»Y no creo que sea un mentiroso. En general es un tipo muy correcto. Lo que pasa es que debe de estar loco.
Luego se habló del Francés. Bermúdez lo había encontrado leyendo un libro a la sombra de un árbol, junto a un arroyo, a punto de ser devorado por un león que se le había estado acercando sigilosamente. Bermúdez usó con precisión el fusil, y mató al león con una sola bala. Parece ser que el Francés es un hombre de sangre fría; agradeció amablemente a Bermúdez que le hubiera salvado la vida, pero, según Bermúdez, había un fondo de total indiferencia en él. Y sospechaba que sabía más español de lo que daba a entender, pero que prefería mantenerse aparte de las conversaciones, siempre con su aire de indiferencia, los hombros alzados, la espalda un tanto encorvada, leyendo o con las manos en los bolsillos, y la vista perdida en la selva o en algún punto imaginario. Después de lo del león se había apartado de Bermúdez hasta el reencuentro que se produjo cuando apareció por una de las puertas del paredón, sin dar mayores explicaciones, escudándose, siempre según Bermúdez, en su aparente ignorancia del idioma.
El Alemán tomó luego la palabra, con cierta timidez, para terminar impulsando la conversación hacia temas eróticos. Cuando se hicieron las doce, Bermúdez me entregó el reloj, la linterna y el revólver, y me repitió algunas recomendaciones.
– Sobre todo, no jodas con la linterna -me dijo, pasando a un tuteo que me cayó simpático-. Hay que cuidar las pilas.
Se metieron en la carpa y les di las buenas noches. Me ubiqué en un lugar próximo a la fuente, al que llegué a tientas porque no se veía nada, y entre nervioso por tener la responsabilidad nueva de esta misión, y disgustado porque me parecía una precaución inútil, comencé a cumplir mi primera guardia, en la que casi le ahorro al Francés el trabajo que se tomaría algunos días más tarde de volarse la cabeza de un tiro.
– Est-ce que tu es fou? C'est moi, merde! -gritó un vozarrón desesperado: yo estaba aburrido, golpeando los pies contra el suelo para calentarlos o dando pequeños paseos que siempre terminaban en la fuente de mármol, cuyo borde era demasiado frío para sentarse; habrían pasado un par de horas, es decir, la mitad de mi turno, cuando oí ruido de pasos.
– ¿Quién anda ahí? -me pareció gritar, pero luego se supo que mi voz había sonado demasiado débilmente. Al no obtener respuesta, guardé silencio y oí que el portón se abría, rechinando; entonces me asusté y esta vez sí, grité con toda la fuerza:
– ¡Alto, o disparo! -pero no di tiempo a que el Francés se identificara; mi dedo oprimió el gatillo y sonó un balazo que retumbó largamente; el Francés gritó. Los de la carpa se movilizaron, gritando también y tratando de encender el farol. Después Bermúdez me recriminó por no haber usado la linterna, pero en realidad había intentado hacerlo al escuchar los primeros ruidos; simplemente que, por no gastar las pilas, hacía tiempo que no la encendían y nadie había tenido la precaución de probarla. La linterna no andaba.
Rodeamos al Francés y comprobamos con alivio que estaba ileso. Había regresado solo, y en ese momento mostraba un aspecto de serenidad total. Bermúdez, una vez pasada la agitación, le preguntó ansiosamente qué les había sucedido.
– Nada -respondió el Francés con tranquilidad, y luego pasó a explicar trabajosamente, en una lengua que mezclaba el francés con el español y algunos vocablos desconocidos, que la aventura en la selva había sido muy pobre. Ni un animal, ni una persona, todo silencioso y desierto, anduvimos un día entero dando vueltas como tontos. La selva se vuelve complicada más allá, y es difícil avanzar sin machete. Mejor bulldozer. Pero creo que no vale la pena -terminó, encogiéndose de hombros. A la luz del farol se veía una cara hermosa, bordeada por largo pelo lacio y barba negruzca y larga, con reflejos rojizos. Tendría unos treinta años, quizá menos.
– ¿Y el Farmacéutico? -preguntó Bermúdez, visiblemente decepcionado. El Francés volvió a encogerse de hombros.
– Está loco. Empezó a ver una luz que se movía, y yo no veía nada. Me arrastró durante toda una noche, hasta el amanecer, detrás de la bendita luz: «¿Qué luz?», le preguntaba yo, y él se enojaba: «Esa luz, ¿no ves?, esa luz.» A la noche siguiente me aburrí de seguirlo y me quedé a dormir en un árbol. Después lo perdí.
Todos, y especialmente Bermúdez, estábamos asombrados por la fría tranquilidad del Francés, capaz de dormir en un árbol de la selva; y nos miramos en una especie de entendimiento desconfiado, por muchos motivos; entre ellos, que el Francés hubiese podido hallar en plena oscuridad el camino de vuelta al patio. Bermúdez se animó a preguntárselo directamente.
– Suerte -respondió el Francés, con un nuevo encogimiento de hombros. Luego agregó con aire ingenuo-: ¿Por qué no?
El Alemán preparó café instantáneo. Después de beberlo advertí que mi guardia había terminado, y le pasé el reloj y el resto de las cosas a Bermúdez.
La carpa había sido pensada para dos personas, y aunque todavía quedaba espacio, se volvía incómoda. Le pedí a Bermúdez que tratara de dejarme dormir más allá de las ocho; el frío y el nerviosismo me tenían mal, y temía una recaída. Él quedó sentado en la fuente, junto al farol, tratando de arreglar la linterna. Los demás nos metimos en la carpa.
