más rápidamente. Yo volví al tema de las teorías acerca del lugar, y de cómo habíamos llegado a él; charlando, logramos una especie de catálogo fantástico de posibilidades, cada una de las cuales parecía contradecir a las demás, y al mismo tiempo, cualquiera de ellas sonaba muy lógica y convincente, por lo menos a esa hora de la madrugada.

A pesar de grandes coincidencias entre nuestras teorías personales, había una divergencia básica en lo referente a un punto fundamental: la existencia de seres, extraplanetarios o no, que actualmente habitaran y manejaran el lugar. El Francés tendía a negarlos, y encontraba siempre alguna explicación que sustituía perfectamente esa presencia directriz. Ninguno de los dos podía, de todos modos, aportar ninguna prueba.

– ¿Cómo explicas, entonces -le pregunté, en un momento de la discusión- la existencia de los aparatos de espionaje?

– Sencillamente -respondió con calma-; son la expresión de las tendencias paranoides de Alicia. Ella misma ha creado esos aparatos, les ha dado realidad tangible modelando la materia por medio de su temor a ser espiada.

Me mostré escéptico. Objeté que, entonces, de acuerdo con esta fórmula, el Francés mismo podía ser también creación mía, de mi íntimo deseo de tener alguien con quien conversar.

– Es cierto -admitió, con una sonrisa-; pero no necesariamente. Este lugar, que tú llamas patio, bien puede ser creación colectiva; bien podría haber nacido de nuestra necesidad de reunimos.

Me comentó también que Bermúdez tenía una teoría, aunque el hecho de pensar lo avergonzaba y trataba, curiosamente, de ocultarlo. Pero una noche le había dicho que él creía que había habido una guerra mundial, y que las explosiones atómicas habían modificado todo, nos habían «entreverado», personas y lugares, como un rompecabezas mal armado en el que, sin embargo, las piezas encajan unas con otras, aunque no las figuras.

Estuvimos un rato en silencio. Luego se me ocurrió preguntar:

– ¿Y tú crees realmente en tu teoría?

Volvió a sonreír, un poco angelicalmente.

– No -dijo-. No creo en nada.

Salía el sol. El Francés, contraviniendo las disposiciones- al respecto, hizo una nueva hoguera, mucho más espectacular de lo necesario, para calentar café. A las ocho, despertó a todo el mundo, a excepción de Alicia y el niño, quienes, a pesar del ruido que se hizo luego, siguieron durmiendo hasta el mediodía.

Me instalé, un poco apartado, cerca de la fuente; a continuar mis apuntes. Escribir a mano 'me da mucho trabajo; el avance es lento. Y tenía muchas novedades para consignar y muchas teorías para desarrollar. Bermúdez, el Farmacéutico y el Alemán se afeitaron, por turno, mientras el Francés ocupaba un lugar entre las mantas y dormía, fuera de la carpa.

Hacia el mediodía, cuando ya tenía la mano y el brazo varias veces acalambrados, dejé de escribir y me acerqué a la rueda que se había formado en torno al fuego; hablaban de comer todo el asado al mediodía, porque la carne se estaba echando a perder definitivamente; y de la escasez general de provisiones y de la necesidad de salir de caza.

La conversación no me gustaba; no es que se dijera abiertamente, pero yo sospechaba en ellos la idea de que me estaba alimentando a sus costillas, sin hacer ningún esfuerzo (lo cual era rigurosamente cierto); y tampoco me sentía dispuesto a salir de cacería; y me molestaba especialmente por esa idea que parecía estar metida muy hondo en todos ellos de permanecer indefinidamente en ese patio. Intenté un comentario, tratando de no resultar agresivo, pero no me prestaron atención. Sentí que me descartaban como persona útil, y mi resentimiento culpable se agravaba.

Alicia y el niño se unieron al grupo; la muchacha estaba de buen humor, parecía más comunicativa. El niño fue a despertar al Francés, quien lo recibió con sorprendido agrado.

En el transcurso del almuerzo, durante el cual se prolongó la discusión de la mañana, noté algunas cosas; lo más evidente era que se había abierto una brecha entre el Alemán, el Farmacéutico y Bermúdez por un lado, y principalmente yo por el otro; el Francés estaba indudablemente de mi lado, pero su actitud era indiferente, poco interesada; en realidad no le preocupaba nada de lo que se discutía, y se veía claramente su intención de actuar en definitiva como mejor le pareciera; si optó al fin por integrarse a la cacería fue realmente por su voluntad, sin que pesara en absoluto la presión de los demás. Alicia se mostraba inclinada de nuestro lado, pero comencé a sospechar, con algún fundamento, que era más por simpatía hacia mi persona que por otros motivos; al entrever que pudiera surgir alguna relación afectiva entre nosotros me sentí alarmado, y traté de canalizar sus simpatías hacia el Francés, quien parecía sentirse atraído por ella; aunque ella parecía ignorarlo. Y, finalmente, el niño era un mediador inconsciente entre Bermúdez y yo; Bermúdez, a pesar de ser el cabecilla del grupo conservador, no era fanático como los otros, me seguía aceptando y podíamos tener conversaciones amistosas. El Farmacéutico, en cambio, no intentaba el menor diálogo conmigo, y el Alemán se iba distanciado cada vez más.

Hacia el atardecer se me plantearon con fuerza li los cargos de conciencia; por un instante se me ocurrió ponerme en el lugar de ellos, y me di cuenta de que no estaban del todo faltos de razón; me dije que mi actitud era egoísta, y traté de imaginar alguna forma de cooperación; pero todas me parecían trabajosas y vanas. Sin poder explicarlo hasta más tarde, sentía, honestamente, que cualquier forma de colaboración con ellos se transformaba automáticamente en una íntima traición a mí mismo.

Más tarde descubrí la clave de mis problemas. Estaba metido en una trampa muy compleja. Era cierto que yo estaba aprovechando, a partir de mi enfermedad y necesidad de atención de los primeros días, un mecanismo creado por ellos. Era cierto que podía dormir tranquilo mientras alguien estaba de guardia, y que podía comer un alimento que habían conseguido ellos; pero, y ahí estaba la trampa, hasta ese momento no había tenido necesidad de que nadie protegiese mi sueño, ni que me dieran de comer.

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