Me deprimí, desde luego. Para protegerme me escudé en la certeza de que había algo que el Francés ignoraba, o que no podía sentir, y que yo no podía explicar. Pero me quedé pensando, y anduve incómodo y esquivando a la gente. Especialmente me quedó grabado ese «¿para qué?». Era muy fuerte.
Durante este día empezaron los primeros ataques de los demás para integrarme a las tareas; y al día siguiente arreciaron. Realmente comenzaban a molestarme. Cuando me volvió a tocar el turno en la guardia, lo acepté mecánicamente, sin protestar. La cabeza me seguía trabajando todo el tiempo, y me provocaba un estado de adormecimiento en el que las ideas no tomaban una forma muy precisa.
Hacia el amanecer, cuando la guardia tocaba a su fin, me asaltó un pensamiento que hasta ese instante no había logrado capturar para su formulación en palabras.
– Es preciso salir de aquí -me dije en voz baja, con asombro de mi propio descubrimiento-, aunque no necesariamente para volver allá.
Por lo menos, y me pareció evidente, había que salir de ese patio. No sabía lo que pensaba el resto del grupo, pero yo sí estaba seguro de no querer permanecer allí toda la vida. Era muy claro que había que salir, sin preguntarse para qué; el para qué, pensé, quizá habría de saberse luego, o quizá nunca, o quizá no había ningún «para qué»; pero había que salir, sencillamente porque no había ningún motivo para quedarse. Recordé, sin embargo, otra frase del Francés que me había dejado pensando.
– La mayoría de las desgracias que sufren los seres humanos -y aclaró que citaba a Pascal- se deben a que uno no sabe estarse encerrado en su cuarto. Pero no te preocupes -agregó, con una sonrisa tierna-; yo tampoco podría hacerlo.
Al día siguiente se produjeron novedades de importancia. Fue después del almuerzo, mientras yo tomaba sol perezosamente junto a la verja, y hacía algunas anotaciones de vez en cuando al recordar algún detalle, y un poco por novelería, para usar un bolígrafo nuevo que me había regalado el Francés.
En primer lugar apareció una muchacha, en ropas veraniegas, temblando de frío y muy asustada. De inmediato se le suministró una frazada, y todas las atenciones solícitas del caso, tratando de tranquilizarla; no despegó los labios y sollozaba en forma entrecortada; a veces interrumpía un poco los sollozos y nos miraba con desconfianza. Pocos minutos después, por el mismo sitio -una de las aberturas con puerta sobre el paredón frente a la verja-, apareció un hombre pequeño y fornido, de espesos bigotes y calvicie pronunciada, de aspecto totalmente inofensivo y quien, sin embargo, produjo una nueva crisis nerviosa en la muchacha, que incluía gritos histéricos y un intento de fuga, aunque no supo bien hacia dónde: este hombre fue reconocido por los demás como el Farmacéutico.
– ¡Por favor! -exclamó, agarrándose la cabeza con desesperación-. ¡Explíquenle a esta mujer que no tengo intención de hacerle daño!
Ella había optado por escudarse detrás del Francés y de mí, tal vez porque éramos individuos de edad parecida a la suya o porque por algún motivo le inspirábamos menos desconfianza. Volvimos a ocuparnos de tranquilizarla, y en cierta medida lo conseguimos; pero fue imposible hacerle hablar y menos aún que tolerara la presencia del Farmacéutico en un radio menor de tres metros de su persona.
Casi de inmediato, y por un agujero distinto, situado en el mismo paredón, pero más alejado y a mayor altura que la puerta que habían usado para entrar allí, apareció la cabeza de un niño pequeño, quien miró a todos sin curiosidad y se descolgó hacia el suelo, corriendo enseguida a los brazos de la muchacha. Ella lo aceptó con una sonrisa, y todo pareció normalizarse a partir de ese momento, aunque me era imposible entender nada de lo que estaba sucediendo.
El Farmacéutico fue el primero en aclarar algunas cosas, pero su historia dejaba completamente a oscuras el problema de la muchacha y el del niño.
Hubo una discusión entre él y el Francés acerca de la existencia real de aquella misteriosa lucecita; finalmente, el Farmacéutico tomó la palabra decidido a contar su relato sin interferencias.
– Empecé a caminar, siguiendo la lucecita. Era blanca, con matices azulados, y se prendía y apagaba irregularmente, y cambiaba de ubicación -noté un cierto acento italiano, y una forma de hablar que lo identificaba sin lugar a dudas como bonaerense-. Cuando creía estar a punto de alcanzarla, volvía a encenderse un poco más lejos. Como cuando pibe trataba de cazar bichos de luz. Después, se hizo de día, y la lucecita dejó de verse. Noté que la selva se iba desdibujando, los árboles se espaciaban, y pronto llegué a un claro, o más bien un descampado; sólo se veía una enorme distancia vacía, de tierra pelada, con un poco de pasto amarillento aquí y allá.
El Francés había advertido que la muchacha seguía temblando ligeramente bajo la manta, y se dedicó a avivar un poco el fuego. Intentó, llevándola a un aparte, iniciar el diálogo; pero creí advertir que la muchacha seguía sin despegar los labios, aunque se veía más protegida con la presencia del niño. También vi que el Francés le daba algo para beber, de un frasco misterioso, y presumí que tendría escondida alguna bebida alcohólica; pero no presté demasiada atención a estas cosas, escuchando más bien el relato del Farmacéutico.