Descubrí, antes de dormirme, por qué me sonaba especialmente falsa la historia del Francés: se trataba del tiempo. Él hablaba como si sólo hubiese estado fuera durante dos o tres días, y habían pasado, según mis cálculos, por lo menos diez o doce desde que junto al Farmacéutico habían salido en su exploración, antes de mi llegada al patio. En resumen, tardé mucho en dormirme y no dormí bien. Y a pesar de mi pedido a Bermúdez, fui despertado a las ocho como todo el mundo.
Pasé el día dormitando, tirado en el suelo, al sol, o refugiándome a veces en la carpa. También tuve oportunidad de charlar con el Francés. Su historia coincidía con lo que me había contado Bermúdez, incluyendo lo del león (aunque, desde luego, hasta después de la muerte del animal, el Francés siguió largo rato sin comprender que ya no estaba en su país, y no se explicaba cómo podía haber llegado un león cerca del Sena, en las afueras de París). Pero su relato era menos anecdótico que los otros; tenía más contenido de un tiempo interior, muy especial, y se demoraba en detalles que no eran aparentemente los más destacables. Me fui haciendo a la idea de que realmente ese hombre tenía un tiempo distinto, y me pareció que al fin había dado con alguien a quien se le podía inquirir seriamente sobre todo aquello. Sin embargo, obtuve un encogimiento de hombros y un largo silencio; después habló, en su mezcla de idiomas.
– No sé, no me sorprende demasiado. La bomba atómica, quién sabe. Fisuras en el espacio-tiempo, el láser, la relatividad -mezclaba todo con las manos, haciendo ademanes amplios y vagos como para dar coherencia al conjunto. Pero siguió hablando, y a pesar del desinterés que demostraba en general por las cosas se veía que había meditado largamente, al menos tanto como yo. Hablando del Farmacéutico, por ejemplo, manifestaba no encontrar que las tres versiones de su llegada aquí fueran realmente contradictorias.
– Quién puede saberlo -comentó-. Yo no creo demasiado en los hechos, ni que haya necesariamente una explicación para cada fenómeno.
Le hablé de mi teoría de un lugar circular, y él dijo que también se le había ocurrido.
– Pero no podemos tener ninguna certeza acerca de nada -agregó-. Yo tengo una teoría muy linda; muy coherente en sí misma, acerca de este lugar, pero no podría demostrarla. Imagino que podría tratarse de un trozo, como una nube, o algo así, de una materia especial, de otro tipo, no sé, que de alguna manera nos hubiera tocado una a nosotros o nos hubiera envuelto, y está materia daría forma a nuestros deseos o temores inconscientes. Me llama la atención la diversidad de formas de llegar aquí, y que esas formas parecieran corresponder a la personalidad de cada uno, n'est-ce pas? -Este «n'est-ce pas?» lo repetía a cada momento, y es lo que de él mejor me quedó grabado en la memoria-. Escuchando cada narración, uno pensaría en lugares totalmente distintos, desconectados entre sí, que nada tuvieran que ver; y sin embargo, incluso geográficamente, todos hemos estado muy cerca unos de otros en este tiempo -desde luego, todo esto dicho con mucha calma y con muchos silencios en medio.
Luego le pregunté si él creía posible salir de allí.
Repitió su tic con los hombros.
– ¿Para qué? -preguntó a su vez.
Era una pregunta que yo ya había comenzado a formularme, y cuya respuesta trataba de evadir, desplazándola, o respondiéndola fácilmente con alguna imagen. Pero ante un interlocutor de carne y hueso la respuesta se hacía más endeble.
– Bueno… -comencé a decir, vacilando-. Por ejemplo, yo conozco a una muchacha… Se llama Ana…
Pero ya no era cierto. Ana se había diluido definitivamente. Traté de recomponer otra vez su rostro: un ojo, otro ojo; los labios; pero no pude. El Francés observaba en silencio mi esfuerzo un tanto desconcertado, fumando su pipa sin ansiedad.
Hacía ya unos cuantos días que la angustia trazaba en mí nuevos dibujos, con la imprecisión característica de los comienzos. Pero si su avance era lento y más lenta aún mi conciencia de ella, lo cierto es que avanzaba. A las experiencias vividas se sumaron los relatos escuchados, ampliándoselas dimensiones de este lugar a límites increíbles, que empezaba a sospechar infinitos; al mismo tiempo, lo que yo llamaba mi vida cotidiana, es decir todo aquel pasado que finalizaba en aquella pared gris de la esquina frente al kiosco, se había disuelto junto con la imagen de Ana, formaba un mundo pequeño y lejano y ahora, comprobé con asombro, mi vida cotidiana era ésta, en un lugar desconocido, rodeado de extraños.
Fui dejando escapar algunas de estas cosas, como hablando en voz alta conmigo mismo. El Francés sonrió.
– Por supuesto -dijo, y me llegó el aroma del tabaco que fumaba, recordándome que desde mi enfermedad no había vuelto a fumar-. ¿Pero en qué mides lo desconocido de este lugar, en relación al que dejaste? ¿Cuánto más extraños somos para ti los que ahora te rodeamos, que aquellos que te rodeaban en tu ciudad?
Me pareció que tenía razón, pero algo hacía que me aferrara a la nostalgia; hablé del peligro que había allí, cosa que divirtió al Francés, y me recordó los accidentes automovilísticos, y citó de memoria algunas cifras estadísticas acerca de muertes violentas; nunca supe si las había inventado en el momento o no, aunque este detalle no tenía importancia. Luego se perdió en una suma un tanto empalagosamente morbosa: peligro atómico, explosión demográfica, envenenamiento de la atmósfera, etcétera.