– Anduve un rato largo sin encontrar nada, ni siquiera un árbol, hasta que al fin apareció una especie de montículo, con algo que, al acercarme, vi que era como la entrada de una mina. Me metí por allí y seguí andando; cuando ya no llegaba la luz exterior, me llamó la atención ver que de trecho en trecho había picos de gas encendidos. Daban una luz bastante buena.
»Así, hasta llegar a una puerta, sobre una de las paredes del túnel de la mina. Era desconcertante, porque la puerta era linda, quiero decir que era nueva, bien pintada, con un pomo de bronce reluciente. La abrí, y del otro lado había un espacio muy amplio, como un teatro; incluso había una serie de butacas, dispuestas en semicírculo; y hacia el centro del semicírculo, una especie de tarima. El lugar estaba desierto; entré y miré por todos los rincones; sólo hallé una puertita, disimulada por un telón negro que había al fondo, detrás de la tarima, frente a las butacas. Esta puertita daba a un pasillo corto que llevaba a algo así como un depósito donde se amontonaban botellas vacías y envases de todo tipo; y tenía una ventanita con barrotes de hierro, y mirando por la ventanita alcancé a ver el gallinero más grande que había visto en mi vida; había cientos, miles de gallinas, en un espacio enorme rodeado por un tejido de alambre.
»El depósito tenía otra puerta, y salí de allí y empecé a dar vueltas hasta perder la cuenta de pasillos y lugares recorridos. Al fin encontré otra puerta como aquélla, nueva y pintada, que daba a una pieza muy lujosa; y en esta pieza estaba esa joven aquí presente, quien apenas me vio empezó a chillar y salió disparada a través de otra puerta; yo la seguí, porque entre otras cosas había gritado «¡asesino!» en español, y quería hablar con ella; pero ella seguía corriendo, aunque yo le gritaba que no le quería hacer daño, y atravesábamos cantidad de piezas raras, incluso con alguna gente que nos miraba pasar, con miedo, y ella seguía chillando, y al final se largó a través de un túnel. Así fue como llegamos aquí.
Hubo un largo silencio. Ya comenzaba a caer el sol, y casi sin querer nos fuimos arrimando a la fogata. Advertí que el Francés había hecho progresos: ya jugaba con el niño rubio, y la muchacha se mostraba mejor dispuesta. Se me ocurrió una idea.
– ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que salieron de este patio, usted y el Francés, hasta este momento? -le pregunté al Farmacéutico. Él se mostró sorprendido por la pregunta.
– ¿Cómo? -dijo. Luego meditó unos instantes, frunciendo el ceño, y respondió-: Bueno, unos tres días, creo.
Todos nos miramos con preocupación. Bermúdez hizo un gesto como para comenzar a hablar, como para discutirle; pero se contuvo. Supongo que debió de admitir que las distorsiones que se daban en el espacio también alcanzaban al tiempo.
Luego la conversación fue tomando un giro más bien burocrático, y yo me aparté de ellos y me acerqué al Francés y a la muchacha, un poco más apartados, ahora, de la fogata.
– Se llama Alicia -informó el Francés, con una sonrisa. Tenía al niño sentado en las rodillas-. Y el niño no tiene nada que ver con ella; pertenece a una familia de este lugar, habla un idioma desconocido.
Miré al niño atentamente y no observé ninguna de las características -obesidad, falta de elegancia, etcétera- que correspondían a aquellas gentes que había encontrado en mi recorrida inicial; pero tal vez el niño, pensé, todavía era pequeño -tendría siete años, como máximo- y podría ser que no hubiese desarrollado aún esas características. Luego, por fragmentos que componían la historia de Alicia, supe que provenía de otra zona, habitada por gentes distintas a las que yo conocía.
El problema más urgente que se le presentaba a nuestro grupo era la forma de dormir. Para quienes se habían reunido alrededor de la fogata era realmente un problema muy serio. La presencia de una mujer los ponía incómodos y puntillosos. A mí, por el contrario, me resultaba muy agradable; oír una voz de mujer, e incluso sentir o saber de su presencia, me regulaba automáticamente no sé qué mecanismos psíquicos. o físicos; lo cierto es que esa presencia me hacía sentir más afirmado en mi recuperación y más seguro de mí mismo. Y supongo que al Francés le sucedería lo mismo.
Los de la fogata debatían sobre la forma de combinar el sueño de cinco personas, y la guardia de cinco de ellas, teniendo en cuenta que en la carpa cabían hasta tres con cierta comodidad y que durante el sueño de la muchacha no quedaba bien que alguien más durmiera allí. No pude menos que soltar una carcajada. Dije:
– Alicia tiene sueño. Por favor, pónganse de acuerdo en los turnos, a ver si le corresponde dormir algún día de esta semana.
Con esto desorganicé la reunión. Bermúdez y el Alemán se atropellaron para ir a la carpa y acomodar las cosas; sacaron los implementos de la guardia y las frazadas sobrantes, y le dijeron a Alicia que la bolsa de dormir estaba a su disposición. Ella se despidió con una sonrisa cansada, y se metió en la carpa llevando consigo al niño.
– Hay un problema menos -dije-. No son siete personas para distribuir, sino seis, ya que Alicia y el niño ocupan un solo lugar. Además, no veo ningún inconveniente para que alguien más duerma en la carpa.